¿De qué hablamos cuando hablamos de nosotros?

Entre las muchas perplejidades de la edad madura, está la de escuchar ahora la música que nos acompañó en la etapa de formación. En especial el rock, género que creíamos perdurable y que hace tiempo perdió su hegemonía como música popular —así el jazz, en su momento—y cuyos intérpretes, que entonces nos parecían fascinantes adultos, sus palabras oráculos, vemos ahora como niñatos brillantes y un poco desorientados.

Dos motivos nos mueven a visitar de nuevo esos paisajes que uno amó. Sin duda que podemos regresar a artistas que nos siguen pareciendo relevantes, pero quiero hablar de cuando nos consentimos volver, con una suerte de placer culpable, a músicas que el tiempo se ha encargado de disminuir y que, sin embargo, escuchamos con afectuosa ternura, para entender qué éramos entonces y por qué nos conmovían.

El yo es una sucesión, estamos hechos de estratos, de olvidados palimpsestos. Lo que somos, lo que fuimos y lo que podríamos haber sido habitan la misma casa. Estamos construidos sobre las ruinas de nosotros mismos.

El espejo nos arroja un enigma. Cada mañana nos enfrentamos a una criatura mitológica, un monstruo múltiple, desconcertante. Tantas veces me pregunto ¿quién soy yo realmente? ¿Soy esa especie de Falstaff bonachón, orondo y melancólico humorista que busca vuestra aprobación en las redes?, ¿el adulto irascible y sus manías y su abismales tristezas?, ¿el muchacho de una timidez extrema que tanto esperaba de la vida porque todo lo ignoraba?, ¿el niño un poco redicho que buscaba el misterio con los ojos abiertos? ¿Qué queda de ellos entre mis cicatrices, mis traiciones, mis engaños? Qué pensaría la madre de aquel niño de aquello en lo que me he convertido.

Y por eso a veces me zambullo en los viejos discos malos de la adolescencia, cuando todo era posible, cuando no me había decepcionado a mí mismo. Necesito a mi lado a aquel majadero, no quiero perderlo de todo, quiero que me acompañe en esta parte del viaje, cuando ya se divisa el final del trayecto. Tengo ganas de adoptarlo, él me regalará sus ganas, yo le adiestraré —solo un poco—en el desengaño. Los dos nos tendremos que armar de paciencia, pero no se me ocurre mejor camarada.

«The Lady from Shangai» (Orson Welles, 1947)

Sobre las oraciones por la lluvia

Son curiosos los primeros instantes del día. Recién abandonado el lecho, aún no nos hemos desprendido de los últimos jirones del sueño. Con el paso incierto y la vista turbia nos incorporamos gradualmente a una realidad indecisa. Y sin embargo son momentos de verdad radical en que nuestra mente es un papel en blanco: lo que nos ofrece el espejo es la verdad sin procesar, sin consuelo. Después de las abluciones, todo es ya recomponer nuestra imagen y asignar de nuevo al mundo las categorías familiares. Mentir, en cierto modo.

En tal estado salgo al patio y me recibe la frescura afable del amanecer. En la luz todavía tentativa, un pájaro gordezuelo vuela por encima de mí, a sus cosas. El cielo aparece encapotado, cubierto por nubes oscuras, con un presentimiento de lluvia.

Hace poco, en mi ciudad, un grupo de ciudadanos rezó de manera oficial por la llegada de la lluvia. Semejante gesto fue ridiculizado por anacrónico, porque ya somos muy mayores y no creemos en un dios compasivo que pueda alterar la mecánica del universo para salvarnos. Especialmente sarcásticos fueron algunos que todavía creen en que la omnipresencia del estado (es decir, de los políticos) erradicará el mal en el mundo y nos llevará al paraíso.

La tierra está seca. Árboles, pájaros, flores y cultivos necesitan desesperadamente el alivio del agua. Podemos enviar una pequeña nave a los límites del sistema solar y recibir sus melancólicas fotografías, podemos asomarnos a los aterradores poderes agazapados en el corazón de la materia, podemos reescribir el código del que estamos hechos y, sin embargo, la lluvia se nos escapa. No podemos hacer llover. La lluvia no se causa, la lluvia no se decreta, la lluvia sucede.

Desde que empezó a caminar sobre esta tierra cansada, el hombre conoce los cíclicos azotes de la aridez, pero también el sonido anticipador del trueno, la gratitud de las gotas de agua sobre la cara, ese correr en busca de refugio que a todos nos hermana, el olor agradecido de la tierra al empaparse, la gloria del arcoíris que conmemora el suceso. Puede que se demore, pero lo bueno vuelve a suceder, las heridas se cierran, los tiranos caen, las guerras cesan, los frutos maduran.

Tengo muy pocas cosas en común con esos devotos ciudadanos y sus costumbres antiguas, por los que siento una extraña ternura. Como ellos, tengo miedo de aquello que no puedo controlar y hasta de aquello que sí puedo. Y yo, al dios en que no tengo el coraje de creer, le pido que llueva, le pido que ocurra el milagro, que nada malo toque a quienes quiero, que todavía sea posible la alegría. Le pido que no me quede sin voz y que tenga aún algo que decir y que importe. Le pido que esto no se acabe todavía, vivir más. Aquí, abajo, ahora.

Verbenas y pensamiento trágico

Me encantan las ferias de los pueblos, su despliegue feérico y follonero de bombillas, fritanga y poética Rimbaud; como un anticipo de las delicias del paraíso para pobres y para niños. Hace poco estuve deambulando por una, que me precipitó al pasado con mayor eficacia que una caja de magdalenas de Proust.

Llama la atención lo poco que han cambiado estas verbenas. Salvo la música, la presencia amable de familias de otras razas y alguna atracción-guardería, todo sigue como en el siglo XX. Recordaré al amigo progresista que el bienestar que experimente en ese momento tiene que ver con la sentimentalidad del conservador, ese ser para él incomprensible. A veces está bien que algo no cambie, caramba.

Las ferias de los pueblos son muy poco woke. Una atracción llamada “El látigo mexicano” exhibía sin inhibiciones estereotipos culturales que hubieran causado un ictus a algún que otro columnista. Siempre he pensado en quién diseña esos artefactos decimonónicos, dónde se fabrican, ¡dónde se puede adquirir una noria! El objetivo de este consiste en someter al usuario a una serie combinada de fuerzas centrífugas en un nivel de masoquismo medio. Siempre he sido, ay, de los que se marean en los columpios, así que me quedé de espectador, mientras mis amigos y sus hijos se embarcaban en su aventurilla de unos pocos minutos.

Sin duda fue una delicia ver a niños y adultos dando gritos de espanto y el cabello al viento de chicas adolescentes muertas de risa en una especie de loco abandono, pero lo que verdaderamente no tuvo desperdicio fue el texto que una voz pregrabada repetía con vocación de entusiasmo y tétricos resultados durante todo el trayecto, sobre el fondo archiconocido y cascabelero de “Jarabe tapatío”. Con inflexiones picaronas desgranaba una serie de heteropatriarcalísimas, procaces invitaciones a la intimidad sexual, herencia de tiempos deprimentes y espermáticos en que a las ferias acudían soldados cejijuntos con sus novias. «Meneíto en lo oscurito, meneíto cachondo, culito redondo» y otras cosas de ese jaez. Lo interesante llegó al final, cuando la maquinaria empezaba a frenar su marcha; en ese momento la voz proclamó: «Ya vamos terminando, porque en la vida todo lo bueno siempre se acaba». En medio de un cenagal cuñadesco de chocarrería, un abismal pensamiento sobre la impermanencia de las cosas del mundo que hubiera hecho las delicias de Schopenhauer. «Sabbe sankhara anicca», «panta rei», «all things must pass». Recordaré al amigo conservador la futilidad de su sueño ansiolítico de estabilidad. Al severo moralista que habita dentro de mí —en dialéctica convivencia con una animadora de instituto, dipsómana y un poco golfa, de nombre Kimberly— le entraron unas ganas locas de aplaudir, abrazar al hosco chaval que vigilaba el proceso y acercarse a los niños, que se bajaban de sus asientos con los ojos todavía brillantes, para decirles, pizpireto como Julie Andrews en Sonrisas y Lágrimas: «Niños, los reyes magos son los padres, vuestras mascotas morirán, vuestros padres no durarán siempre, envejeceréis y os volveréis mezquinos y ridículos. Destrozo vuestras ilusiones, sí, pero lo hago por vuestro bien». Un tonto pudor me lo impidió, me falta carácter. Quizás tenga que ver con lo de marearme en los columpios.

Dios bendiga al oscuro empresario de “El látigo mexicano”, benefactor en la sombra. Cada noche, sin pretenderlo, hace mucho más por la formación de esos niños que una legión de psicopedagogos del método Montessori.

Hay que ir más a las ferias.

Exaltación y encomio de la vaca

En el principio mismo de su vida, los niños aprenden los nombres del sol y de la luna, los nombres de los números y las voces de los animales. ¡Qué cosas importantísimas aprenden los niños!, todo lo que viene después apenas tiene valor.

La vaca dice mu y a los niños les resulta terriblemente simpática. Quizás por el diseño a manchas blancas y negras de su piel, quizás por su condición maternal, láctea, quizás porque es pacífica y bondadosa. La vaca no devora a otros seres, la vaca pasta en los verdes prados, feliz y a sus cosas. La vaca ve cuanto hay en el mundo y a la vaca le parece bien.

Su tranquilo hechizo sigue operando para el resto de los años. Nadie negará que uno de los secretos del éxito de un disco tan hermético como aquel Atom Heart Mother de Pink Floyd fue el totémico rumiante de su portada, cortesía de los talentosos miembros de Hipgnosis.

Afable, tranquila, lenta. Presencia heráldica de los prados soleados. Hace miles de años nos la encontramos y ella, divinidad lunar, nos hizo abandonar la trágica violencia y el desamparo de la vida del nómada. Nos hizo establecernos, nos fundó un hogar. En la India védica uno de sus nombres, el de “vaca melodiosa”, alude a la creación del mundo por el sonido. La vaca nos mira y nos da la escritura y la Historia.

Sospecho que los niños de ahora no conocen íntimamente a la vaca: el calor del establo y el olor a estiércol, penetrante pero no desagradable, en medio del cual resuenan sus hondos mugidos, con algo de ola gigantesca; el sonido de égloga del cencerro, que es la música de la tierra en paz, su espanto cuando llega la tormenta.

Nos conmueve la mansedumbre santa de la vaca, pero intuimos que hay algún misterio detrás, algo que ella sabe y nosotros no. Porque la vaca también es la víctima universal, la vaca conoce qué es el miedo. Comemos su carne y le robamos sus crías; cómo olvidar a la vaca Mariposa de la canción del buen Simón Díaz, que escondía desesperadamente a su becerrito, «un becerrito lindo como un bebé». Nos calzamos y nos ceñimos con su piel, su sangre ha impregnado la tierra desde el principio de los tiempos. Podría haber sido un perfecto emblema crístico, pero imagino que no da bien clavada en una cruz.

La buena vaca tendría motivos de sobra para odiarnos y maquinar una venganza definitiva contra nuestra especie. La vaca de la Sra. O’Leary, que incendia Chicago, o la epidemia de las vacas locas podrían verse como ensayos parciales, pero tal cosa iría contra su naturaleza. Y ahí sigue, rumiando impávida, ajena a nuestros nerviosos afanes, espantando moscas con el rabo, amiga de los pájaros, de los niños y del sol, mirando sin asombro el paso de las nubes, fabricando el tiempo. Qué espanto, qué error un mundo sin ellas..

Sobre las virtudes del loro como animal de compañía

Se suele decir que un sesenta y cinco por ciento de nuestro cuerpo mortal es agua. También podría decirse, sin faltar demasiado a la verdad, que el sesenta y cinco por cierto de nuestra memoria está compuesto de historias. El hombre ha usado el lenguaje para nombrar las cosas, para explicar el mundo; también para ampliar más allá de lo posible su limitada experiencia, el escaso tiempo concedido, a través de ese tejido de relatos que nos traspasa y nos engrandece. Buscamos historias en los libros y las películas, pero buena parte de ellas son orales, historias recibidas. Contamos historias a nuestros hijos: cada familia tiene su propia mitología, desde niños nos han relatado cómo se conocieron nuestros padres, las hazañas de parientes lejanos y extravagantes. Intercambiamos anécdotas en las tabernas y en el lecho amoroso. Amigos, amantes y desconocidos nutren esa sed insaciable. Cada persona que aparece en nuestras vidas es una incógnita; no solo posibles futuros de alegría, zozobra o traición: también una fuente de nuevas historias que a su vez contaremos a otros.

Hilarantes, conmovedoras, procaces, descabelladas, licenciosas… cuando nos vayamos de este mundo muchas de ellas se perderán; otras quizás se mantengan en circulación, acaso contadas con incontables variaciones por labios de gente a la que nunca conocimos.

Hace poco una amiga me refirió una, mientras caminábamos de noche por una carretera en el extrarradio de una ciudad. No descarto que lo que ahora os cuento haya iniciado esa cadena interminable de mutaciones. Ella trabajó durante una temporada como psicóloga en un piso de rehabilitación. Imagino que hace falta coraje, fe y una paciencia infinita para bregar entre barcos a la deriva, politoxicómanos reincidentes de los que ya nadie espera nada.

Uno de ellos desapareció una noche. Le pondremos un nombre. Aunque hayas tocado fondo, aunque seas el último de los hombres, todos tenemos uno. Le llamaremos Mario. Mi amiga estaba preocupada, Mario estaba bajo su responsabilidad y aunque sepas que en la mayoría de los casos vas a fracasar, no puedes evitar algún vínculo de afecto con aquellos a tu cargo.

Mario apareció unos días después sin un duro, contrito y en un estado deplorable. Sostenía una jaula en cuyo interior un loro, completamente drogado, apenas se tenía en pie.

Según se supo, Mario se había alojado en un hostal habitual entre compañeros de naufragio. Un sórdido no lugar conocido entre ellos como “Hostal tifus”, lo cual ya nos dice todo cuanto necesitamos saber. Allí entabló contacto con un tipo en la habitación de enfrente. El tipo tenía un loro y Mario se lo compró por veinte euros. Es interesante pensar en ese impulso. Es sabido que muchos de los que salen de la cárcel queman el poco dinero que tienen en compras sin sentido. Un politoxicómano irredento está dispuesto a tirar toda su vida por la ventana y decide gastar casi todo lo que tiene en un loro, en un puto loro.

Mario mismo lo explicó con cierto candor: pensaba que el loro le haría compañía.

Y así, Mario pasó tres o cuatro días encerrado en la habitación, fumando chinos y acompañado por el pobre loro, que por poco no lo cuenta. Había traicionado la confianza de quienes le dieron una oportunidad, no quedaba en el mundo nadie —ni siquiera él mismo— a quien no hubiera decepcionado. Al entrar en aquella habitación infame se despedía para siempre de toda esperanza de salvación y, sin embargo, no quería estar solo, quería experimentar ese asombro sencillo ante un pájaro que habla, como en las viejas fábulas. Qué extraña camaradería tuvo lugar entre aquellas cuatro paredes, anticipo terrenal de los espantos mentales del infierno, entre un loro y un hombre que había visto y había vivido cosas que ninguno de nosotros querría imaginar y que por un instante vuelve a ser el niño que fue. Cuando le echaron del hotel no quiso irse sin él.

Puede que Mario ya haya muerto, puede que quizás haya logrado vencerse a sí mismo y vivir en paz, y que en la bendita mediocridad de su nueva vida a veces recuerde aquellos días en que anduvo perdido. El loro sobrevivió a aquel paseo por el lado salvaje y fue adoptado por una familia. Me divierte pensar que en la placidez de un hogar de clase media, el animalico proferiría algunas de las tiernas, extrañas, feroces palabras que el más desdichado, el más miserable de los hombres le enseñó para no sentirse solo.

Ilustración de Jacques Barraband para la Histoire naturelle des perroquets de François Levaillant (1753-1824)

Elogio retórico del Jueves Santo

Como guionista de profesión pienso que uno de los secretos de la pervivencia del cristianismo es la extraordinaria habilidad dramática de sus textos fundacionales y su seducción mainstream. La secuencia (y lo digo con toda la retranca) de la Última Cena es un ejemplo insuperable. La inminencia de un drama cósmico se reduce a unas proporciones de cámara. No hay épica aquí, no hay luz diurna. Una cena de amigos que es en realidad una cena de despedida, aunque solo dos lo saben. La nocturnidad es importante: de hecho, el calendario de la Semana Santa es variable en función de la presencia de la luna llena. La noche de la antigüedad es el lugar del peligro: alimañas, espíritus y criminales —también los amantes— son sus ciudadanos. En torno a una luz escasa, un hombre anuncia que será traicionado por uno de sus camaradas y que el que fue primero de ellos le fallará y se comportará como un cobarde. A sus fieles les vence el cansancio y el alcohol y así, mientras todos duermen, ese hombre sale a la oscuridad de la noche y —solo como nadie lo ha estado, salvo acaso el David Bowman de “2001”— desahoga su miedo a morir, el pánico de la carne al dolor. Las fuerzas de un brutal poder organizado lo arrestarán poco después al amparo de las tinieblas. El resto es sabido.

Al lado de esto, nuestros amados mitos del mundo clásico adolecen de una fría distancia, propia de una cultura aristocrática; carne de psicoanalistas o dramaturgos del Grand Siècle. Otras veces vivaces bribonadas de hombres armados desbordantes de salud, libidinosos fanfarrones. Ni siquiera el humanísimo Odiseo alcanza esa dimensión íntima, melodramática, casi burguesa, del drama bíblico.

Estos días, nuestros congéneres inundan (a veces abusivamente) las calles de rituales de una refinada barbarie. Las ciudad se puebla anacrónicamente de velas encendidas y recordatorios de la mortalidad; de tambores, fanfarrias, incienso y sangre coagulada, mientras la luna llena hace su aparición. Ya no nos queda la fe antigua. Nos queda Bach, nos queda el miedo a la muerte y al dolor, nos queda la certeza de nuestros fracasos, nos queda el vino y los queridos amigos a los que no queremos fallar. Nuestras únicas armas —cada uno de nosotros una frágil soledad que ama— en la lucha permanente contra el tiempo, el desorden y el mal.

Andy Warhol

Dense prisa, vamos a cerrar

Como muchos otros han descrito mucho mejor que yo, pasear por las calles ya conocidas de tu propia ciudad es una experiencia torrencial. Determinadas condiciones de luz te transportan a un estado que aúna la efusión cordial y la mirada analítica. A lo largo de esas calles familiares, el decorado de tus días, conviven todos los estratos de ti mismo. Los muchos que fuiste, el que ahora eres y aquello que serás, todos van dejando una estela por las aceras y un fantasma múltiple en los cristales de los escaparates. El paseo se presta también a una disposición antropológica, la atenta consideración de lo que cambia y lo que permanece: los rituales de la adolescencia, los vicios de carácter de tus conciudadanos, transmitidos de padres a hijos, la eternidad luminosa en la que vive el niño… Asistir en definitiva al funcionamiento de ese extenso organismo que es una ciudad, lo que en ella es irreductible a ordenanzas y planificaciones.

En ese estado de ánimo pasaba de buena mañana cerca de un kiosco de prensa, anclado en la misma esquina desde que yo tenga recuerdo. En su interior una muchacha veía discurrir las horas, la mejilla apoyada en la mano, la mirada ausente, inserta en una triste mandorla de escasez. En los tiempos predigitales los kioscos eran lugares concurridísimos, hiperactivos, abigarrados bodegones con mesas supletorias que desbordaban casi la acera: prensa nacional e internacional, toda clase de revistas, colecciones de miniaturas, discos y libros. En los kioscos del final del milenio uno podía adquirir la Historia de las Religiones de Mircea Eliade, la Anábasis de Jenofonte, el Ulises de Joyce, Jara y Sedal, los últimos cuartetos de Beethoven y una revista de porno fino y alejarse silbando. Como tantas otras profesiones, la de kiosquero experimenta una decadencia cierta, tristísima, irreversible.

He percibido en las redes sociales una abierta sorna ante quienes miran con inquietud los avances de la inteligencia artificial. El horror a caer en un feo conservadurismo —el conservadurismo no es sexy, eso lo saben perfectamente los creativos publicitarios— celebra la aniquilación de un mundo y lleva a confesos izquierdistas a apostar por «soluciones creativas y eficientes», tanto en lo tecnológico como en lo moral, de un modo que hubiera alarmado hasta a Milton Friedman. A veces me parece que el no parecer conservadores (signifique eso lo que signifique) es hoy la única señal distintiva de la izquierda.

Puede resultar truculento hablar de la aniquilación de un mundo, lo admito; pero cómo no ver que esa tecnología destruirá de nuevo oficios y modos de ganarse la vida para beneficiar a una élite ambiciosa, como ocurrió durante la primera oleada digital. Entonces dio comienzo la demolición de la prensa y la industria discográfica, aplaudida por los mismos, los que sostenían que no se pueden poner puertas al campo.

El progreso no es una flecha hacia delante, a veces el tiempo supone un fracaso. El melancólico paseante ve también cómo los centros de las ciudades están ocupados ahora por franquicias. Apenas quedan negocios de particulares, ineficientes e incapaces de adaptarse, según el fervor del economista liberal. Esto no solo lleva a la uniformización de las ciudades, no es tan solo una cuestión estética; también tiene sus implicaciones políticas: aquellos negocios, eran una extensión de la personalidad de sus propietarios, ciudadanos libres. El franquiciado no deja de ser un asalariado, un súbdito.

Claro está que confundimos la decadencia del mundo con la nuestra, pero sin incurrir en la jeremiada (pecado de vejez desde que el mundo es mundo) mantengamos una rebeldía interior, especialmente ante las franquicias ideológicas, las que no permiten el menor disenso. Pero de eso hablaremos otro día.

Martin Lewis (1881-1962)

Examen de conciencia

Pronto hará nueve años que abrí este blog. Nueve años suponen casi una era geológica en el corto espacio de nuestras vidas. Para mi asombro el blog sigue vivo, si bien es verdad que su metabolismo es ahora más lento. Cada vez me resulta más difícil dar con un nuevo tema sin repetirme y cada vez soy más exigente con lo que escribo. Miro ahora algunas de mis primeras, fervorosas, entradas y siento un poco de vergüenza, no mitigada por el afecto.

Frecuentemente y con imprudencia, he practicado la efusión íntima y me he expuesto demasiado. No habiendo vivido una vida excepcional, no habiendo sido testigo privilegiado de los grandes momentos del siglo y sin haberme siquiera codeado con aquellos cuyos nombres serán recordados, me queda para ofreceros poco más que mi limitada subjetividad, lo mejor vestida posible.

Voy a incurrir de nuevo en el impudor y en la redundancia. A medida que se me agota el futuro —y no hay que hacer demasiado drama de ello, es un hecho— dos actitudes divergentes se suceden de una manera natural dentro de mí.

Está aquello que Escohotado denominaba «la dimensión de incumplimiento de nuestras vidas», que en mi caso ha sido considerable. Me apena todo aquello que pude hacer y no hice, no me perdono lo que no conseguí o no supe retener, cuanto no aprendí o experimenté. Descontento de mí mismo y de los demás, soy demasiado consciente de las debilidades humanas, incluso en aquellos a quien más quiero. El hábito frecuente de la decepción me ha hecho tolerante con ellas, aunque cada vez me irrita más la estupidez esencial de la mayoría de las opiniones —ese rastro de baba que nos obstinamos en dejar nuestro paso—, la pequeña crueldad de niño cabrón hasta en el más ejemplar de los ciudadanos, la autosatisfecha arrogancia del ignorante. Una amable misantropía es en mí casi una segunda naturaleza en un mundo en que los malos y los mediocres suelen salirse con la suya; yo mismo, mucho más mediocre de lo que esperaba.

Y, sin embargo, vivo estas jornadas previas a la primavera con un fervor loco de sufí en trance. Paseo por la calle en una especie de aturdimiento agradecido. Todo me conmueve: la belleza y la gracia de los rostros, las amables costumbres de mis congéneres, la dulzura con la que tratan a sus crías, las costumbres del gato, las ciudades poniéndose en marcha, el bullicio de los pájaros inaugurando la mañana, las mil y una formas en que el sol acaricia el mundo. Borracho de luz y de presente, de aceptación y plenitud, como un niño alocado, me asombro con lo común, me emociono con lo evidente. Adoro las historias que otros me cuentan, no dejo de asombrarme ante las posibilidades del ingenio humano. Venero, con amor y gratitud insensatos, a ese mismo tiempo que me destruye. No sé si se trata de epifanías angélicas o mero kitsch del alma. No sé —y ese pensamiento me sobrecoge—si en realidad me estoy despidiendo del mundo, antes de caer en la irrelevancia de la vejez hasta que finalmente oiga llegar al gran viento que a todos nos dispersará.

Elogio y nostalgia de la mujer desnuda

Hace no tanto, desde las ya insufribles páginas del que fue el periódico insignia de la España de la rabia y de la idea, un pintoresco vivillo o un pobre majadero ―probablemente ambas cosas― se consternaba a voces ante la presencia de cosificantes desnudos femeninos en nuestros museos. Es inevitable recordar el tan citado párrafo de Baudelaire: «Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras: inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias». Filisteos burgueses, reguladores de redes sociales o justice warriors; cambian las máscaras, pero las caras detrás son las mismas. No ver esto siempre me ha parecido síntoma de falta de finura intelectual.

A los hombres ―¡y a algunas mujeres!― les complace la visión de una mujer desnuda y esa imagen ocupa en ocasiones sus pensamientos. Qué atrocidad. Uno recuerda con una sonrisa la obsesión del adolescente por ese cuerpo posible con el que se fantaseaba, porque, amigas mías, imaginar la desnudez de nuestra interlocutora es algo que hemos hecho y alguna vez seguimos haciendo aunque, con la merma del entusiasmo venéreo, tenga ya más de melancólico ejercicio especulativo. No es algo de lo que arrepentirse, no es una violencia fruto de una mirada impura, tiene que ver con el mismo impulso que desata el delirio de la floración en los campos, que está detrás de los versos de Garcilaso y las arias de Mozart. El eros, la pulsión de la realidad por perpetuarse.

En el mito hebreo, una de las consecuencias de la transgresión de Adán y Eva es avergonzarse de estar desnudos. Eso quiere decir que en cada lugar y en cada ocasión en que dos amantes se ofrecen su mutua desnudez, regresan de algún modo al Paraíso. Porque el desnudo también nos revela vulnerables, imperfectos, tal y como realmente somos. Cómo no emocionarse cuando la amante se nos muestra en ese estado de indefensión y radical veracidad.

Su cuerpo, que es hermoso porque es un cuerpo de mujer y porque en ese instante es el cuerpo de ella, porque participa de lo general y de lo que es en ella específico: su mirada, su sonrisa y su voz van con él. Su cuerpo, que se nos aparece como un Jardín del Edén tangible, presente, una geografía de afectos, un paisaje que se camina con las manos y con los labios. Todo en él es digno de reverencia: la doble mudez orgullosa del pecho, la serenidad lunar de las nalgas, las piernas y su ternura de cierva, el valle tibio, dulce de ese ombligo donde es tan grato reclinar la cabeza, la llamarada fragante del vello púbico, la frágil, incomparable elegancia de las clavículas, los misterios umbríos de la axila, la suavidad de los hombros y la nuca, la gracia del cuello, la inocencia del pie descalzo… esos parajes que uno tanto ha amado en diversas encarnaciones y cuyo recuerdo nos acompañará como una luz en los últimos instantes. ¿Cómo no invocarlos, cómo no pintarlos, fotografiarlos, proclamarlos? Oasis de puro júbilo entre los frecuentes espantos y rendiciones del tiempo, qué corrompido por el dogma, qué íntimamente aburrido, qué fundamentalmente imbécil hay que ser para negarlos, para ver el mal en esa imagen absoluta del bien, una de las formas en que el mundo a veces se apiada de nosotros y derrama sus dones.

 Yoshiyuki Iwase

Sobre el hablar con las manos

La función de las manos es modificar el mundo. Asombroso logro de la ingeniería evolutiva, nos han permitido intervenir en lo que nos es dado con consecuencias no inferiores a las del pensamiento lógico o el lenguaje. Dije alguna vez por aquí que la mano es el órgano que hace, que da el salto de lo posible a lo real.

Combinación asombrosa de delicadeza, elegancia y precisión, de las manos brota la música, las manos crearon imágenes que duplican y amplían lo existente, fijaron las antiguas palabras y las duras leyes en soportes perdurables. La mano acaricia el cuerpo amado, bendice, delata, dispara, procura el humilde goce de la paja, consuelo de los solitarios, la mano certifica la fiebre del enfermo o te da una hostia que te vuelve del revés; las manos del ciego leen el mundo, el niño antes de ser capaz de hablar señala con ellas aquello que reclama su atención. ¿Cómo extrañarse de la imposición de manos en actos de taumaturgia, de que el mismo Dios cree el universo con la extensión de sus dedos?

Hace poco, en una sobremesa, entré en uno de esos momentos de melancólico repliegue en que las conversaciones cruzadas se transforman en ruido de fondo. Reparé en dos amigas hablando en una esquina; no me llegaban sus palabras, pero sí podía ver sus manos. Se movían sin cesar, añadiendo énfasis, ampliando el significado de una manera rica, compleja, muy bella. Ninguno de esos gestos era consciente. Imitados desde la infancia o puro instinto, quizás rasgos heredados. Cuánta delicadeza en esos movimientos ondulantes, uno podría pasarse el día mirando cómo mueven las manos nuestros semejantes, pero ya no reparamos en esas cosas.

Los viejos maestros de antaño sí que fueron conscientes de ello. Las manos de santos y de reyes, de guerreros, marinos, cambistas y mercaderes, dialogan entre sí en las paredes de los museos, una música de manos, un tejido incesante de ademanes y refinamiento, que nos habla desde los siglos. A veces, cuando leo esos autosatisfechos catálogos de exposiciones en los que con una pedantería infinita se nos convence de todas las intenciones implícitas en las “propuestas” ―yo no quiero propuestas, ¡yo quiero afirmaciones!― con las que tal o cual artista gesticula para exhibir su ego de trilero, me sale un pequeño energúmeno que le grita: sé humilde, majadero, pinta manos, pinta manos como un descosido. Haz tu labor, descúbrete ante lo humano, atrapa el sentido.