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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: diciembre 2019

Últimas tardes con 2019

31 martes Dic 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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año nuevo, tiempo

Qué levedad la de estos días finales del año. Las horas se escurren como los últimos granos en el cuello del reloj de arena o el agua en el vértigo final del sumidero. Tiempo de descuento, tiempo regalado, soltado al aire como una bandada de pájaros asustados. Llevo un par de años quemando esos instantes huidizos ante el mar, luminoso, elocuente, viejo y niño, siempre igual a sí mismo, que te habla de eternidad y cambio, de su permanencia y tu transitoriedad. Siempre me hace bien. En esta ocasión un perro muy joven corre cerca de mí, dando saltos como un locuelo por la gran extensión de la playa, feliz y empequeñecido, mientras las olas borran mis pisadas. En otro tiempo hubiera hecho en la arena un dibujo obsceno, para que luego digan que no se madura.

Luego retener el tiempo o ponerlo en fuga, no lo sé aún, dándose al vino y a alimentos magníficos, al humor negro y a la amistad por las calles de una muy vieja ciudad del sur, blanca y azul, azotada por el viento del Atlántico, olvidando los turbios, disparatados acontecimientos políticos que hemos merecido. Hacer densa la sustancia de esas horas, rescatarlas, darles sentido. Como ahora mismo, con la primera luz del último día asomando entre pinsapos y palmeras, escribiendo esta enésima reflexión de 31 de diciembre para decir lo mismo de siempre. Gratitud por lo recibido, constatar una pérdida.  Pronto los primeros días inciertos de otro año, esa escansión, esa baliza ilusoria en el continuo del devenir. Días que uno quiere como se quiere a los animales pequeños, inexpertos aún, con esa tierna torpeza de algo que comienza. El deseo paradójico de que rebose de tantas cosas buenas que duela más decirle adiós, confiando en que uno no sea indigno del don de seguir aquí,  que la desgracia mire hacia otro lado y que no deje un solo instante de asombrarme, de amar todo aquello que se nos da de suyo.

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Ambrogio Lorenzetti

La Navidad será silenciosa o no será

24 martes Dic 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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mitos, Navidad

Todo lo gastamos, especialmente lo que más queremos. Abogados, canciones del verano, revistas, malos poetas, hiperrealidad televisiva y nuevas formas del viejo puritanismo se encargan sin descanso de trivializar y despojar de sentido los misterios del amor. Del mismo modo hemos transformado la navidad en un delirio colectivo, grotescamente amplificado, agotador. Juegos de azar, felices golpes de fortuna, crustáceas fraternidades laborales, historias edificantes, luminotecnia y alcohol, kitsch y grandes oportunidades de negocio. Un fenómeno de tales características, donde una desaforada sentimentalidad y cantidades abrumadoras de dinero son puestas en circulación en un éxtasis unánime, preceptivo, necesariamente ha de suscitar el rechazo del moralista.

Cómo poder recuperar lo esencial, lo que nos hablaban las palabras de la vieja fábula. La potencia inmensa del mito. La Navidad se construye sobre antiquísimas festividades solares, presentes en tantas culturas ―el solsticio, el instante que abre las puertas del invierno, pero en el que ya los días empiezan a ser más largos que las noches, la promesa de la vida en el mismo corazón de la muerte― pero añade varias capas de significado. A un hombre y una mujer que no son nada, unos de tantos cuyos nombres son olvidados, les sorprende la noche y el trance del parto en mitad de un áspero, forzoso viaje para cumplir las exigencias arbitrarias de unas fuerzas de ocupación. El niño que nace al calor animal de las bestias domésticas resulta ser una divinidad que decide experimentar la dulzura, el goce y la angustia de nuestra condición mortal, el dolor y la certeza de la extinción. Un niño dios que mea, caga y llora desconsolado bajo las frías estrellas de una tierra inclemente. El complejo legendario incluye cómo un ángel anuncia el prodigio a unos pastores, el más antiguo de los oficios, que acudirán a rendir un tranquilo, asombrado homenaje, incluye tres reyes sabios que vienen desde tierras incógnitas de Oriente siguiendo un cometa y una posterior huida a Egipto para salvar al niño de los delirios de un tirano.

Hay un hombre sencillo, decente como la mayoría de los hombres, que hace con sus manos mesas y bancos y arcones, que nos conmueve porque siempre queda un poco excluido de ese núcleo incandescente de la mirada absorta entre madre e hijo. Hay la exaltación de los últimos, la esperanza de que los pobres heredarán la tierra, el fervor que alimentó la lucha de esa izquierda que ahora desprecia estos días y con un esnobismo insufrible prefiere decir solsticio antes que mencionar la palabra Navidad, que grandes rebeldes como Rimbaud o François Villon pronunciaron con el respeto debido.

La Navidad es, también y ante todo, la fiesta de los niños. Celebramos un nacimiento, no es de extrañar que todo cuanto la rodea esté tocado de la delicada ternura de los seres vivos con sus crías. Algo de una luminosa sencillez se esconde en las cadencias de la música que el barroco empleaba para conmemorarla y que evoca la melancolía hipnótica de la nana, algo que está en los dulces y los regalos, en el uso de adornos de luz y color para asombro de los ojos infantiles, que se encuentran con que todo lo habitual ofrece un aspecto desacostumbrado. No nos rendimos, esperamos recuperar aquella Navidad transfigurada del niño que fuimos, buscamos el reencantamiento del mundo y aguantamos decepción tras decepción.

A veces sucede el temblor. En una comida de Navidad lejos de casa con desconocidos (y esa mesa es una patria), en las grandes treguas de la guerra, ante las tristes guirnaldas de los pasillos de guardia en los hospitales donde esa noche algunos morirán, en alguien que camina solo por las calles vacías esa noche y la visión de una ventana encendida le sosiega, en el marino que en alta mar come y bebe con sus compañeros.

No podemos permitir que el ruido se lo lleve. Lejos de toda cursilería, de todo énfasis inútil, necesitamos un instante de silencio, quedarnos a solas con esas pocas, simples verdades esenciales: que el mismo invierno alguna vez tocará a su fin, que los niños nos salvan, que a pesar de la injusticia y el espanto todavía hay fabulosas reservas de bondad en el corazón de los hombres, que los olvidados perdurarán.

Adoración de los pastores

Full Fathom Five

16 lunes Dic 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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abismos, marineros, naufragios

«Full fathom five thy father lies;
Of his bones are coral made;
Those are pearls that were his eyes:
Nothing of him that doth fade
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange.
Sea-nymphs hourly ring his knell
H5ark! Now I hear them – Ding-dong, bell».

WILLIAM SHAKESPEARE, The Tempest, Act I, Sc. II

Según una bienintencionada frase hecha, no carente de perspicacia poética, estamos hechos de la materia de las estrellas. Cuando toca marcharse del mundo al que hemos sido arrojados, algo de nosotros permanece en forma de residuo. Polvo al polvo. Formaremos parte de la tierra densa y fragante de los campos, de las partículas que bailan suspendidas en un éxtasis de luz ante la ventana del aula donde un niño, de buena mañana, se aburre y fantasea con su futuro. Fruto de su inquietud, tiene nuestra especie una característica singular, nuestros restos también pueblan los fondos marinos, entre estrellas de mar, caracolas y osamentas de ballenas.

Siempre me han impresionado los testimonios de los testigos del gran terremoto de Lisboa en 1755, cuya impersonal violencia y sus cien mil muertos abren las puertas del ateísmo moderno. Las aguas del mar se retiraron y por unos instantes, antes del golpe definitivo, los ciudadanos pudieron ver los restos de viejos naufragios en el lecho del estuario. Pero hoy me gustaría hablar del destructor USS Johnston (DD-557), que se fue a pique el 25 de octubre de 1944 tras combatir con bravura en la Batalla de Samar. Le corresponde el triste privilegio de ser el pecio que duerme a mayor profundidad. 6.246 metros bajo el nivel del mar, la zona hadal, la zona del Hades, una tiniebla impenetrable donde no osan descender el calamar gigante ni los monstruosos peces abisales, una helada desolación donde apenas deambulan unos seres sacados de las pinturas de El Bosco, invariables desde hace millones de años, como rudimentarios atisbos del ser en la oscuridad de lo indiferenciado, donde nacen los peores miedos.

Pienso en los marineros que se quedaron dentro. Eran como aquellos joviales, un poco cargantes muchachos que veíamos en las películas de la época, vigorosos, saludables, con unas robustas nalgas marcadas por impolutos pantalones blancos. Ignorantes de su destino, también se aburrieron escuchando al profesor mientras miraban la danza del polvo sobre los rayos de luz, abrazaron a su perro, conocieron la dulzura de los campos de trigo, conocieron el torpe temblor de las primeras experiencias sexuales, se bañaron en los ríos a la sombra de los grandes, benévolos árboles, escucharon las palabras con que los arengó el teniente comandante Ernest Evans: «Este es un barco de guerra y voy a ir al peligro, el que no quiera ir, que se baje ahora mismo». Pienso en ellos, en su inmenso desamparo, en su inimaginable soledad, separados de todas las cosas excelentes del mundo hasta que la tierra deje de girar alrededor del sol. Pienso en sus viudas y sus novias, sus nuevos maridos y amantes, sus hijos, todos ellos turbados en las largas noches de insomnio o visitados en sueños por sus ciegos fantasmas submarinos.

Acordaos vosotros también de los buenos, valientes marineros que jamás volvieron a puerto, sus ojos vacantes vueltos hacia arriba, hacia la hermosa luz que los ignora y bajo la que ellos también se erguirán, unidos al resto de nosotros en esa conmovedora ficción de la resurrección de la carne al final de los tiempos.

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Vírgenes

06 viernes Dic 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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sexo, soledad, vírgenes

Me los he vuelto a cruzar. Aún quedan algunos. De vuelta a casa tras una noche malgastada —ellos y yo— en las calles. Muy jóvenes, aún estudiantes, en grupos de dos o tres, se retiran solos tras haber seguramente dilapidado su asignación semanal. A la distancia a la que estoy puedo oír sus ingenuas, últimas bromas. Intentan mantener el ánimo, fingir que todo ha ido bien, que se lo han pasado en grande, pero una vez más han salido en busca de amor y una vez más han regresado con las manos vacías.

Hay una diferencia, una exclusión no menos terminal que las de la cuna o el dinero. Es cuestión de un poco de suerte con la genética, haber entrado con buen pie en la adolescencia, desarrollar pronto determinadas estrategias y habilidades… O bien Venus te dispensará sus favores o formarás parte del proletariado sexual. Te toca a un lado o al otro. Michel Houellebecq, con su habitual perspicacia, intuyó muy pronto esa nueva división entre los seres humanos.

Pobres de vosotros, con vuestro aire desafortunado de seminarista, ese aspecto de haber sido vestidos por vuestras madres, un friquismo irremediable de estudiantes de ciencias a los que les gusta el rock progresivo o José Luis Perales. Hay en vuestras maneras una vacilante, ruda ineptitud, una ingenuidad bonachona. Huesos anchos y franqueza. Un presentimiento de piel cenicienta y blandura muscular y hasta un cruel principio  de calvicie. Vuestras abstinencias se miden por años. No moláis y no molaréis por toda la eternidad, definitivamente inactuales, sin gustos sofisticados, incapaces siquiera de entender esa exigente disciplina del matiz que te hace encajar en un mundo sexualmente competitivo.

Tipos que no valen ni la décima parte de lo que vosotros valéis, mediocres sinvergüenzas sin entrañas, romperán los corazones de las muchachas con su sobreactuada dureza, su barata pillería, su fraudulento aire adulto. Vosotros dormiréis esta y tantas noches borrachos y solos, soñando con todas las delicadas, bestiales dulzuras de un amor correspondido que se os niega.

No sabéis como os entiendo y como os quiero esta noche, mis semejantes, mis hermanos. Asistido por mis más bellos recuerdos, embriagado de piedad, brindo por el hambre de vuestra carne, por la quemadura del deseo en vuestros fofos corpachones, por vuestra almas que braman con la desesperación de ciervos inexpertos, por vuestro cansancio y vuestra árida soledad, por toda la ternura desperdiciada de vuestros corazones de hombres buenos, por vuestra mala suerte, porque el mundo es triste y merecíais otra cosa.

virgenes

Kenne Gregoire

 

 

The Irishman, reseña de urgencia

01 domingo Dic 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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scorsese, the irishman

Hasta cierto punto entiendo una saludable reacción a la contra en las redes sociales ante la unanimidad despertada por The Irishman, la última película de Martin Scorsese. Es difícil desprenderse de la desagradable sensación de que, tras invertir una cantidad desmesurada de dinero en el film, Netflix necesita convencernos de su grandeza, hacer de él un acontecimiento, rentabilizarlo. Algunos artículos sugieren que se trata de una película que hay que ver varias veces, joder, como si el mismo Rusell Bufalino hubiera deslizado un sobre con billetes en el cajón del articulista.

Las críticas, no obstante, suelen adolecer de una autocomplacencia de cliente puñetero, de niño mimado: es que yo a los diez minutos me quedé dormido (hace falta tenerlos de titanio, queridos), es que Al Pacino está pasado, es que no salen mujeres, es que la manipulación digital está muy mal hecha, es que es otra vez lo mismo que en Goodfellas, es que no se parece a Goodfellas, es que, es que… ignorando que Scorsese ha hecho la película que ha querido y ha sabido hacer no la que TÚ esperabas ver.

Tras meditar un par de días y revisarla de nuevo puedo asegurar que sí, que The Irishman es tan buena como aseguran. Admito que en mi juicio influye cuánto deseaba topar con un gran Scorsese tras años de obras, perdón, de productos (con excepciones que no corresponde tratar aquí) de una vistosa, exhibicionista oquedad. Scorsese parecía haberse quedado en realizador de videoclips.

The Irishman es una gran película porque habla de cosas importantes (la lealtad, el remordimiento, lo irreversible, la historia reciente de un país) y porque lo hace con autoridad. Decía Nietzsche que de ciertas cosas solo puede hablarse con grandeza, es decir, con inocencia y cinismo. Sabedor de la solidez del material suministrado por el guionista Steven Zaillian, Scorsese no tiene que recurrir a la pirotecnia y se puede permitir un trazo simple, despojado, (ya saben, el del Velázquez tardío, las sonatas de despedida de Beethoven o la poesía última de Rimbaud) que algún despistado cabronazo ha descrito como estética de telefilm. Nuestro locuaz director ya no tiene que demostrar nada a nadie, puede renunciar a muchos de sus estilemas y recuperar gozosamente otros. Es una gran película porque pasa desenvuelta de la gravedad al humor con un control impecable, porque está llena de elocuentes miradas y silencios, porque tiene un tramo final de esos en que el vacío parece hacerse a su alrededor, porque en cada escena no dejan de pasar cosas, cosas interesantísimas, porque no puedes apartar la mirada de unos actores que sin excepción (imposible no citar los cinco minutos de Marin Ireland como una de las hijas adultas del protagonista, que desmontan de un plumazo la acusación de que las mujeres carecen de peso alguno en ese universo) hacen una labor simplemente descomunal. Es una gran película porque es una despedida consciente de una mitología que el mismo director ha contribuido a crear, de todo el cine que el Scorsese espectador ha amado. Así que, querido hater, descúbrete y lávate la boca con jabón.

Irishman 2

 

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