El eterno adolescente tuvo mucha suerte cuando descubrió el concepto de flâneur. De este modo la actividad de pasear —ejercicio moderado de clases medias o jubilados menesterosos, en las antípodas de la embriaguez y la tormenta, de la convulsión y la barricada— aparecía dotada de un aire interesante. Al eterno adolescente le gusta mucho lo que tiene un aire interesante.
A estas alturas de mi vida el eterno adolescente interior ya es que ni siquiera protesta y, aunque a veces echa de menos la embriaguez y la tormenta, vivir en un barrio pintoresco me permite experimentar durante mis paseos unos éxtasis de mucho cuidado. Uno es que se reconcilia con el mundo, coño. Son recomendables las primeras horas de la mañana o la franja crepuscular, porque los rincones habituales adquieren bajo esa luz compleja los encantos de la novedad. El mediodía, pese a sus prestigios nietzschianos, es plano como él solo, aburrido como el catastro, es el tofu de los instantes.
Desaconsejo del mismo modo el uso de auriculares. No es que niegue los curiosos efectos de la superposición de realidad y una banda sonora de tu elección, es que si uno camina con unos oídos no menos abiertos que los ojos, se topa con cabos sueltos de conversación, confidencias, frases memorables, tiernas, coléricas, hilarantes. Una ciudad no es solo un trazado de calles, es una interminable sucesión de conversaciones, un tejido inagotable de palabras.
Lo que se te ofrece no tiene desperdicio, debes estar alerta. Sobre el decorado de edificios, jardines, perfumes y ruidos, la presencia multiforme del ser humano. Niños, mujeres, jóvenes y ancianos se dirigen a sus asuntos o a sus placeres, anhelantes, resignados, gesticulando, deseando, riendo. El rostro humano en toda su belleza o fealdad, los ojos, dios, los ojos, las bocas abiertas que ríen y mienten, las manos entrelazadas de los amantes. Los rostros envejecidos de algunos cuyo nombre ya no recuerdas, pero sabes que alguna vez formaron parte, siquiera secundaria, de tus días. ¿Cómo no asombrarse cada día ante ese espectáculo siempre el mismo, siempre renovado?
Los paseos de una persona de edad tienen algo de palimpsesto, uno camina por varias ciudades a la vez, en especial si se trata de la ciudad donde naciste. Está la ciudad presente, que ha ido mudando incesante su piel hasta hacerse a veces irreconocible; está la ciudad en que transcurrió tu infancia y tu juventud, saturada de afectos, de notorias ausencias, del recuerdo de los bares donde fuiste feliz, las tiendas donde encontrabas lo que era menester (limones, libros, flores, medicinas, camisas, periódicos, cigarrillos, discos), los portales donde acudías feliz a buscar a quien amabas, los rincones donde aquellas palabras fueron pronunciadas, las casas que habitaste y que ahora otros habitan, el decorado de tu vida o la leyenda ligeramente fraudulenta que has construido en torno a ella. Finalmente, como una fabulosa matrioska —y hay días en que el espíritu se presta a esos juegos mentales— puedes imaginar tras cada ventana abierta y tras los sonidos de domesticidad que a la calle escapan (radios, lavadoras, la voz de una mujer canturreando) todas las posibles vidas que podrías haber vivido; embriaguez esta, la de no ser uno mismo, la de abarcar toda la variedad posible de la experiencia humana, que ya les digo yo que no tiene precio. Luego uno puede volver a su propio yo y a todo cuanto, qué ingrato sería si no lo recordara, me está siendo dado a manos llenas. Sí, hora de volver a casa.
Gustave Caillebotte (1848-1894)