Hay escritores que no pueden parar de escribir. Como si de una función fisiológica más se tratara, despachan sin descanso ingentes cantidades de literatura. En ocasiones excelente. De ellos, o al menos de los más dotados entre ellos, es el reino de la posteridad. No contentos con su afortunada disposición mental y su carácter robusto, suelen proclamar que esa tenacidad es virtud imprescindible en un autor. Ernesto Sabato aseguraba que si a la pregunta de “¿te morirías si no pudieras escribir?” el joven aspirante respondía que no, él le prescribía que lo abandonara. Según el jovial autor argentino, ello lo incapacitaba para ser miembro de la hermandad.
Y sin embargo existimos los escritores escasos hasta la insignificancia. Enfermedad de la voluntad, exceso de autocrítica, escepticismo, pereza misma de vivir… Años de autoexamen y buenos propósitos, cientos de euros gastados liberalmente en la consulta de psicólogos, no han logrado explicar mi magra contribución al torrente de palabrería que en tiempos consideré un noble destino. Siempre me he agarrado a algunas excusas: un violento rechazo editorial en mi juventud ―una aniquilación, de hecho― o la circunstancia de que me gano la vida holgadamente escribiendo historias como guionista y estas han perdido toda mística para mí, las he visto desnudas sobre la mesa de operaciones. Acato las decisiones tomadas desde los despachos, he cambiado finales y matado a personajes por dinero, ¿se me entiende? El soldado le acaba perdiendo el respeto a la vida, el policía ya no considera limpio el corazón del hombre («Les seuls sentiments que l’homme ait jamais été capable d’inspirer au policier sont l’ambiguïté et la dérision» decía el legendario Vidocq) y ya no encuentro nada noble en la invención de ficciones.
Es inútil, el problema sigue sin respuesta. Y empieza a ser acuciante, no soy joven y me temo que mi corazón no está genéticamente preparado para durar mucho. No tengo todo el tiempo del mundo.
Es casi un lugar común sostener que hay demasiados escritores. La feroz competencia del capitalismo extremo ―que hace décadas que abandonó los ordenaditos, aburridos valores burgueses y ahora proclama con fervor el credo woke y una visión dionisiaca del mundo muy Mayo del 68 (sin descuidar la productividad, ojo)― hacen que todo el mundo desee expresarse y gozar de ese aura de malditismo y prestigio que otorga la condición de artista. ¿Cómo no sentirse desalentado siendo una pequeñísima parte de esos miles de aspirantes a una gloria más efímera que nunca, en un medio en el que las editoriales aplican estrictamente criterios de prospección de mercado y acatan sin fisuras las tendencias del momento hasta el punto de que es legítimo preguntarse si queda en ellas alguien capaz de leer una obra y defender su valor sin preguntarse QUIÉN la ha escrito? Porque no está en juego la celebridad y sus espejismos, es que la misma posibilidad de publicar, de tener un mínimo grupo de lectores se hace difícil. Somos demasiados, estamos saturados de historias y, como alguna vez dije por estas páginas, uno siente una especie de horror sagrado a añadir una sola más a ese torrente caótico.
Carente de talento cortesano para desenvolverme en el mundo literario, refractario al zeitgeist, definitivamente inactual, cada vez que veo uno de esos decálogos sobre cómo debe escribirse con los que tantos escritores pontifican, me entran ganas de quemar mis manuscritos. Intempestivo, hosco y perezoso, escasas armas para sobrevivir a esta criba. ¿Para qué perseverar entonces? Por qué no guardar un honrado, saludable silencio. Si hay algo que necesitamos desesperadamente no es evasión, es silencio. ¿Por qué seguir haciendo ruido con nuestro ego?, ¿qué vanidad me empuja a seguir tratando de ensamblar unas líneas por aquí con cierta frecuencia, a tejer alguna narración, a inventar desdichados personajes agitándose en historias ya contadas mil veces, multiplicando el absurdo de la misma vida?
Quizás es que en los buenos momentos encuentro el pequeño placer del antiguo artesano que ha rematado su obra, figura casi extinta. Tampoco la literatura es lo que antes entendíamos por ella. Asistiremos a cambios en las formas conocidas del arte que nos dejarán fuera de circulación a casi todos. Es inevitable, también banal, pensar que quizás haya inmensas pérdidas en el proceso, pues el arte no es otra cosa que la creación de sentido.
La otra noche regresaba a casa a la hora en que cierran los bares. Una joven camarera, agotada, barría las primeras hojas del otoño de una de las terrazas que se extienden bajo el castillo fabuloso que preside mi ciudad. Esas torres y murallas llevan muertas siglos, son solo un decorado y, sin embargo, aunque la muchacha a esas alturas ni siquiera las mirara, sentía que de algún modo velaban por ella, por lo único que tenía futuro en la escena (yo mismo incluido).
Mientras tanto, mientras llegue la escoba, puedo como el buen carpintero saber que he urdido una historia con arreglo a las leyes de mi arte, sin trampas, con belleza y con precisión. Algo no del todo efímero, algo que no durará pero que acaso pueda entretener o emocionar a un lector desconocido. Esas pocas palabras afortunadas justifican quizás mi empeño, uno aprende a moderar sus esperanzas. No eran esos, desde luego, los sueños de mi juventud, pero como todo el mundo sabe, de joven se es perfectamente imbécil.
