Anoche tuve un sueño distópico. Una España futura, en el año 2040. Mariano Rajoy seguía siendo presidente del gobierno. Su fidelidad al sosegado paseo mañanero en pantaloncillos cortos y la ausencia de vicios conocidos, unidos a considerables avances en manipulación genética conservaron tal cual su muelle cuerpo compostelano. Sin embargo su mente había alcanzado una fase superior de desarrollo. Sus problemas de siempre con la sintaxis y la lógica se agrandaron y sofisticaron. Si por el 2030 hablaba como si leyera párrafos de “Finnegans Wake”, diez años después sus contadas intervenciones públicas consistían en apenas monosílabos, gorjeos de pajarito tembloroso, chasquidos, susurros que evocaban el viento en los pinos y las grandes resacas marinas. La interpretación de sus discursos oráculo era polémica y ocupaba las mejores energías de columnistas y líderes de opinión.
España definitivamente había reconciliado pasado y futuro reduciendo su economía al sector servicios y a la noble actividad pecuaria. La oveja merina pastaba en polígonos industriales abandonados tras las grandes batallas y asedios cuyos nombres los niños aprendían en los colegios. El furor identitario había vuelto a hacer que la Historia resultara animada, interesante, épica como no lo había sido desde la Alta Edad Media. Bandas de asesinos motorizados asaltaban autobuses de viajeros en Despeñaperros. Casa Marcos en Almuradiel la Real, varias veces reconstruida piedra a piedra, seguía abierta y vendiendo cajas de hojaldres de Guarromán, pero los camareros siempre iban armados. Ni que decir tiene que en esa atmósfera de caos y conflicto las relaciones amorosas cobraron una intensidad excepcional. Al escudo nacional se le añadieron las palabras “Carpe Diem”. La poesía amorosa vivía momentos de esplendor.
Vi por televisión una gala de los Goya. Hartos de las constantes críticas, los organizadores optaron por la desmesura y la ceremonia se prolongaba durante días como en los antiguos festivales sagrados. El cine español abrazaba entusiasmado y sin fisuras causas de extrema derecha. Con frecuencia el ministro de Cultura asistente era eviscerado ritualmente entre aplausos y chascarrillos de Joaquín Reyes. Ese año, bajo el lema “No con nuestro dinero”, los actores y técnicos prorrumpieron en emotivos, inacabables discursos en que se instaba a los extranjeros a marcharse de nuestras tierras y se hacía mofa y befa de la pasividad del gobierno.
Carlos Herrera ya había fallecido, pero seguía siendo un locutor estrella. Al parecer su voz era registrada desde más allá del muro del tiempo mediante una extraña tecnología de origen iraní. Costaba reconocerla, sonaba cansada y el efecto, así en líneas generales, me resultó desagradable.