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Tras acontecimientos de cierta magnitud (elecciones, grandes atentados, epidemias o catástrofes, el inicio de una guerra) las redes sociales se transforman en una gran plaza pública donde se puede deambular, ocioso, acercándose a los diferentes corros de ciudadanos vehementes, cada uno con su verdad y su necesidad de convencer. Uno escucha, se enfada, se mete donde no le llaman, gesticula, discute tontamente con algún amigo y se queda con una sensación de tiempo perdido y la sospecha de ser más arrogante de lo que le gustaría considerarse.
En los dos últimos días no parece haber aflojado el clima de confrontación. Unos bailan alrededor del cadáver del enemigo y entre otros, al no haberse ajustado la realidad a sus expectativas, cunde una atmósfera entre el desánimo y la rabia. Ha habido una brillantísima operación política sin precedentes, que ha manejado con maestría los recursos de seducción de la publicidad, creando una emoción colectiva en torno al advenimiento cierto de un nuevo e inconcreto ciclo histórico. Tras ella, una onda expansiva de desconsuelo. La emoción colectiva es tan volátil e inestable como los activos financieros que se evaporan en cuestión de minutos en los parqués de las grandes bolsas.
Así las cosas, me atrevería a pedirnos algo a nosotros mismos, con todo el candor que supone semejante pretensión. Se trataría de que la política dejara de ser el eje obsesivo de nuestras vidas. No hago un elogio de la indiferencia, no hablo de volvernos idiotas, que es como los griegos denominaban a aquellos que se desentendían de los asuntos públicos. Sólo postulo una política entendida como compromiso ciudadano, no como una pasión destructiva o una ingeniería del enfrentamiento y la división.
Combatir con vigor las ideas sin odiar al adversario. Nuestras concepciones sobre cómo arreglar los problemas del mundo son sólo una parte de esa enorme complejidad que somos. No debería -al menos en aquellos que no se han dejado arrastrar por el fanatismo- encasillarnos. No nos reduzcamos, no renunciemos a nuestras contradicciones y a nuestras dudas.
Sí, tengo malas noticias, ese despertar de las conciencias tras el que todos abrazaremos unánimes las simples, indiscutibles verdades que nos traerán un reino de justicia, no va a ocurrir nunca. Siempre habrá conciudadanos que no pensarán como nosotros y tendrán una idea diferente acerca de la felicidad común y cómo conseguirla. Eso no los hace necesariamente malvados ni irracionales. Es compatible tener una ideología que no compartimos con ser una persona que merece la pena. Parece mentira tener que recordar esto.
Hay una vieja palabra que define esta actitud y no ignoro que hay algo ambiguo y condescendiente en su misma etimología. Hablo de la tolerancia, que últimamente y con demasiada frecuencia es vista como sospechosa, una señal de tibieza, equidistancia, cobardía burguesa o arribismo, pero que me atrevo a defender como un valor no menos necesario que el compromiso. La tolerancia no es una mera postura cosmética, es un coraje diario, una disciplina del corazón y el intelecto en la que cuesta perseverar. En los lugares y las épocas en que deja de percibirse como virtud civil, la vida se vuelve insoportable, insoportable de verdad.
Eso por lo que nos toca. A nuestros representantes –y si usted está convencido de su mendaz mediocridad, deje de quejarse y dé un paso al frente, implíquese- cabría pedirles que no consideren esta etapa que ahora se abre como el inicio de una nueva campaña de cuatro años. Que por una vez dejen de pensar en sus electores, que se olviden de nosotros y de nuestros caprichosos, histéricos clamores en las redes, pero que por nosotros sean a la vez capaces de sacrificar sus posibilidades de victoria. Que no se instalen en la erosión permanente de los rivales, en su desprestigio, en el bloqueo de cuantas iniciativas pudieran tomar. De eso hemos tenido demasiado hasta ahora y es una de las causas del peligroso desengaño actual ante la democracia representativa. Hay un aquí y ahora, hay muchas medidas que tomar, reformas inaplazables, actos de estricta justicia y no queda otro remedio que hacer concesiones, abandonar el cálculo mezquino de futuros réditos y hacer una política generosa, una política de calidad. El buen arte de la paciencia y de lo posible. Ya sacaremos nosotros nuestras conclusiones.
Juan Genovés. «Brecha» (2012)