Últimamente suelo atravesar a primerísima hora de la mañana un pasaje en el centro de la ciudad, una galería con algunas tiendas todavía cerradas, en las que parece que nada ha cambiado desde los años setenta del pasado siglo. En mitad del pasillo, resguardando a su ocupante de las temperaturas de la noche invernal, un rectángulo hecho de cajas de cartón, como una especie de paupérrimo sarcófago. En su interior, cubierto hasta la coronilla con una manta, semejante en todo a una momia, un hombre duerme boca arriba. Cuando mi chica y yo pasamos a su lado, todavía bajo el feliz influjo del sueño compartido, nos sobrecoge un escalofrío, un presentimiento de mortalidad.

   Esta mañana hemos vuelto a atajar por esa galería. De nuevo el sarcófago de cartón estaba plantado en la penumbra, pero esta vez una cabeza asomaba por encima, y unos brazos levantados en inequívoca actitud de oración. Sentado sobre sus rodillas, el ocupante de aquella modesta arquitectura había elevado sus manos en un gesto arcaico, en nada diferente a aquel con el que hace miles de años otros hombres saludaron al nuevo día. Una capucha cubría casi toda su cara, pero podíamos ver que era un hombre joven, negro. Tenía una voz suave con la que musitaba sus rezos, ajeno a la ciudad que se desperezaba, a cuantos aun adormilados acudían a su trabajo y a sus asuntos, al encantamiento del sol que hacía hermosas las viejas, habituales fachadas. Él, el invisible, el último de los hombres, alguien que nada tiene, se levanta cada mañana en medio de la ciudad extraña y desgrana sus oraciones, como le fue enseñado en su infancia. Ella y yo nos miramos, sentimos sin decirlo que el mundo es inagotable y extraño.

Elihu Vedder (1836-1923)