Me gustan las ferias de los pueblos. Últimos vestigios de un mundo más inocente en que la feria era el cielo de los pobres. La noche es el momento del simulacro y las luces de colores ofrecían un módico remedo de los esplendores del paraíso. Nada que ver con la mecánica planificada, eficiente, de los parques de atracciones. En los descampados y en fechas señaladas, santificadas en lejanías medievales, una casta especial de nómadas erigía arquitecturas tan efímeras como la floración de las plantas. Ciudades transitorias hechas de bombillas y vulgaridad, abundantes en baratijas, velocidad y vértigo, risas y gritos, competiciones de fuerza y destreza, laberintos de espejos, la delicadeza azucarada de las nubes de algodón, globos de helio, megafonía y fritanga.
Los niños paseaban de asombro en asombro y las parejas de novios, en el límite de la vida adulta, recuperaban por un instante esa gratitud que aún no ve la tristeza y la melancolía tras el brillo de las fachadas.
Es fácil engañar al niño. El mundo aparece ante él en todo su esplendor y novedad, un mundo de pura embriaguez y descubrimiento, donde todo es posible, entre la seducción y el miedo. A los niños les contamos historias donde los malos nunca ganan, donde los animales nos hablan y donde el poder de la magia trasciende nuestra miseria terrenal, donde la palabra “para siempre” es una promesa y no una condena. Y es bueno que así sea antes de que hagan su trabajo la costumbre, la conciencia del fracaso, el conocimiento de la maldad de los otros y de la propia vileza y debilidad.
Recuerdo la primera vez que el amanecer me sorprendió en una feria. Tras una noche de francachela la luz empezó a filtrarse entre las cañas del techo de la caseta. Las luces se apagaron y la música cesó. Todo había terminado y nos echaron a la calle. Recuerdo filas de rezagados deambulando por la fealdad de las avenidas vacantes que, sin la retórica de los vatios, se revelaban en toda su deleznable fealdad. Nos movíamos como un ejército derrotado de fantasmas borrachos, mientras el viento levantaba torbellinos de polvo, como si estuviera a punto de arrancar del suelo aquellas estructuras calamitosas.
Hay ahí una escisión. Uno puede situarse del lado de esa realidad descolorida, implacable. Uno puede apostar por la verdad del engaño y el simulacro. Yo he elegido y, mientras se acerca el momento de cerrar, antes de que nos echen a la calle, con la obstinación del borracho, sigo intentando tender guirnaldas de luces que unan los puntos inconexos de mi vida, trampantojos de sentido, imitaciones baratas del viejo encantamiento, para defenderme de la luz despiadada que nos muestra en nuestra indefensa desnudez, antes de ser arrastrados por los torbellinos de polvo.

Harry Leith-Ross.»The Fair», (1958)