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Mientras todos duermen dentro y el fuego se va apagando en la chimenea es delicioso tomarse una última copa de vino en el porche a oscuras. Las pupilas se dilatan y, bajo una luna casi llena, el insólito paisaje de un valle subtropical se dibuja de nuevo con fantasmales grados de detalle. Si a esas horas una figura se acercara por el camino, cosa que afortunadamente no ocurre, podría verse perfectamente.
Las cabezas andan algo nubladas por los efectos de un largo día festivo. Se habla en voz baja, en parte por no despertar a los que duermen, en parte porque rodeados de la bulliciosa actividad nocturna de pájaros, ranas y grillos ambos nos sentimos intrusos. También pudiera ser que ante el raro regalo del silencio no sea necesario alzar la voz
El tono susurrado se presta a la confidencia y a cierta seriedad. Hablamos de los tristes mecanismos del fin del amor, de la presencia constante de la muerte, que a partir de cierta edad siempre te acompaña, de los trabajos hechos, de planes y proyectos. Los muy heteropatriarcales ladridos de los perros resuenan por todo el valle y mi amigo me cuenta hechos de una violencia inaudita ocurridos en esa tierra cuando la rebelión de los moriscos. Iglesias en llamas con almas encerradas en su interior, la huida al monte de todo un pueblo, emboscadas con piedras y aceite hirviendo, desbandadas, degüellos y violaciones a campo abierto a cargo de las tropas reales. Los viejos buenos tiempos. Me hace notar que el paraje que nos rodea no debe haber cambiado mucho desde entonces. Cuando me vuelvo a mirarlo, mis ojos afinados por la marihuana encuadran tres montañas, la luna, dos estrellas, un planeta y un algarrobo en una enfática simetría. Todo se vuelve tan heráldico, tan trascendente y tan Kubrick que a uno casi le entra la risa.
Le comento que es muy afortunado de disponer de ese rincón del mundo para esconderse cuando es preciso. Mi amigo asiente, pero añade que para él ese paisaje no deja de estar impregnado de cierta tristeza. Sus primeros recuerdos pertenecen a esa tierra fragante de frutales, los descubrimientos y aventuras de una infancia libre. No hay cerro, me dijo, que no haya coronado, no hay trocha que no haya fatigado, poza en la que no haya flotado en un día de verano. También la iniciación en los misterios de la embriaguez y del amor que instauran la adolescencia. Y todo sigue igual salvo él, salvo nosotros, en ese decorado, encuentro melancólico entre el fin y el principio. Creí percibir como su voz se estremeció ligeramente:
-No se me olvida como olía el pelo de aquellas chicas.
Y nos quedamos un rato más escuchando el insistente escándalo de los grillos, haciendo tiempo.