Muchos gatos han ocupado mi regazo a lo largo de la vida. El hecho de que su compañía me complazca tanto no me impide pensar que se trata de un animal de una inteligencia limitadísima. Si da el pego es por esa actitud de desdén y esa aura de misterio de la que sabe rodearse, para delicia de poetas decadentes, abuelas inofensivas y supervillanos de la ficción. A muchas personas el silencio las hace también interesantes.
Mi gata Lola, alias la enana, criatura adorable y llena de gracia, destaca entre la grey felina por ser particularmente tonta. Es incapaz de aprendizaje alguno y, a diferencia de su hermano Rilke ―il castrato, gatazo flemático de cabeza gorda y temperamento filosófico―, en ella no ha calado la frase de Pascal que tantas veces les he repetido y según la cual la mayoría de sus desgracias le vienen al hombre por no saber estarse tranquilamente sentado y solo en su habitación. Lola, dado que es bobita la pobre, tiende a subirse a sitios de los que luego no sabe bajar. Como cazadora deja bastante que desear, pero llevada por el impulso del momento, la muy botarate se distrae con el vuelo de un mosquito o el paso de un fantasma, corre atolondrada tras él y suele quedar atrapada en lo alto de los tejados o en la copa de los árboles o en el patio del bar de la esquina o esperando la muerte tras la reja de una ventana en la calle, de la que no puede salir. Es su carácter. Lola, por ceporra, por necia, podría haber malgastado sus siete vidas muriendo de hambre, de sed, de frío o de calor, podría haber acabado en manos de una familia que igual hubiera sido más estricta a la hora de cambiarle el arenero, pero que la haría escuchar una música horrenda. Gata con mejor formación musical no la hay. Menos mal que siempre aparece su amo al rescate. La secuencia siempre es la misma: un día desaparece y durante horas no da señales de vida, la llamo poniendo ridículas voces, la soborno con platos de comida y ella permanece en un obstinado silencio. Cuando, tras llenar el barrio de fotocopias con su cara de alelada, acepto que no la volveré a ver, se pronuncia finalmente con esa voz insignificante, esa voz de libélula resfriada que tiene la muy mema y entonces veo aparecer su cabecita tras el alero del tejado y ahí está el tío. Porque Perpiñá ha rescatado a su gata en las más difíciles condiciones. Perpiñá, que ya tiene una edad, se ha jugado el tipo encaramándose a alturas pavorosas a horas extravagantes, a veces en un estado que me llegan a ver las fuerzas del orden y me retiran el carnet de conducir y de paso la custodia de ambos animales. Para los que no conozcáis la psicología de los gatos os diré que, tras maullar obsesivamente durante horas, en cuanto ven las manos salvadoras de su madre humana de puntillas en el último peldaño de una escalera desvencijada y temblona ―aunque yo sea un señor con barba, soy su madre― se retiran unos pasitos, los necesarios para ser inalcanzables, y se te quedan mirando con cara inexpresiva, en un estado de mudez perfecta o lamiéndose los genitales, hasta que uno logra cogerlos enérgicamente del pescuezo y rescatarlos.
Ayer me la volvió a jugar. Tras desaparecer durante una noche, en que tuve pesadillas de feroces choques entre bandas callejeras en las que mi Lola, tan chica, perdía un ojo y se transformaba en la princesa de Éboli de los gatos, me levanté esperando que en las primeras horas del día la vería tan pichi, estirándose con las patas sobre el cristal de la ventana, como en otras ocasiones. Nada de eso. Tras un largo rato la vi caminando neuróticamente sobre un muro donde suele quedarse perdida y donde debió pasar la noche entera, mientras las estrellas giraban sobre ella. Recordé entonces un video en que un bronceado anciano de Basora, con unas barbazas canas, discutía con unos clientes sobre la mejor manera de rescatar a un gatete que no sabía bajar del toldo de su negocio. El hombre decidió sostener en alto una silla para que el animal saltara. Me pareció una adecuada opción y volví a subir a mi vieja escalera ―que me ha mostrado sobradamente su fidelidad y su clemencia― y allí levanté una silla con los brazos, hasta que la señora estimó buena idea subirse. Una vez salvada se comió una lata entera de comida, bebió como un mulo y se consintió una siesta abismal de seis horas, para ignorarme por completo al despertar, mientras yo sentía en el corazón el mismo calorcillo que sin duda experimentó el buen anciano de Basora ―toda mi gratitud para ese varón santo y resuelto―, porque a los hombres nos complace el salvamento de animales y nos conmueven las historias en que los niños perdidos son encontrados, porque sentimos que son inocentes y no pueden valerse y no comprenden la desgracia que se abate sobre ellos. Porque merecen vivir.
Y veo dormir a la majadera de Lola y no me importa su indiferencia porque es perfecta y merece perdurar. La dejo tranquila y, ya a solas, «cuando me paro a contemplar mi estado y a ver los pasos por do me ha traído» echo de menos que un par de manazas aparecieran para rescatarle a uno de esos tranquilos naufragios, esos estados de tedio y desesperanza en que nos perdemos sin saber cómo salir, por mucho que sepamos demasiado bien cómo llegamos.

Lola, la gata escapista