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El hospital, como la cárcel o el cuartel, instaura una cruda intimidad entre desconocidos. Te abren una vía en las venas y te hacen entrega de un pijama. A partir de ese rito ya han tomado posesión de ti, ya estás dentro. Durante días compartes el tiempo suspendido, rígidamente pautado de la experiencia clínica. Vas a ser un habitante más del palacio del dolor y la piedad, ese laberinto gobernado por el conocimiento y la muerte. Aislado del discurrir de las cosas allá fuera, apenas ves a través de las ventanas de tu habitación otra cosa que las variaciones de la luz sobre patios angostos o fachadas de una inhumanidad monumental, egipciaca, sujeto a las pequeñas rutinas de cada día, la toma de temperatura y la presión arterial, la medicación, la llegada de bandejas con una comida ajena a toda idea del placer, la visita del médico, el cambio de las sábanas del lecho. Todos volvemos a la indefensión y la dependencia de la infancia, moviéndonos a pequeños pasitos, atendidos y cuidados por manos de mujer. A veces tienes que llevar un camisón con el que enseñas el culo.
La planta de cardiología es un lugar serio. Todos allí, afectados en el centro de su mismo ser, han recibido un recordatorio de su mortalidad. Los más jóvenes pasean por los pasillos, pálidos y con un aire de estupor, preguntándose por qué a ellos, por qué tan pronto. Hombres machacados por vidas de trabajo y renuncia o por los excesos de la crápula ―el vecino de cama que cuenta chistes y que sale a la entrada a fumarse un cigarrillo exhibiendo desafiante la sutura en el esternón que delata que le han abierto brutalmente el pecho, como en un sacrificio azteca― dejan pasar las horas vacías entre la ironía, el miedo o el embrutecimiento. Tienen todo el tiempo del mundo para pensar, para recordar y para arrepentirse. Hablan de cosas sencillas, las ciudades donde han vivido, las queridas costumbres del pasado, la sazón de las frutas, el precio de las habas. Algunos veteranos, módicos Virgilios, te informan del funcionamiento de ese orden al que ahora perteneces, de las peculiaridades y manías de médicos y enfermeros.
Uno comparte sus ronquidos nocturnos en noches inacabables, el sudor de las sábanas, el anhelo de escapar, ve sus botellas de orina en el baño y sus pies hinchados. A veces vuelves de una prueba y encuentras una cama vacía, imagen esperanzadora o funesta según el caso. Quise bromear con una enfermera que me llevaba a rayos X, preguntándole por las leyendas urbanas en torno a esos pasillos vacíos y silenciosos en la hora del sueño, me comentó sin énfasis ―están hechas a todo― que por esos mismos corredores igual que me empujaba a mí empujaba camillas con muertos.
Salimos del hospital, pero el recuerdo de sus insomnios yodados, del burbujeo de las máscaras de oxígeno está para siempre con nosotros, como una cicatriz o un remordimiento que ya no nos abandona. Qué grata esa agitación de autobuses y pájaros en las plazas públicas, el mundo que ha seguido su curso mientras no estabas. Uno de mis compañeros de habitación, con una infatigable sucesión de infartos a sus espaldas, no hacía más que fantasear con lo primero que haría al recibir el alta. Su sueño era atizarse un plato de migas con sardinas. Uno entiende la imponente seriedad de ese anhelo y yo, que ni siquiera sé cómo se llama, le deseo que se haya dado ese gustazo bajo el sol de Mayo y con una copa de vino. La vida es eso y poco más.
María Safronova