Todo lo gastamos, especialmente lo que más queremos. Abogados, canciones del verano, revistas, malos poetas, hiperrealidad televisiva y nuevas formas del viejo puritanismo se encargan sin descanso de trivializar y despojar de sentido los misterios del amor. Del mismo modo hemos transformado la navidad en un delirio colectivo, grotescamente amplificado, agotador. Juegos de azar, felices golpes de fortuna, crustáceas fraternidades laborales, historias edificantes, luminotecnia y alcohol, kitsch y grandes oportunidades de negocio. Un fenómeno de tales características, donde una desaforada sentimentalidad y cantidades abrumadoras de dinero son puestas en circulación en un éxtasis unánime, preceptivo, necesariamente ha de suscitar el rechazo del moralista.
Cómo poder recuperar lo esencial, lo que nos hablaban las palabras de la vieja fábula. La potencia inmensa del mito. La Navidad se construye sobre antiquísimas festividades solares, presentes en tantas culturas ―el solsticio, el instante que abre las puertas del invierno, pero en el que ya los días empiezan a ser más largos que las noches, la promesa de la vida en el mismo corazón de la muerte― pero añade varias capas de significado. A un hombre y una mujer que no son nada, unos de tantos cuyos nombres son olvidados, les sorprende la noche y el trance del parto en mitad de un áspero, forzoso viaje para cumplir las exigencias arbitrarias de unas fuerzas de ocupación. El niño que nace al calor animal de las bestias domésticas resulta ser una divinidad que decide experimentar la dulzura, el goce y la angustia de nuestra condición mortal, el dolor y la certeza de la extinción. Un niño dios que mea, caga y llora desconsolado bajo las frías estrellas de una tierra inclemente. El complejo legendario incluye cómo un ángel anuncia el prodigio a unos pastores, el más antiguo de los oficios, que acudirán a rendir un tranquilo, asombrado homenaje, incluye tres reyes sabios que vienen desde tierras incógnitas de Oriente siguiendo un cometa y una posterior huida a Egipto para salvar al niño de los delirios de un tirano.
Hay un hombre sencillo, decente como la mayoría de los hombres, que hace con sus manos mesas y bancos y arcones, que nos conmueve porque siempre queda un poco excluido de ese núcleo incandescente de la mirada absorta entre madre e hijo. Hay la exaltación de los últimos, la esperanza de que los pobres heredarán la tierra, el fervor que alimentó la lucha de esa izquierda que ahora desprecia estos días y con un esnobismo insufrible prefiere decir solsticio antes que mencionar la palabra Navidad, que grandes rebeldes como Rimbaud o François Villon pronunciaron con el respeto debido.
La Navidad es, también y ante todo, la fiesta de los niños. Celebramos un nacimiento, no es de extrañar que todo cuanto la rodea esté tocado de la delicada ternura de los seres vivos con sus crías. Algo de una luminosa sencillez se esconde en las cadencias de la música que el barroco empleaba para conmemorarla y que evoca la melancolía hipnótica de la nana, algo que está en los dulces y los regalos, en el uso de adornos de luz y color para asombro de los ojos infantiles, que se encuentran con que todo lo habitual ofrece un aspecto desacostumbrado. No nos rendimos, esperamos recuperar aquella Navidad transfigurada del niño que fuimos, buscamos el reencantamiento del mundo y aguantamos decepción tras decepción.
A veces sucede el temblor. En una comida de Navidad lejos de casa con desconocidos (y esa mesa es una patria), en las grandes treguas de la guerra, ante las tristes guirnaldas de los pasillos de guardia en los hospitales donde esa noche algunos morirán, en alguien que camina solo por las calles vacías esa noche y la visión de una ventana encendida le sosiega, en el marino que en alta mar come y bebe con sus compañeros.
No podemos permitir que el ruido se lo lleve. Lejos de toda cursilería, de todo énfasis inútil, necesitamos un instante de silencio, quedarnos a solas con esas pocas, simples verdades esenciales: que el mismo invierno alguna vez tocará a su fin, que los niños nos salvan, que a pesar de la injusticia y el espanto todavía hay fabulosas reservas de bondad en el corazón de los hombres, que los olvidados perdurarán.
