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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: marzo 2015

La noche en que Alfonso Guerra salvó mi alma

30 lunes Mar 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Alfonso Guerra, chamanismo, marihuana

Ocurrió hace mucho tiempo y yo era ingenuo y triste. Habitaba una vivienda en el Bajo Albaicín que limitaba con un cuartel militar, una iglesia renacentista –la cabecera de mi cama muro con muro con el cuerpo superior del retablo del altar mayor, lo que hacía del amor una experiencia perturbadoramente sacrílega- y finalmente con la casa de un legendario clan de delincuentes de la ciudad: un matriarcado feroz con caballos, aves de corral y coches siempre cambiantes aparcados a la puerta. Limpiarlos a manguerazos al sol era una de sus grandes alegrías. En el bajo, la viuda de un banderillero intentaba sacar adelante un insuficiente negocio de alimentación luchando contra la desidia de un hijo endeble. A veces soñaba que su marido se le aparecía en sueños y la acariciaba y entonces lo contaba, todavía estremecida, a sus vecinas. Yo veía su patio desde la ventana de mi cocina. Sobre sus paredes, alicatadas con azulejos de una fealdad irremediable, colgaba una foto del difunto a la que el sol había comido el color. A su alrededor, formando inequívocamente un altar, un par de macetas con geranios, las orejas de un toro y unas moscas forjadas en metal del tamaño de una mano. Siempre sentía un pequeño desasosiego al tender la ropa y ver ese patio, al que aquel modesto culto funeral impregnaba de una melancólica extrañeza.

Yo estaba en el principio exaltado de lo que sería una larga relación. Ella era actriz y aquel fin de semana tenía un bolo en otra ciudad. Cuando nos despedimos me entregó un pequeño paquete con la orden expresa de que sólo lo abriera al caer la noche. En cuanto se encendieron las farolas de la calle rompí impaciente el papel. En su interior una ostra portuguesa sellada con pegamento. Al separar las valvas con un cuchillo pude ver un montoncito de cogollos de marihuana sobre el interior nacarado. No podía imaginar un regalo más encantador, así que puse una música con posibilidades psicodélicas, me arrebujé en el sofá con las faldas de una mesa camilla y me preparé un porro, tan contento, dispuesto a un par de horas de ensoñación plácida.
Más tarde supe que la marihuana provenía de unos colegas jipis de Aracena, que se dedicaban al autocultivo. Bravo por ellos.

Las cosas fueron mal desde el principio. La música empezó a resultar demasiado inquietante y me afectaba de un modo físico. Cambié un par de veces de disco pero cualquier melodía se estiraba en el tiempo hasta hacerse incomprensible. El ritmo cardiaco se aceleró y una serie de descargas nerviosas me recorrían el cuerpo. Desconecté el equipo y todo quedó en silencio, lo que creaba una insoportable sensación de inminencia. De los estrechos callejones bajo la ventana del salón llegaba alguna voz dura, susurros, un casco de caballo golpeando un muro. Nunca me había pasado algo así. La realidad se transformó en una amenaza. Atrapado en un estado de hipersensibilidad sin control, el más mínimo estímulo amenazaba con hacer estallar mi cabeza. Me refugié en el dormitorio con la luz apagada, tumbado en la cama. Se me ocurrió que la radio, una emisora común de onda media, lo cotidiano absoluto, sería capaz de arrastrarme de nuevo a la realidad. No fue exactamente así.

Media canción de Milli Vanilli se transformó en algo más intenso que la Consagración de la Primavera. La ridícula cancioncilla de aquellos efímeros tunantes había mutado en un himno de agradecimiento, luminoso y pastoral, espuma de mar, frutas y flores estallaban alrededor de la cama. No duró mucho, un familiar tema de Vangelis dio paso a los informativos. Aquella música repetitiva fue como un agujero de gusano que me arrastró de nuevo a un huracán de pánico, con algunas paradas en pavorosos vacíos entre galaxias. Las noticias desgranaron a continuación un cúmulo de atrocidades que mostraban un mundo salvaje y extraordinariamente vulnerable, al borde mismo de la aniquilación. Me di cuenta entonces de que me había agazapado en posición fetal. El corazón golpeaba a toda velocidad. Dejé de resistirme, dispuesto a aceptar todo lo que me viniera encima.

Pasaron a informar de la campaña electoral en Galicia. Por aquel entonces a un jerarca conservador se le acusó con gran escándalo (¡qué tiempos!) de gastar dinero público en una chocolatada del partido. Conectaron en directo con un mitin del PSOE, Alfonso Guerra, político dotado de una malicia ruda y temible, arengaba al público. El sonido de los aplausos y gritos llenó toda la habitación. En mi imaginación distorsionada el vicepresidente del gobierno se había transformado en una insignificante figurilla gritando a voz en cuello para sobresalir entre el estruendo oceánico de una masa mil veces más vasta que los Congresos de Nuremberg. Su voz histriónica clamaba, sobresaliendo como un triángulo en una orquesta wagneriana:

-¿Sabéis cómo vamos a llamar a este tío?

¡No! Negaban entusiasmadas las masas.

-¿Sabéis como le vamos a llamar?

¡No! Volvió a gritar un público que anticipaba, enloquecido de euforia, el chascarrillo final.

-¿Sabéis cómo?

Su voz estridente empujaba hacia el límite a una multitud fuera de sí.

-¡El merendillas!, ¡el merendillas!

Y Alfonso Guerra desapareció, engullido por una erupción solar de sanas carcajadas gallegas.

Yo también fui barrido por un ataque de risa. Reí a solas, reí como pocas veces lo he vuelto a hacer y aquella risa expulsó en el acto a la muerte de la habitación. Encendí la luz y las cosas volvieron a mostrar su lado tranquilizador. Una silla era de nuevo simplemente una silla, el desorden era el mismo de siempre y lo que tantas veces encontraba deprimente me pareció hasta hermoso. Todo había pasado. Aquel político todopoderoso que fardaba de mahleriano y que acabaría cayendo en desgracia había sido mi chamán.

En otra ocasión completamente diferente, la voz muy querida de una mujer volvería a sacarme de una de esas tontas crisis, diciendo por teléfono las palabras justas. Pero la primera vez nunca se olvida.

El día después

23 lunes Mar 2015

Posted by Salvador Perpiñá in política

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Andalucía, elecciones, política

Lo tengo difícil en un día como este. La atmósfera está saturada de electricidad política y es lógico que así sea. Cualquier otra cuestión queda reducida a la irrelevancia.

Dadas las circunstancias hay que descartar cualquier entrada de tipo personal. Carece de sentido que me ponga a escribir sobre deslumbramientos íntimos y ya de mencionar mis tristezas ni hablamos, nada de exhibir hoy mis heridas en público, uno no se abre la camisa y muestra el corazón sangrante para que encima no le hagan ni caso. Hablaremos de política entonces.

Hay algo de drama en cualquier cita electoral. Ni siquiera la frecuente aparición del esperpento contradice esta afirmación. Se trata de una guerra domesticada, ritualizada, en la que se enfrentan conglomerados de intereses y visiones salvíficas del mundo, diferentes ideas sobre cómo manejar el caos de lo real, todo ello bajo unas reglas minuciosamente codificadas para evitar que el enfrentamiento sea cruento. Aceptamos cierto nivel de hipocresía, la votación no sólo tiene su origen en un anhelo igualitario, es que ahorra mucha sangre.

El drama se representa a lo grande. Los candidatos cantan sus arias en vastos espectáculos que incluyen la participación de multitudes. Se recitan poemas, se abrazan niños, se sueltan palomas y se escupen sin medida metáforas. La política está preñada de sentimentalidad.

Y qué rico material teatral. Lealtades de toda una vida, gigantescas efusiones de esperanza, conspiraciones en la sombra, aclamaciones en las plazas, alianzas contra natura, traiciones y juramentos en falso, pactos bajo cuerda, decepciones, ascensos fulgurantes y caídas legendarias. Los candidatos no son sólo aspirantes a ejercer el poder, los percibimos siempre como personajes de un melodrama turbio, complejo, inacabable. Lo que no quiere decir que las consecuencias no sean reales.

Hay finalmente vencedores y vencidos, la familiar tarta estadística que muestra el reparto de escaños no está tan lejos del marcador de la competición deportiva. A veces no ocurren las cosas como uno esperaba, de una manera que nos parece incomprensible muchos de nuestros semejantes se empeñan en votar la opción que nos repugna.

Un rápido repaso a las redes sociales muestra hoy un nada desdeñable enfado. Y lo entiendo, a mí tampoco me ha gustado este resultado. Si bien mis simpatías políticas se mueven alrededor de la franja ideológica ocupada por el partido socialista, no me cabe la menor duda de que su permanente hegemonía en Andalucía resulta inquietante. Entristece ese conservadurismo tenaz de nuestra tierra, que la creación durante décadas de un entramado clientelar, que la pura y simple inmoralidad no sea castigada en las urnas. Y a eso añadir que el espaldarazo a Susana Díaz, la remota posibilidad de que un político de sus características se acabe alzando con el liderazgo no es algo que dé motivos de alegría.

Sin embargo hay una serie de actitudes que no puedo compartir. Todos tenemos el derecho a contradecirnos pero no se puede haber jaleado en éxtasis la voz santa y sabia del pueblo para rasgarse ahora machadianamente las vestiduras ante su crasa ignorancia y hasta cobardía al no haber votado lo que esperábamos. No se puede saltar ofendidísimo como una fiera cuando cualquiera critica a Andalucía y decir hoy “me avergüenzo de ser andaluz”. No se puede bramar contra el bipartidismo pero atacar a un partido emergente bajo la acusación de ser una marca blanca del PP. El resultado de las urnas puede lamentarse, no cuestionarse. Las urnas son una expresión imperfecta pero apelar a la primacia de una supuesta voz de la calle es ejercer una suerte de espiritismo político. Al menos el partido popular parece iniciar una caída libre y, en contra de lo que pudiera parecer, sí que ha habido un cierto cambio, dos partidos irrumpen con cartas suficientes para que podamos creer en la posibilidad futura de un saludable panorama de diversidad política, ¿o es que queremos una nueva mayoría inapelable para seguir reeditando el viejo esquema bicéfalo?

Ahora es el momento de esperar acontecimientos, ver como se comporta cada cual al mancharse las manos con la realidad. Permaneceremos vigilantes.

Puente romano

17 martes Mar 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Córdoba, ciudades, puentes, Roma

Les une la presencia abrumadora del pasado y la hoja dura del naranjo, la profusión de blancos, rojos y amarillos. Pero en contraste con la hipersensualizada Sevilla hay en Córdoba algo sobrio, neto, como una sequedad mineral, transparente, Giorgio de Chirico no anda lejos.

Allí que me planté el último fin de semana. Caminaba por la ribera del Guadalquivir bien entrada la tarde, bajo un sol violento y oblicuo, gongorino, el río fluyendo con una pereza verdosa entre el zumbido de los insectos, imagen un poco cargante del devenir. El terreno era compartido por familias con sus niños jugando y por grupos de chicos, la gloria de la adolescencia sin dinero besándose sobre la hierba, uno podía sentir a través de la tierra su sangre pulsando, enrojeciendo labios y piel.

Al final del paseo se llega a la torre de la Calahorra, que defiende la entrada izquierda del puente romano. A la altura del río y de un golpe de vista se puede abarcar la belicosidad medieval de los sillares, las bandadas de aves atravesando la luz de los arcos del puente, la robusta perspectiva de sus pilares que hace pensar en un grabado de Piranesi. Más allá de sus ojos el agua se arremolina y centellea junto a las viejas ruinas de un molino invadidas por la maleza, como en un Constable. Un pliegue del tiempo donde desembocan los siglos.

El encantamiento permanece tras subir unas escaleras y atravesar el amplio puente, el mismo sobre el que pasaba la Vía Augusta. Al otro lado una imponente puerta renacentista y un arcángel erguido sobre una fabulosa columna barroca y operística, cerca de la Mezquita. Según cuenta la piedad popular en 1578 San Rafael se apareció en sueños a un pío varón y juró que libraría a la ciudad de la peste bubónica, y es palabra de arcángel. Entre ambos extremos una corriente de felicidad sabática de clase media gozando del regalo del sol de marzo. Niños con globos y melancolías indecibles de ciudad de provincia dibujadas en ciertas caras. En mitad del puente, sobre el pretil, otra escultura de San Rafael se integra con toda naturalidad, altar votivo escandalosamente pagano. Imposible no pensar que tras cada vela un corazón sencillo suplica ser librado de un gran mal, espera el milagro, la imposible suspensión de las leyes inclementes del mundo. Después toca perderse por estrechas calles y plazas que siempre llevan adherido algo nocturno, un principio de perfume y de silencio.

Son momentos en que uno siente que todo está bien y que así debe ser. Contable de modestos arrebatos, notario de mis éxtasis, me empeño no sé con cuánto éxito en transcribirlos, en preservar siquiera un eco indeciso del esplendor de un instante en forma de palabras, turbias, triviales palabras, simulacros de sentido que ni siquiera sé quién leerá.

(De ahora en adelante nos encontraremos por aquí cada lunes. Sea.)

Culos

09 lunes Mar 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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alegría, culos, recuerdos

«I love to see you naked over there,
especially from the back»
Leonard Cohen

Se acerca la primavera y quiero darle gracias al buen dios por el jovial culo, alegría del mundo. En mi familia, pecado de cursilería, recurrían a fraudulentos sinónimos, eludiendo la franqueza de su nombre real, culo, de robusta raíz latina.

No menos admirable que el amanecer, qué sencilla y afortunada su simetría. Culo bifronte. Por un lado el insolente, humanísimo, democrático culo, cuya mera existencia aniquila cualquier pretensión de solemnidad. Todos morimos y todos tenemos uno. Papas, reyes, ministros y presidentes de consejos de administración. Es nuestra zona vulnerable al ataque, privada de visión y que no podemos ver, nuestra cara oculta de la luna (en inglés el acto desvergonzado y libertario de hacer un calvo se denomina “to moon”), la que se ofrece al enemigo en el momento humillante de la huida. Culo delirante, escatológico, que alimenta el humor de toda la infancia. Y unida inseparablemente al humor, la vergüenza, jajá, te han visto el culo.

También carácter sexual secundario, para responder al cual estamos condicionados evolutivamente. Pero aun en la imperiosa seriedad del sexo conserva su ser amigable, su irreverencia. Se recurre a posturas que permitan su visión para añadir cierto desenfado al trascendente misionero. En ocasiones, la euforia de acariciarlo, besarlo. El impulso del mordisco, la risa y el azote.

Culo que adoramos porque pertenece a una cara, culo que a veces nos conmueve, inocente y vulnerable, noble, en esa especie de sereno abandono, incapaz de mal alguno. Culos que recordamos y que han tejido nuestra vida. La figura desnuda corriendo las cortinas en un hotel en otra ciudad, el culo de la mujer dormida que jamás te volviste a encontrar, el culo nadando bajo la superficie del mar, culo edénico, cerca del fondo, entrando en la oscuridad de un pasillo en busca de un vaso de agua, el culo sobre el que dejas descansar en paz tu cabeza, los culos imaginados del deseo sin realizar, los culos amados durante años y que has visto cambiar.

Culos tibios, suaves y bondadosos, que forman parte, antes quizás que paisajes, versos y canciones, de los mejores recuerdos de una vida. El culo es una patria.

La herida

03 martes Mar 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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adolescencia, padre

En torno a los doce años, cuando la testosterona empieza a impregnar tu carne y tu sangre, desatando mutaciones y despertando el aguijón del deseo, el ridículo desciende sobre la semidivina figura paterna y empieza a disolverla, pues nada, ni siquiera el odio, es más devastador.

Antes que las primeras erecciones, la señal del fin de la infancia es ese momento en el que sin previo aviso te avergüenzas de tu padre. Tu padre era unas manos que sabían encender un fuego, una voz grave que escuchabas con los ojos cerrados, un gigante que a veces te subía sobre sus hombros. Y de repente, aquella presencia invulnerable pasa a adquirir los rasgos de un grotesco usurpador. Empiezas a despreciar sus hábitos, sus arbitrariedades y contradicciones, sus ideas timoratas, sus gustos anticuados, su nostalgia del pasado, las primeras señales de la vejez sobre su cuerpo. Sobre todo ―nadie dijo que la vida sea justa― lo desprecias precisamente a causa de sus fracasos y su insignificancia, de las renuncias que hizo por ti.

Lleva tiempo cerrar esa herida. En mi caso empezó a ocurrir en torno a los treinta y tres años, durante una experiencia con LSD. Ante un espejo vi con asombro pero sin terror todos los rostros que había en mí. Los vi de manera simultánea, el niño que fui y el adulto que era, los posibles ancianos que sería y ―esa fue la revelación― el rostro de mi padre escondido en el mío. Ahí empezó un viaje de vuelta.

Poco después me diagnosticaron una malformación cardiaca que heredé de él y que durante un tiempo me hizo obsesionarme con no ser otra cosa que una peculiar variación, fruto del azar, sobre la figura de mis padres. Luego viene esa fase en la que dejan de ser tu red de seguridad, tu último refugio en los malos tiempos y son ellos los que pasan a depender de ti, esa primera vez en que te descubres regañándoles por una trastada y, cambiados los papeles, ves como intentan justificarse con pequeñas mentirijillas.

Cuando murió yo estaba a su lado en una habitación de hospital, escuchando su respiración inconsciente. Me ausenté durante no más de un par de minutos para ir al baño. Siempre la comedia en los grandes momentos. A la vuelta todo estaba igual pero en silencio. Ya no respiraba. Tuve el ingenuo impulso de cogerle la mano, acercarme a su oído y despedirme. La elocuencia me falló y únicamente acerté a darle las gracias por todo. Qué torpe, qué poco.

Sólo una vez que desaparece de tu vida empiezas realmente a ser lo que te ha tocado ser, aunque a veces te sorprendas descubriendo manías y peculiaridades de él en ti o en tus hermanos. A veces el escalofrío de verlo congelado en alguna foto, tan extraño, tan diferente y sin embargo perdurando en tu voz, en ese rictus de los labios al posar, en tantas cosas que tú eres.

Recuerdo la primera vez que volví a verlo en mis sueños. Yo acabé habitando una larga temporada la casa en la que mis padres vivieron al final de sus días. Soñaba que volvía de la calle, cargado de bolsas llenas de viandas. La cocina estaba bañada en esa luz sin tiempo del sueño profundo. Allí estaba él, con los mismos años que tengo ahora, no tocado por la edad ni el infortunio. No nos hablamos porque no hacía falta, simplemente lo abracé. No me había dado cuenta de lo alto que era, yo apenas le llegaba hasta la cintura, súbitamente transformado en niño. Todo estaba perdonado.

The Wayfaring Stranger by The Charlie Haden Quartet

  • Henry Ossawa Tanner. «The thankful poor» (1894)
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