Soy de esos espectadores que no necesitan enterarse del “significado” de una película. Me gustan los enigmas, aunque no sin condiciones. El enunciado de un enigma debe ser simple y bello. El problema de Tenet no es la paradoja temporal en la que se basa, algo relativamente simple de entender, sino su farragosa exposición. Por poner un ejemplo, 2001 es un enigma, pero Tenet es un galimatías. Como ya le ocurrió en Inception, Christopher Nolan crea un mundo con unas leyes tan complicadas que tiene que adjuntar al mamotreto unas agotadoras instrucciones de uso y, sin embargo, jamás se habrá visto una película con unos diálogos tan explicativos y que expliquen tan poco. Mezclar las películas de James Bond, los asombros de la mecánica cuántica, el melodrama de madre no hay más que una y su poquito de Borges, haciendo uso de personajes apenas esbozados y bañado todo en una sensibilidad nerd de gorra con visera, documental de viajes y una poética de Silicon Valley, sin que falten Grandes Frases Enfáticas, requiere un pulso firme para no estrellarse con todo el equipo. Reconozcamos que Nolan tiene ese pulso, porque la película, adecuadamente aparatosa, se deja ver aunque todo ocurra ante nuestros ojos de manera arbitraria, sin que llegado cierto punto nos molestemos siquiera en entender ni cómo ni por qué, entre el estupor y la risa floja. Me temo que resultar ininteligible o no someterse con humildad a la verosimilitud (que es el juramento hipocrático del guionista) no es una apuesta de estilo, es una limitación.
Solo añadir que cada vez me cansa más el culto obsesivo a la eficiencia en el audiovisual americano de las últimas décadas. Del mismo modo que en la antigüedad el arte hacía suyos los valores aristocráticos y ensalzaba lo heroico, en este siglo el geek triunfante exalta una asertiva, grosera, insoportablemente locuaz profesionalidad. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.
Me has mandado una vieja fotografía, hermano. Una fotografía que no recordaba. Allí estamos los dos, en un pasado ya tan lejano que espanta, dos niños con la cabeza gorda, dos micos vestidos igual, asomados a la luz de un mundo recién creado. Ante nosotros una caída de seis pisos desde la que tantas veces nos lanzamos a volar en nuestros sueños. Frente al balcón se está construyendo un edificio. Hay unas macetas que mamá cuidó, que nos parecían estar ahí desde siempre y nunca ―como nuestros padres, como todas las cosas― dejarían de estar. Qué fue de aquellas macetas que florecían sin poder evitarlo cada primavera. La foto seguramente la haría papá e imagino su sencilla alegría ante aquella doble pequeñez que era una consecuencia de él. Jamás sabremos si la foto surgió de un modo espontáneo o nos hizo posar, si intuyó hasta qué punto aquella imagen estaba cargada de significado.
¿Te acuerdas de aquel tiempo? Alberto y Salva, Salva y Alberto, nuestros nombres siempre sonaban unidos, no podía concebirse que fuera pronunciados por separado. Éramos mellizos, parecidos pero no iguales. Uno era rubillo y otro moreno, uno más vivo y el otro más tímido, ahora yo exhibo una figura orsonwellesiana y tú gastas un tipín, tú tienes una familia y dos hijos espléndidos y yo vivo en el melancólico abandono del soltero, que quizás imaginas atractivo porque todos fantaseamos con lo que no tenemos.
Pero entonces éramos dos formas diferenciadas de lo mismo, ¡un fenómeno de la naturaleza! Nuestros padres, mucho más jóvenes que nosotros ahora, probablemente más ingenuos, vivieron una guerra en su infancia y tras muchos intentos fallidos nos tuvieron a los dos y se holgaban de vernos crecer tan iguales, tan distintos, con ese algo vagamente humorístico que tiene la repetición. Hay un enigma en la la idea de ser hermanos, algo sagrado multiplicado en nuestro caso porque vinimos al mundo a la vez, una mañana ardiente de agosto. Todos los padres cuentan a sus hijos los apuros y pormenores del día en que nacieron. Sus plegarias fueron atendidas, sí, pero criarnos a dos no tuvo que ser fácil. Con qué dulzura nos hablaban de la crónica falta de sueño que nuestro doble insomnio les causaba.
Existe una grabación de nosotros en una bobina magnetofónica, un poco tontos y folloneros, como todos los niños. Aún la conservo, pero ya no hay magnetófonos de bobina abierta. Probablemente no volveré a oírnos. Jamás nos aburrimos. Compañeros constantes, aliados sin jerarquía. Descubríamos el mundo a la vez, las magias del cielo estrellado, la amistad del mar y del perro, los ritos de la religión y la existencia del ángel, la picadura de la avispa y el sabor amargo de las medicinas, la exploración de los bosques y las aventuras nocturnas en la habitación de soñar que compartíamos, presidida por una anunciación del Trecento. Nos bañaban juntos, cuidábamos el uno del otro, nuestros cuerpecillos encajaban dormidos en la parte trasera de un Renault 8 que atravesó España tantas veces. Juntos tripulábamos submarinos y nos perdíamos en la superficie lunar, saltábamos de una cubierta de barco a otra, moríamos y resucitábamos en batallas de mentira. Si no había juguetes peleábamos como hacen las bestezuelas. Teníamos nuestros secretos, nuestras bromas y palabras privadas que hemos olvidado.
Y aquello ya no fue. Crecimos, conocimos por separado las glorias parciales, las amarguras y decepciones de la condición humana. Los labios de las mujeres que nos amaron pronunciaron nuestro nombre solo, ya no adherido al del otro. Ahora somos dos señores ligeramente excéntricos, huérfanos de padre y madre. Las hemos tenido de todos los colores porque tampoco es fácil aguantarnos. Uno de los dos se irá antes, y qué solo se quedará el otro, qué roto, qué inútil.
Al principio hablé de un pasado lejano y sin embargo siento que, al contrario, estamos más cerca de aquellos días que nunca. Aquellos días cuyo misterio me alimenta y me estremece y que quiero conservar en mi corazón, hermano, no olvidar lo que fuimos, lo que somos, lo que ni el tiempo, ni la aspereza de la vida nos pueden ya quitar.
Entre los hallazgos más felices del habla popular española se encuentra ese desplazamiento de sentido mediante el que el trozo de pan ácimo utilizado en los grandes misterios eucarísticos acaba nombrando el batacazo, la costalada, ese momento primordial del humor. No es algo del todo arbitrario.
Hostia y risa. Causa y efecto que algunos verán como algo bárbaro, señal de un alma tosca e insensible a la desgracia ajena. Me permito dudarlo. No importa la sofisticación de tu mente, no importa si te divierte el último monologuista de la costa Este o lo tuyo es la risa tetánica de Houellebecq, no podrás resistirte al resbalón, a la caída aparatosa del congénere. Alma de la pantomima, apocalipsis irrisorio que desbarata en el acto nuestro orgullo bípedo; ha hecho reír a niños y ancianos, caldeos y macedonios, al tuareg y al lapón, al monje y al samurai, a Montaigne y a Beethoven, a Darwin y a Wittgenstein (bueno, a Wittgenstein quizás no), a Stalin y a Landelino Lavilla.
No hablo, claro está, de la hostia cruenta, hablo de la hostia espiritualizada del cartoon y las películas silentes, llenas de caídas por la escalera y traidoras pieles de plátano, de las grandes caídas de culo del payaso. Hostias de inmortales, hostias felices que no matan ni quiebran el hueso. Los niños, que solo responden a lo trascendente, las ven y es que no pueden dominarse; incluso en el trance trágico del patatús, cuando una señora cae desmadejada y se le ven las bragas, ay, qué risa.
Sacramento de la existencia, hostia santa. Dios se encarna en el hombre, el hombre se da unas hostias de órdago. Todas las formas de vida entran en el ser y encuentran resistencia, porque todo se nos opone y el cuerpo falla, los objetos son impenetrables y la gravedad (¡qué nombre excelente!) nos impide la alegría del vuelo y nos hace cautivos melancólicos del suelo y su dureza. A veces vencemos una resistencia y vienen la plenitud y la euforia. La derrota, más común, es por el contrario el principio de toda tristeza. La hostia simboliza todo eso, la hostia te muestra, pedagógica, que el mundo no está a nuestro favor; resulta así un inquietante recordatorio del modo en que acabará con nosotros, porque la banca siempre gana. Fijaos en la expresión del niño que pasa de la alegría del juego al morrazo. Antes de romper a llorar hay unos segundos de estupor, que son un «¿por qué?» y luego un «esto no puede ser» y por eso, finalmente, el llanto: porque no se lo esperaba, porque ya no tiene remedio, porque no se puede desandar el tiempo y la hostia ya no se la quita nadie, porque sabe que ha fallado y necesita consuelo. Y así toda la vida.
La hostia tiene un valor igualador, edificante. Se hostia el rey y se hostia el papa, el policía y el gran follador, qué risa en especial la hostia del pedante. Hasta el gato, dotado de superpoderes y de una suprema elegancia se estampa a veces contra el cristal o cae desmañado cuando intentaba saltar de uno a otro muro y entonces disimula, gatuno y digno, porque no quiere que nos riamos de él. ¡Con qué eficacia liquida para siempre la soberbia! Porque, amigos, el recuerdo de una hostia de las buenas es imperecedero y acompaña para siempre al hostiado y a los allí presentes, que seguirán hablando de ella años después. Políticos y divos la temen, una buena hostia bajando las escaleras del avión ―la mueca de alarma, el manoteo inútil― puede hacerte perder unas elecciones… la hostia proclama «recuerda que eres mortal» y el testigo del jalmazo se inclina sobre un nene que ya empieza a temblar de risa a su lado y le dice «mira hijo, torres más altas han caído».
Nos divierte la hostia ajena porque revela nuestra esencial naturaleza de proyectos de un fracaso. ¡Y claro que somos un fracaso!, ¡un fracaso estrepitoso!, se nos han dado los gozos de la vista y el amor, las olas, el milagro frecuente y humilde del pájaro, los churros, Bach y la cara de Jane Birkin y todo se nos arrebatará porque al final nos morimos, nos morimos todos y mucho más pronto de lo que nos gustaría. Es esa conciencia de nuestra común imperfección la que resuena tras la risa, y por eso ahora veo a ese señor que menuda hostia que se ha dado en la esquina de Correos y esa risa que me entra es una forma de amor, es un querer abrazarlo mientras intenta levantarse todavía aturdido y reconocerlo mi semejante, mi hermano. También un «no yo, no todavía» y un rebelarse contra lo inevitable, un desafío, un decirle a Dios: «cuando te vea te voy a dar dos hostias bien dadas por habernos hecho esto».
La Ilustración supone el guillotinazo de salida de la idea de Progreso, del simultáneo proceso de demolición del Antiguo Régimen y el viejo Dios. Siempre me ha extrañado que esta última tarea no se efectuara con una desesperada melancolía, ya que certifica nuestra segura aniquilación. Al contrario, el desmantelamiento de nuestra más antigua ficción se lleva a cabo con un extraño júbilo, con la contagiosa alegría de una liberación. Al acabar con la Gran Figura Paterna creíamos, exaltados, acabar igualmente con la culpa, ese molesto bichito que devora parasitariamente nuestra mente y lastra la fuerza creadora de nuestros instintos.
La culpa tiene una pésima reputación. Residuo de la infancia de la especie, debilidad de mal gusto, enfermedad indecorosa del alma que nos empuja a la neurosis y da el salto al mundo físico en forma de patologías digestivas, dermatitis y cáncer. Un horror. Los psicólogos diseñan terapias y administran fármacos para aliviarnos de su peso.
Dos siglos y dos guerras mundiales después, alcanzamos a finales de los años sesenta una nueva inocencia. El hombre no tiene ya nada de lo que avergonzarse, dueño absoluto de sus actos. Su deseo es su única ley, nada de cuanto imagine o sueñe es impuro, no hay condena porque no hay pecado. Los placeres de la carne son conocimiento, la embriaguez aventura. No habrá ya nada suficientemente sagrado para ser protegido del poder disolvente de la risa. En los ochenta se amplía la amnistía con el concepto de los guilty pleasures, ya puedes confesar que te gusta la música de consumo o las comedias sentimentales; demonios, hasta forrarse deja de estar mal visto, el codicioso deviene emprendedor, alguien que persigue sus sueños a base de intuición pura, disciplina y resolución.
Y sin embargo… treinta años después esa culpa contra la que tanto combatimos vuelve por sus fueros, desbordando sus límites iniciales, hipertrofiada de un modo grotesco, en lo que a algunos antipáticos sospechosos se nos antoja un delirio colectivo.
La culpa es ahora retrospectiva e ilimitada. La práctica del online shaming permite que un chiste o un comentario hecho hace años pueda acarrear consecuencias catastróficas a la velocidad de la ira ―las almas bellas gustan de denominar “consecuencias” a las prácticas represivas de la “cultura de la cancelación”―. Personas emocionalmente frágiles e inestables, incapaces de aceptar una opinión que contradiga su visión del mundo, exigen y arbitran un virulento mecanismo de venganzas y derogaciones. Una neolengua de eufemismos se expande, caduca y renueva sin cesar. No herir, no ofender se torna idea fija, todo es renombrado en la creencia de que modificar el lenguaje modifica el mundo y ¡ay de quien ose volver a las antiguas, crueles, inmundas palabras! Estrellas del espectáculo, deportistas y políticos se entregan a aparatosas exhibiciones de arrepentimiento público porque en su juventud dijeron algo indebido o tuvieron lo que, con suprema gazmoñería, se llama «una conducta inapropiada».
La vieja culpa se veía atenuada por el olvido y el perdón, pero no existe el olvido en la sociedad digital y tampoco el perdón, porque la culpa va más allá de nosotros y de nuestra voluntad y se extiende a lo colectivo. El “privilegio”, la nueva versión del pecado original, nos estigmatiza como réprobos por el hecho de pertenecer a mayorías opresoras. Somos responsables de los pecados de nuestros padres y nuestros antepasados, de nosotros solo se espera que guardemos un decoroso silencio avergonzado.
Es difícil combatir semejante estado de opinión, el sentimiento visceral suplanta a la lógica y a la razón y permite a sus entusiastas sostener una cosa y la contraria con envidiable desenvoltura. El corazón manda. A los disconformes, en el mejor de los casos, se nos ridiculizará como entrañables cascarrabias inadaptados en ese nuevo orden que inevitablemente ha de venir o, a las malas, se nos señalará como cerriles enemigos del débil y el desamparado. En ciertos entornos es tan problemático pronunciarse que lo más sensato sería callar y esperar a que escampe, para evitar una suerte de muerte civil. Pero es mucho lo que nos jugamos. Alguna vez hay que plantarse y decir tranquilamente no. No al matonismo intelectual, no al ignorante desconocimiento de la historia y de nuestras debilidades, no a las furiosas exigencias de una perfección monstruosa, no ―y este es el no más difícil― a las lágrimas del victimismo que manipula. Porque solo la circulación abierta de todas las ideas nos ha hecho más libres, porque solo un pensamiento sin ataduras nos hace iguales, porque cada vez que se silencia una opinión somos menos humanos.