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Acabo de salir a tender la ropa en una pequeña terraza en la planta superior de la casa que ahora habito. El olor familiar del suavizante me ha llevado a pensar en tantas otras veces como habré repetido este rito doméstico.
He tendido en azoteas calcinadas por el sol entre las antenas y el flamear de sábanas blancas, en lúgubres patios de un gris tóxico donde los tendederos se entrecruzan como pentagramas -cada línea de ropa tendida es una historia-, rodeado de abejas y del olor del azahar y el cloro, en cables tendidos en el interior de una habitación donde tenías que abrirte paso entre la ropa para encontrar un libro.
He visto mis camisas delirar sacudidas por el viento. Pájaros y mariposas se habrán posado sobre mis sábanas alguna vez. En una ocasión fui testigo durante meses de la lenta destrucción de una camiseta que cayó sobre un tejado y que jamás sería recuperada. Su presencia acusadora bajo el sol y la lluvia a veces me llevaba a fabulosos ataques de melancolía. También he experimentado la secreta dulzura de tender la ropa interior de una mujer que amas.
Y aquí me veo otra vez, sujetando con pinzas la ropa mojada. Mi barrio es tranquilo y es de noche. Alguna ventana encendida, los sonidos del domingo replegándose sobre sí mismo antes de la inminente reaparición del lunes y la ley. Mi gato me mira como si no me conociera de nada desde lo alto de la rama de un níspero. Dentro de poco todos estarán dormidos.
Levanto los ojos hacia arriba. Siempre consideramos que la noche es el reino de lo imaginario cuando el cielo estrellado es de una sinceridad descarnada, los velos han sido retirados. Las nubes de la infancia sobre campo celeste son una mera ilusión. La verdad es la turbulenta forma del tiempo y del vacío en la que vibramos, vivos de milagro entre aterradoras desolaciones y vastas catástrofes. Esa gloria, esa soledad. Un universo desconcertante, infinitamente complejo y violento, más numinoso que cualquier idea de dios imaginable. Pero no puedes esperar que te escuche una brana, no puedes rogarle que proteja a tu buena amiga que está enferma, no puedes suplicarle que nada malo roce a tu hijo, ni gritarle el nombre que te desvela.
Miro ahora hacia el interior de la casa, no hay nadie. Todas las habitaciones están en silencio. Veo la lámpara encendida del escritorio sobre el que pasa más tiempo del que debería. Ahí discurren sus horas, ante la pantalla del ordenador, tocándose el pelo con el ceño fruncido, como si nadie le estuviera observando. Respiro hondo, a veces me gustaría dejarle ahí, con sus malhumores, sus ridiculeces y su abuso de los adverbios, con su mesa desordenada y su puto sombrero. Podría entonces alejarme saltando por los tejados hasta que me sorprendiera el nuevo día, ligero y sonriente como un desertor.