La prensa –es su condición- abunda en hechos atroces. A veces la concentración de espanto es tal que pueden pasar desapercibidos tremendos, valiosísimos dramas en sordina.
En este caso la noticia se limitaba a informar acerca de la denuncia contra un poeta de provincias, ganador de varios premios literarios, que se habría entregado al plagio durante años, utilizando liberalmente versos robados de aquí y de allá. Parece que le han pillado y se le va a caer el pelo. Nada conozco del hombre, de su vida o de su obra. Podría ser inocente, igual es de los que plantan cara, igual todo es un episodio de una guerra ruin entre camarillas poéticas. Pero imaginemos por un instante que los hechos son tal y como se nos han relatado.
Tenemos un premiado poeta local, que ha alcanzado una modesta forma de gloria. Alguien que se desenvuelve como pez en el agua en el circuito de presentaciones de libros y recitales poéticos. Viaja con cierta frecuencia, manteniendo el contacto con autores de otras ciudades, en esa conmovedora, ecuménica amistad de resistentes que los poetas practican. Apoya causas con su firma y el don de sus palabras.
Todavía hoy los poetas tienen un aura, una condición vagamente sapiencial, de oráculo. Hasta el menor de ellos ha dado con un verso que le justifica, que puede llegar a ser una epifanía para algún adolescente, revelándole eso que aún no sabe nombrar ni explicar o –para lectores por los que una vida ha pasado- la constatación de una perplejidad o una melancolía.
Nuestro poeta ha conseguido, sí, una voz y un nombre, quién sabe si en los bares no se habrá valido alguna vez de ellos en la búsqueda del amor casual. No juzguemos las pequeñas vanidades, pueden llenar una vida.
De repente el desenmascaramiento y la brusca caída en la insignificancia. No se trata tanto de una reprobación moral como de la evidencia de un ridículo. Sus versos hablarían sobre las claridades solares y la maduración de los frutos, sobre la sangre bajo la piel, las nubes, las olas, el olor caliente de los sembrados, la risa de la carne, las hogueras tristes del deseo, nombrarían lo innombrable, lo que aún no ha podido ocurrir, aquello que falta y no sabemos qué es, rozarían la naturaleza misma del tiempo y del misterio, pero lo habrían hecho con una voz que no le pertenecía. Nada valen y nada queda detrás.
El aviador que ha participado en bombardeos puede agarrarse a la idea de la obediencia debida para no perder la cordura. Él no puede agarrarse a nada, lo hizo por ganar premios y porque se supo sin el talento suficiente. Puede que se engañe pensando que su personal alquimia de versos ajenos era en sí interesante. Cuéntale eso a tus colegas poetas, que se lo pasarán en grande durante años despedazándote a pie de barra. Cuéntale eso a tus hijos cuyos compañeros no habrán perdido semejante oportunidad de humillar a un congénere, calma con palabras su vergüenza, esa fiebre lenta.
Nada volverá a ser igual. Dejarán de llamarlo para lecturas y presentaciones. ¿Qué les dirá a sus amigos, sobre los que ejercía alguna forma de magisterio?, ¿qué les dirá a sus alumnos, sus compañeros de trabajo, a los libreros de las librerías que frecuentaba?, ¿qué sentirá su mujer cuando por las noches la abrace con su cuerpo frío y desacreditado, para siempre desnudo, expuesto, trivial?, ¿con qué palabras podría de nuevo encender su corazón?
Pasará el tiempo y todo se habrá olvidado. Lo imagino en una tarde desapacible, atravesando una plaza pública de su pequeña ciudad, donde el viento menea unos irrisorios arbolillos y la llovizna empieza a empapar sus ropas a la hora en que los escaparates se encienden. Esas viejas, queridas calles donde alguna vez se soñó inmortal. Sobre esas tristezas dominicales de farolas y aceras mojadas tenía algunos versos, ya no recuerda si eran suyos o no. Se detiene un instante, la lluvia fría sobre su frente. No sabe exactamente a dónde quiere ir, un olor a lana mojada sobre los hombros, un sabor indeleble a café con leche en su boca de mentiroso.