Según la venerable distinción kantiana, un volcán en erupción sería un ejemplo de lo sublime. Sobre lo sublime solo pueden decirse unas pocas, balbuceantes trivialidades. Lo terrible agota el poder de las palabras, borra la misma posibilidad del lenguaje.
A los niños les encantan los volcanes, porque el hombre puede llegar a amar aquello que le aterra. Una cumbre que echa humo, la roca transformada en un fluido incandescente, la evidencia atronadora de un poder desmesurado dormido bajo nuestros pies. Yo no me cansaba de mirar las imágenes de aquellas presencias reales del infierno: densas columnas de humo que evocaban la explosión nuclear, regueros al rojo vivo descendiendo por las laderas, como una montaña que sangra, cráteres burbujeantes alrededor de los cuales los vulcanólogos, envueltos en monos plateados, saltaban mitológicamente entre las fumarolas… aprendía los nombres siniestros del estrago y sus liturgias (Krakatoa, Monte Peleé, piroclastos), me compadecía de los cuerpos vaciados de Pompeya, tan similares a los dibujos que marcan la posición del cadáver en el lugar del crimen, letras de un alfabeto del espanto.
Junto con el rayo, el viento o la ola, los volcanes fueron las primeras manifestaciones de lo numinoso. Las divinidades plutónicas fueron forjadoras del metal. Más allá de la metáfora del fuego, hay ahí una intuición poderosa, en que las fuerzas de la aniquilación y de la creación aparecen unidas en una misma imagen. El volcán de Cumbre Vieja ha acabado con hogares, huertos e iglesias, pero una nueva tierra se está formando sobre el mar. Nada se crea, nada cambia sin violencias.
Las imágenes de la erupción nos fascinan porque nos devuelven a la turbulenta juventud del mundo, nos sugieren que somos un fragmento solar aún sin enfriar, que la creación no ha terminado y nos recuerdan todo aquello que no podemos dominar. El magma se utiliza a veces como metáfora del poder oculto de lo inconsciente.
La erupción de un volcán es el escándalo, lo anómalo por excelencia. Su ciega, indiferente brutalidad nos empequeñece. Como el cáncer, como las grandes epidemias, nos habla de la naturaleza esencialmente despiadada de lo real, caos impersonal en el que somos solo un frágil, afortunado (o trágico, va en escuelas y en días) accidente, un órgano mediante el que el mundo se contempla, se conoce y se ama sí mismo y que puede ser borrado con un solo gesto.
Bajo los escombros humeantes de las coladas yacen para siempre sepultados ajuares y fotografías, instrumentos de música y «papeles que fueron vidas», naipes, camas y bicicletas, cuchillos, libros y muñecas. Un mundo silencioso y áspero, sin pájaros, sin niños, sin la risa de las mujeres, sin los sonidos de los trabajos del hombre, sin recuerdos, sin esperanzas y sin pecados. Esperando un nuevo comienzo.