Mi primer domicilio independiente fue una casa que alquilé con mi hermano en una calle del Bajo Albaicín cuyo nombre he olvidado. Estaba situada cerca de un cuartel y detrás de una iglesia del siglo XVI, la viuda de un banderillero con unos zánganos de hijos regentaba una tenebrosa tienda de comestibles en el bajo y el difunto se le aparecía en sueños. Teníamos por vecinos a uno de los clanes de delincuentes más peligrosos de la ciudad, con caballos y aves de corral en su patio y coches caros a la puerta, que cambiaban con frecuencia. Limpiarlos a manguerazos en la calle, entre rumbitas a todo volumen y explosiones de violencia verbal, era su ocupación favorita. Cuando mi madre vio dónde nos habíamos ido a vivir se pasó tres días llorando, lo que a nosotros, con la dureza inconsciente de los veinte años, nos pareció una exageración de melodrama y una prueba de filisteísmo burgués. Pobrecita. Todo era deprimente, sí, pero era nuestra guarida, que decoramos con un gusto menesteroso, aún sin refinar.
El pipiolo que yo era vivía entonces el principio de la que sería una larga relación, con un arranque tormentoso en medio de la onda expansiva de un divorcio. Las pintadas desaforadas y poéticas de un marido enamorado cubrían las paredes del barrio como una marea que llegaba hasta mi portal.
El primer y último invierno fue muy duro. En aquella vivienda de ventanas viejas hacía un frío que pelaba, un frío Dostoyevski. El dormitorio donde empezó nuestro amor era de un despojamiento extremo, con una cama de hierro que nos hacía a los dos personajes de una película española sobre la posguerra.
Subía una noche la cuesta que conducía a la casa, oyendo los gritos de mis vecinos y deseando no cruzarme con ellos. Mientras miraba las pintadas acusadoras me sentía culpable por una familia destruida, por las lágrimas de mi madre, por mis estudios sin terminar, porque no teníamos ni dinero ni futuro y por las lentillas de ella que sin querer arrojé la noche anterior sobre la resistencia de una estufa. Me detuve en mitad de la cuesta y me fijé en el campanario que se recortaba sobre las estrellas en una noche clara, detalle circunstancial el de las estrellas que añadí a lo largo de los años contando la historia con orgullo sacrílego. Me di cuenta entonces de que mi casa daba pared con pared a la nave principal de la iglesia y que, en concreto, mi dormitorio lindaba con la parte superior del altar mayor. Imaginé entonces los desvergonzados golpes del cabecero de la cama justo detrás de la cimera del retablo, inaudibles para las cuatro viejecitas que frecuentaban las tristes misas, pero quizás no para los ratones que allí habitaban, el gato del sacristán y desde luego no para Dios, al que no se le escapa una. Con una sonrisa pensé que por aquel escándalo sería siempre castigado y que jamás levantaría cabeza.
He vivido muchas vidas después de esa y Dios me ha tratado probablemente mejor de lo que merezco. Ahora lo veo de otra manera, ahora no hay templo en el que al levantar la mirada no imagine a unos jóvenes amantes muy pobres, follando con toda su alma suspendidos en las alturas, en las nubes empíreas donde se arraciman angelotes de caras campesinas. Mansos y limpios de corazón, haciéndose un destino, un poco desdichados porque ignoran todo lo bueno que vendrá, bienaventurados porque aún no sospechan todo lo que llegarán a perder.