Cuando hay tantas cosas que han desaparecido de nuestras vidas y lo que nos queda por ver, hoy me ha dado por pensar en la modesta persistencia de esta divinidad doméstica y menor a la que habría que hacer justicia.
El sencillo placer de abrir una pastilla nueva y antes de sumergirla bajo el chorro del agua demorarse por un instante en la suavidad bienoliente de su forma neta, destinada como nosotros al desgaste y la disminución, hasta quedar reducida a una escasez mucilaginosa. Pececillo tutelar de nuestras abluciones, nos espera en la oscuridad cuando dormimos para deshacerse cada mañana en nuestras manos y lamer lealmente nuestra cara, arrancando los últimos rastros del sueño.
A lo largo de los años cientos de pastillas de jabón se sacrifican por nosotros, arrancan de todos los rincones de nuestro cuerpo, hasta los más impuros, las adherencias del mundo, los avances del desorden y la fermentación, dejándonos una tibieza tersa en la piel, regalándonos la ilusión de haber renacido.
Logro asequible, silencioso, de la civilización, orgullo higiénico del burgués. Su extensión planetaria derrota epidemias y acaba con el antiguo régimen.
Los jabones de la infancia. Al niño le complacen sus colores puros, su perfume ―reminiscencia y consuelo en años venideros―, la levedad irisada de sus pompas. Todo niño lo ha chupado y ha retrocedido ante su sabor acre y dulzón, de ahí la amenaza de lavar nuestra lengua con agua y jabón cuando nos oyen pronunciar las magníficas palabras prohibidas
Los jabones del pasado. El jabón de olor en los cajones de la ropa de la madre, el áspero jabón de las coladas en la ribera del río, el jaboncillo con que el sastre marcaba las telas, el jabón de afeitar, promesa de futura virilidad, el lujo humilde y fragante de las muchachas obreras que enjabonaban sus senos en los días señalados, el jabón santo del pobre, del soldado y el prisionero, el jabón turbio y bravo de los talleres, aquel que un hombre mira triste porque sabe que con él su padre se lavó por última vez las manos. Todos dejaremos una pastilla de jabón sin terminar.
Escurridizo jabón, amigo de los rostros hermosos y los placeres venéreos, sobrio y fidelísimo servidor, jabón nuestro de cada día, acepta esta oración extravagante que hoy te hago, en la esperanza de seguir por muchas mañanas recibiendo tus tímidos dones.