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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: julio 2015

Turno de noche

27 lunes Jul 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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ancianos, hospitales, vida

Hay siempre una violencia al despertar en medio de un sueño. Durante un instante quedó resonando como un acorde. Al abrir los ojos sólo la oscuridad y una franja de luz por debajo de la puerta. En ese instante ya no soy capaz de recordarlo, sueño perdido.

A mi lado el sonido burbujeante del oxígeno y la respiración rota de una viejecita que fue mi madre, reducida apenas a una pequeña, temblorosa voluntad de vivir, a un corazón que insiste en latir débilmente cuando todo lo demás se ha borrado. Cojo su mano seca y le susurro palabras inútiles de consuelo que ya no puede oír. Ella lo hacía mucho mejor cuando yo era un niño. Tras la ventana las hojas de un árbol se estremecen apenas en la noche caliente. Aquí dentro un frío de cámara industrial nos protege pero no nos conforta.

Necesidad de salir al pasillo iluminado a estirar las piernas. No hay nadie, está siendo una noche tranquila. Sólo los habituales ronquidos y estertores, alguna queja repetitiva a la que nos hemos acostumbrado. Todos han tenido una vida, tan diferente, tan parecida a la mía. Ahora igualados por ese uniforme que te devuelve a la niñez indefensa, uncidos a un dispensador de fluidos introducido en sus venas. Los hospitales, el auténtico Ministerio de la Verdad. Gigantescos hormigueros donde las muchas formas de morir, el avance del caos, se combaten con un complejísimo orden planificado, militar. Una intendencia infinita de suministros, contabilidades, protocolos, drogas y máquinas, traspasada por destellos de abnegación y dulzura. Lugares donde reina la muerte y donde triunfa lo humano, como conocimiento y piedad.

Muchos, los más, acaban saliendo de este edificio, otros no tendrán tanta suerte. No me atrevo a caminar demasiado, en las leyendas urbanas los hospitales son lugar de apariciones. En esa red de pasillos y subterráneos donde es fácil perderse debe haber una intensa y permanente circulación de almas.

Regreso a la habitación, arropo a mi madre y vuelvo a mi butaca. Me cuesta volver a dormir y siento el deseo infantil de presionar el botón junto a la cabecera, de ver entrar a una enfermera vestida de blanco y escuchar su voz queda en la oscuridad y pedirle en voz baja algo insensato y modesto, que se haga de día, que la luz entre por las ventanas dibujando los contornos del parque, que el hospital despierte y empiecen los menudos rituales de la mañana, escuchar las admirables bufonadas de una limpiadora, que de nuevo la vida allá fuera, persianas que se levantan, autobuses, jovialidad y churros en las cafeterías, niños, limones, labios, carreteras que llevan a otros sitios, la vida, de la que tanto espero aún.

Aventurillas de un señor de mediana edad

20 lunes Jul 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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aventuras, noche, Realejo

Era primavera y hacía mucho calor. Pasé el día de una fiesta a otra, como si fuera un personaje existencialista de película de los sesenta, salvo que estos suelen ser más bien delgados y taciturnos. Yo hablé por los codos.

La caída de la tarde fue de una especial dulzura y recorría las calles en un discreto estado de exaltación psicodélica con los ojos bien abiertos, pendiente de las escenas que se me ofrecían. En la Cuesta del Progreso toda una alegoría medieval. Una vieja mendiga, apoyada en su bastón, apenas puede con su alma. Muy pequeña, apenas es, envuelta en un abrigo hasta el cuello y escondida tras unas gafas de sol. Una muchacha de aspecto eslavo e insultante vitalidad la adelanta corriendo con los auriculares puestos, el pelo recogido en una coleta al trote sobre su espalda. La anciana detiene su paso y se queda mirando embobada a la joven que se aleja. Luego rompe a reír.

Más adelante, a través de la puerta entreabierta de un patio, una talla de madera cuajada de flores y orfebrería, un hombre de ojos ardientes, ataviado con una túnica de terciopelo, ensangrentado, agonizante.

La noche cayó y se fue estirando sin esfuerzo. Acabamos cerrando el último bar y ya en el instante errático de la despedida, un par de chicas de unos veintitantos años se nos acercaron. La propuesta era extravagante: acompañadnos, vamos a encender una chimenea en un lugar secreto, pero no le habléis a nadie de ese sitio.

Algunos se retiraron, desconfiados, los más audaces o más ingenuos las seguimos por las estrechas y empinadas calles del que fue el barrio judío. Una última escalinata finalizaba en la cancela de una especie de palacete abandonado. Las chicas entraron hablándonos en susurros y las seguimos. Incluso en la oscuridad era evidente que el carmen estaba en ruinas, la maleza había invadido escaleras y terrazas. Puertas y ventanas o no existían o eran incapaces de cumplir con su función. Intercambiaron unas palabras con unos chavales que estaban durmiendo al raso sobre un sofá, en uno de los porches, la noche era tibia.

Pasamos al lado de un huerto, éste sí, bien cuidado y tras atravesar tropezando un área llena de malas hierbas y muros derribados alcanzamos una especie de chimenea incongruentemente situada en el exterior. Apenas había una botella de cerveza, una luna débil y unas pocas estrellas. Una de las chicas puso una enorme determinación en recoger leña y encender la chimenea, tarea nada fácil en el estado en que nos encontrábamos y con único mechero exhausto. Nos echamos sobre unas colchas que tapaban un colchón junto al fuego. La cerveza caliente, la escasez de tabaco y el humazo acre de los hierbajos secos nos transformaron por un instante en un improbable cónclave de mendigos. A mi lado una muchacha me dijo que estudiaba ruso y árabe. Hablamos del sonido de la viola, la guerra de los Balcanes y de experiencias con sustancias visionarias, lo que no estuvo nada mal para no conocernos de nada. Cuando finalmente se consumió el fuego estábamos todos en silencio.

Los pájaros, antes de que el cielo empezara clarear, anunciaron el fin la noche. Apagamos el fuego, volvimos a atravesar la maleza y el jardín, de nuevo a punto de rompernos la crisma en alguna zanja. Las chicas cerraron el portón de hierro y bajaron con nosotros. Nos despedimos en la normalidad de la calle Pavaneras, que nos recibió como un viejo pariente. No me ha resultado difícil guardar el secreto, sería incapaz de volver a encontrar esa cancela.

If you should fall into my arms and tremble like a flower

13 lunes Jul 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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epifanía, flores, Linneo, sexo

Linneo, Carl Nilsson Linæus, Carolus Linnæus o Carl von Linné (1707-1778) fue una auténtica leyenda de su siglo, un siglo que no anduvo precisamente escaso de gigantes del conocimiento. Rousseau, poco dado a hablar bien de nadie, le hizo llegar el siguiente mensaje : «Dígale que no conozco a un hombre más grande en la tierra» (1).

Si aún hoy a bastante gente le suena el apellido de un probo científico sueco es por haber creado la taxonomía moderna y en concreto haber asentado el sistema binomial de clasificación de los seres vivos (Rosa canina, Panthera tigris, Cervus elaphus, Cannabis sativa). Tras considerarlo mucho tomó la decisión, trascendental y creo que infravalorada, de incluir al hombre en esa misma clasificación, como uno más de los seres vivos, dando lugar a esa fabulosa abstracción, el homo sapiens. (2)

Varón de energía desbordante, dado a joviales, agotadoras jornadas de campo con sus alumnos, no hubo especie en el mundo conocido que escapara a su furor clasificatorio. Desde su despacho de catedrático en Upsala mantenía una fluida correspondencia con discípulos repartidos por todo el planeta de los que recibía, insaciable, datos, información y plantas.

Carlos Linneo de sport.

Carlos Linneo de sport.

Pero lo que encendió la imaginación de su época fue el haber introducido la sexualidad en el hasta entonces casto mundo vegetal. Poetas y pintores ya lo habían intuido, pero las relaciones entre las flores y el amor devinieron en lugar común y gazmoñería. Siguiendo las ideas de Sébastien Vaillant, Linneo atribuye a las plantas órganos sexuales y crea una clasificación científica en consecuencia. Esto nos parece ahora inevitable, no podríamos concebir el mundo de otra manera, pero en su momento causó sensación que la ciencia sancionara una nueva naturaleza desbordante de eros, sexualizando el lugar de la pureza.

A la hora de difundir la buena nueva emplea todos los recursos de la persuasión. Puede ser literal y algo aburrido.

«Los sépalos son el tálamo donde se juntan los estambres y los pistilos, con su forma de cetro. Los filamentos son los conductos espermáticos, el estilo es el pasaje maternal o vagina, el óvulo los ovarios, el pericarpio el ovario fértil y la semilla es el huevo.»
(Sponsalia Plantarum, 1746)

Pero, puestos a abusar de la metáfora, podía soltarse mucho.

«Los pétalos de la flor, o corolas, no contribuyen en sí a la generación. Sirven solo de lechos nupciales que el gran Creador ha dispuesto de manera magnífica, ha adornado con generosas cortinas y ha perfumado con un sinfín de fragancias deliciosas, donde el novio y la prometida pueden celebrar sus esponsales con la mayor de las solemnidades.»
(Præludia sponsaliarum plantarum, 1729)

Y ya, definitivamente jacarandoso, observa en otra obra.

«La primavera es la época de la belleza. Todo cobra vida y florece en primavera, y todos los rincones bullen con las delicias del amor.»
(Calendarium Florae, 1757)

Es fácil comprender que a muchas almas sobrias esto les pareciera un sindiós, entre ellos el botánico Johann Siegesbeck, que calificó estas visiones de «aborrecible prostitución».

Hace años, en medio de otro verano insufrible, una amiga de paso por Madrid se quedó un par de días en mi casa. Un domingo por la mañana propuso ir al Real Jardín Botánico, idea que me pareció insensata. Me equivocaba. Paseamos por ordenados huertos, abundantes en etiquetas, que evocaban por igual las arideces del archivo y los placeres del paraíso. A continuación una serie de pabellones intentaban reproducir las condiciones de humedad, temperatura y vegetación de diferentes ecosistemas y uno pasaba con un asombro decimonónico de las sofocantes sensaciones de la selva a la seca transparencia del desierto.

Al final había una exposición de Edvard Koinberg. Con el título de Herbarium Amoris recogía una serie de imágenes que este fotógrafo, también sueco, captó con mucha paciencia de entre las especies de su jardín, enfatizando esa esencial genitalidad de las flores con que Linneo embriagó a sus contemporáneos.

Como todas las revelaciones sólo se produjo una vez. La revisión de las fotografías –extraordinarias por otra parte- no ha vuelto a perturbarme de forma similar. Recuerdo (y es un recuerdo que me hace mucho bien) una sensación incomunicable de loca alegría contemplando aquel mundo de suaves humedades, sombrías, fragantes. Insensatamente bello, secreto, indiferente. Olvidado por un único instante del tiempo que lo arrasará. Abismado en su propia perfección.

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(1) Podemos imaginar el impacto en el impresionable Jean-Jacques de pasajes como este: «La observación de la naturaleza es un anticipo del gozo celestial, la felicidad constante del alma y el albor de su completo renacer. Así mismo constituye el apogeo de la felicidad humana. Por lo que respecta al alma, es como si el hombre se despertara de un letargo opresivo y caminara en medio de una brillante luz, olvidado de sí mismo y pasando su vida en una especie de tierra celestial o cielo terrenal”. (De Curiositate Naturali, 1748)

(2)  No siempre estuvo tan fino, incluso un hombre como Linneo puede tener un mal día. No me puedo resistir a citar su clasificación de las razas involuntariamente humorística, rabelesiana, ubuesca.

Blanca (europeos)
Blancos, sanguíneos, musculosos, cabello rubio y ondeado, ojos azules, versátiles, agudos e industriosos, se visten con ropas ceñidas, se rigen por leyes.

Amarilla (asiáticos)
Cetrinos, melancólicos, rígidos, cabello y ojos oscuros, severos, fastuosos, avaros, se visten con ropas holgadas, se rigen por opiniones.

Roja (nativos americanas)
Rojos, biliosos, erguidos, cabello negro, recto y grueso, nariz ancha, cara pecosa, casi imberbes, tercos, contentos, libres, se pintan líneas curvas rojas, se rigen por costumbres.

Negra (africanos)
Negros, flemáticos, laxos, cabello negro y crespo, piel aterciopelada, nariz roma, labios abultados, mujeres con delantal de Venus y pechos colgantes, astutos, perezosos, negligentes, se untan con grasa, se rigen al arbitrio.

Les Enfants du Paradis

06 lunes Jul 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Cine

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amor fou, mimos, ocupación, teatro

A veces siento un hartazgo de sensibilidad del siglo XXI. Te descuidas y tu vida se acaba llenando serie a serie de cancioncillas indie, “shut your fuck up!” y personajes en prendas cómodas que dicen “¡genial!”.

Por eso me ha alegrado mucho volver a ver “Les Enfants du Paradise” (Marcel Carné, 1945), una grandísima película, muy bella y muy triste. Con sus hiperbólicos ciento ochenta minutos que las ordenanzas de Vichy obligaron a fragmentar en dos películas (“Le Boulevard du Crime “ y “L’Homme de Blanc”), nos seduce como el último gran festín de la novela francesa del XIX.

Hay encuentros en callejones, amantes subiendo por crujientes escaleras de madera, hay camerinos, palcos y duelos al amanecer, foyers fastuosos y mujeres disfrazadas de pájaro entre bambalinas, fatalidad y monóculos, carnavales, desesperación, infidelidades y espejos.

Marcel Carné quería hacer una película sobre Jean-Gaspard Deburau (nacido Jan Kašpar Dvořák) el maestro de la pantomima que dotó a la figura del Pierrot de los melancólicos rasgos lunares que lo harán una presencia ubicua en la mitología de los simbolistas. Jacques Prevert (guionista, poeta, inventor de los cadáveres exquisitos y letrista de Yves Montand, Juliette Gréco o Édith Piaf) detestaba a los mimos, pero quería escribir la historia de Pierre François Lacenaire, poeta, nihilista y asesino que interesó a Dostoyevski y a Foucault. Se dio cuenta de que jamás podría hacer con los alemanes una film sobre Lacenaire, pero sí introducirlo como personaje en una ficción sobre Deburau.

No fue el único azar conveniente. La mera existencia de la película es un milagro. El rodaje se prolongó de 1943 a 1944 en medio de todas las restricciones imaginables durante la ocupación alemana. En sus vastos decorados se mezclaban miembros de la resistencia con notorios colaboracionistas. Alexandre Trauner (futuro director artístico de los films de Billy Wilder) y Joseph Kosma, (alumno de Bela Bartok y el compositor de Les feuilles mortes), ambos judíos, trabajaron en secreto durante la producción, escondidos en las casas de Carné o Prevert. Resulta emocionante ver a Maria Casares, hija de un jefe de gobierno de la Segunda República y futura leyenda de los escenarios franceses, en la época en que probablemente inició su relación con Albert Camus.

Por contra, su protagonista Arletty -nombre de guerra de Léonie Marie Julie Bathiat, musa de pintores que desafiantemente hizo toda su vida lo que le vino en gana y que murió muy viejecita- no pudo asistir al estreno, encarcelada por haber mantenido relaciones sentimentales con Hans-Jürgen Soehring, un oficial de la Luftwaffe (que moriría años después en el Congo Belga, atacado por un cocodrilo, la vida es muy extraña). Al respecto de ese affaire se le atribuye el comentario: «Si mon cœur est français, mon cul, lui, est international!»

“Les Enfants du Paradise” es un afectuoso homenaje al teatro, pero también una asombrosa, febril historia de amor, donde cuatro hombres: un mimo que no es de este mundo, un actor narcisista y libertino, un brillante criminal y hombre de letras y un aristócrata cruel, víctima del ennui, luchan en vano por retener a Garance, una mujer de naturaleza insobornablemente libre que siempre acaba escapando de sus amantes. Semejante historia era impensable en el cine americano de los años cuarenta. Lo sigue siendo ahora.

Un último comentario sobre los “enfants du paradis” del título. Se trata de los ocupantes del gallinero, lo que los ingleses llamaban “the gods”, los jóvenes trabajadores que copaban tumultuosamente los asientos más baratos, arracimados cerca de las escenas celestiales que poblaban el techo, a veces sentados a horcajadas sobre los pretiles para celebrar ruidosamente los lances de representaciones con títulos como “Los peligros de la selva virgen” o “El crimen y la virtud”. Jacques Prevert amaba a ese público robusto, sincero, vital, en cuyo entusiasmo creía encontrar -como el Preston Sturges de “Sullivan’s Travels”– la salvación del artista.

En la película, Marcel, el director del Théâtre des Funambules se expresa de manera elocuente al respecto (durante todo el film los diálogos de Prevert, tan antinaturales como fluidos, son admirables).

“¿Y por qué?, porque nos quieren castigar, ¿y por qué?, porque nos temen. Saben que si hiciéramos comedia tendrían que cerrar con llave sus nobles, grandes teatros. Allí el público se duerme con sus tragedias polvorientas y sus momias que se desgañitan sin moverse.”

Eso pensaba Jacques Prevert de sus predecesores, eso pensaron luego los muchachos de la Nouvelle Vague del tipo de cine que Prevert, Carné y “Les Enfants du Paradis” representaban (1). Prosigue el bueno de Marcel.

“Mientras que los volatineros son algo vivo, que emociona y vibra. ¡Extravagancias!, ¡la magia con apariciones y desapariciones!, ¡como la vida misma! Y luego el zapatazo y el palo, ¡como en la vida misma!… y el público es pobre, sí, pero es de oro mi público, mire, mire allá arriba… ¡el gallinero! ¡el gallinero!”

Imposible no estar de acuerdo, ¿verdad?, aunque a poco que se piense descubrimos que debido a un largo proceso histórico y cultural que otros estarán en mejores condiciones de describir que yo, pero entre cuyos hitos sospecho que está el estreno de «Star Wars» (una fecha negra para la historia del cine) y el ascenso meteórico de Silvio Berlusconi, se ha consolidado una relación esencialmente depravada entre los chicos del gallinero y los empresarios del espectáculo. Un rápido recorrido por los canales de televisión basta para confirmarlo. Relación que hace definitivamente imposible que vuelvan a darse las condiciones para que pueda hacerse una película como “Les Enfants du Paradise”. Como tantas veces repite ese villano fabuloso de Lacenaire: “Absolument pas!”

Les enfants

(1) Truffaut, ya en los ochenta, tuvo la generosidad de declarar: «Je donnerai tous mes films pour avoir réalisé Les Enfants du Paradis »

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