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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: mayo 2016

Proactividad

31 martes May 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Observaciones

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miedo, proactividad, Ridley Scott

El otro día intentaba explicarle a un amigo mi escaso aprecio por la película “The Martian”, de Ridley Scott, director que combina con desparpajo pericia técnica, competencia profesional y una desesperante ausencia de personalidad. La ciencia ficción de los 60 y los 70, con la que me crié, solía ser sombría y malrollera, sus distopías abundaban en personajes taciturnos, complejos y con frecuencia atormentados. Incluso en el caso de los apenas definidos Dave Bowman y Frank Poole, de “2001: A Space Oddisey”, su inexpresividad nos transmitía de una manera eficacísima la inimaginable experiencia de alienación y soledad del viajero interplanetario.

El guión de Drew Goddard, basado en un best seller de Andy Weir, arroja por la borda, como al final hace su protagonista con el lastre de su nave, todo asomo de angustia existencial, dentro de ese espíritu dinámico y positivo encarnado en las charlas TED y esa plaga universal de los pulgares levantados. “The Martian” se erige de este modo en algo así como “El Acorazado Potemkin” de la eficiencia.

Su héroe, Mark Watney, abandonado por error en las vastas soledades de Marte, se enfrenta resueltamente a la adversidad sin permitirse apenas un instante de desaliento pero, no contento con ello, demuestra a cada instante que es un tipo enrollado y el yerno ideal, prodigando un sentido del humor de monologuista para todos los públicos. Robinson Crusoe era otro homo faber, laborioso y determinado, pero al menos de vez en cuando le daban unas bajonas de órdago.

Todo el equipo de la NASA y sus mismos compañeros de tripulación, que regresarán como un solo hombre a rescatarle, son así mismo sanos, divertidos, desenvueltos, solidamente estructurados pero emocionales (¡al diablo con las órdenes, tenemos que salvar a Mark!). Cada uno no solo es resolutivo y solvente en lo suyo, sino que encuentra siempre un instante para soltar un wisecrack que alivie un poco la insoportable tensión acumulada durante los segundos de película en que no se oye una gracieta. Ni una sola concesión a la melancolía, la llegada al cráter Schiaparelli tras un viaje de semanas por la superficie marciana se acompaña con el “Waterloo” de Abba para dar buen rollito. Al final todo se resume en una frase: “Cuando las cosas se pone feas es cuando hay que trabajar duro”.

Resulta fácil tomárselo a risa, ¿no? El sempiterno just do it, esas cosas de los americanos, esa filosofía de manual de autoayuda. Pero haríamos mal despachándola con condescendencia, al fin y al cabo es ese el espíritu del tiempo. Las redes, en tanto que podamos considerarlas su reflejo, combinan sin problemas una visión catastrofista del mundo (la política es el recinto admitido de la rabia) con una desaforada actitud positiva en lo personal. La queja, la angustia, la desesperación, son vistas como una indelicadeza y hasta como una temeridad, nuestro paso por la web puede ser rastreado por aquellos de los que quizás dependa nuestro puesto de trabajo y que esperan de nosotros proactividad y resiliencia. Se concede exhibir las propias debilidades a condición de hacerlo de manera desenfadada. Hay ciertas cosas de las que no se habla y su ocasional aparición es tan inconveniente como la de un trozo de material radiactivo. ¿Qué necesidad tenemos de regodearnos en las zonas nocturnas de nuestra mente, quién quiere escuchar al adolescente narcisista instalado en la queja, al neurótico inadaptado, al severo aguafiestas?

Sí, de acuerdo, es verdad, todos estamos heridos, todos somos vulnerables. Cualquier hecho trivial de la infancia nos crea una cicatriz primera que no hará sino agravarse con los años tras el paso por la adolescencia, sus desconciertos y sus traumas humillantes, las cargas de la responsabilidad en la edad adulta (sustituida en los últimos años por la incertidumbre respecto al propio futuro), sucesivos desengaños y pérdidas y la consciencia de lo irreparable y de la labor del tiempo. No conozco a nadie de más de treinta y cinco años que no esté como una puta cabra. Pero entiendo que optar por el encierro doméstico, atiborrándose de sustancias ilegales y comida basura, encogido en posición fetal en el sofá, no es una opción recomendable, ni para la comunidad ni para el propio sujeto.

Entiendo que las estrategias presentes del entusiasmo son algo de una enorme sensatez: dominar tu cuerpo y tratarlo bien, concentrarte, disciplinar tu pensamiento, perseguir tenazmente los sueños, apartar los pensamientos negativos, querer cambiar el mundo, constituyen un proyecto racional, irrefutable, de plenitud. Desde esa extensión planetaria de nuestro sistema nervioso que os permite leer esto hasta la acumulación de conocimientos que nos han salvado la vida en tantas ocasiones, desde esa novela de novecientas páginas sobre la falta de sentido hasta el sistema de garantías que permite a ciertos intensos bramar en las redes que vivimos en una dictadura, son sin excepción fruto de un acto de optimismo, siquiera circunstancial.

No faltan motivos, al fin y al cabo la belleza, la alegría y la generosidad son frecuentes. No escasea aquello que nos redime, el amor (bueno, no siempre), la amistad, la satisfacción del trabajo bien hecho, las dulzuras de la crianza de los hijos, la solidaridad, el sentido de pertenencia, la fe ciega en una causa… hasta la vanidad puede iluminar una vida. Debemos buscar lo que nos cura y lo que nos mejora, aunque haya que engañarse, ¿qué nos importa la verdad?

Pero no siempre podemos mantener a raya el caos y la turbulencia, hay estremecimientos, íntimas soledades que no podemos esconder constantemente bajo la alfombra, porque todo acaba aflorando. Hay un oscuro y viejo conocido al que hay que tener el valor de mirar cara a cara de vez en cuando. Saber que la búsqueda de la felicidad nos hermana a todos, pero también la común consciencia de nuestra flaqueza, de nuestra desnudez ante la intemperie. Alguien tiene que explorar, registrar ese lado oscuro. Y, demonios, esto ya lo dijo hace mucho tiempo Aristóteles, creo que voy a tomarme un café.

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Cada cosa en su sitio

23 lunes May 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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desorden, papeleo, pasado

«Kippel son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente el Kippel se reproduce […] cada vez hay más».

Philip K. Dick. «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?»

Soy una persona desordenada. No es algo de lo que esté orgulloso, entiendo que se trata de una limitación y una fuente de angustia.

En sucesivas mudanzas nos desprendemos de lo superfluo, pero en realidad no contribuyen a reducir la entropía. Al contrario, algunas precarias tentativas de orden, buenas intenciones de archivero, se malogran. Es como barajar de nuevo las cartas. Poco a poco, de casa en casa, se forma un oscuro inconsciente de papeles sin clasificar mezclados durante años, atestando carpetas y cajones en furiosa promiscuidad. El material reprimido de la realidad.

Un día llega un certificado, los carteros nunca sonríen cuando te entregan un certificado oficial, por si acaso. Una carta, en una prosa no menos densa que la de Foucault, te requiere la inmediata presentación de algún documento de hace años. El hombre desordenado reza para que aparezca en los lugares previstos, de lo contrario deberá buscar en ese cementerio de papeles, esa cara oculta de la luna.

Nos gusta creer que en el inimaginable momento en que nos despedimos del mundo, nuestra vida transcurre ante nuestros ojos en un elegante, misterioso resumen. Una búsqueda como esta supone una experiencia parecida. Excavas como un arqueólogo en los estratos de tu propia historia, topando con testimonios por descifrar de un pasado. Ascendencias y caídas: contratos de alquiler, ventas de casas, nóminas, facturas de restaurantes, de hoteles, billetes de conciertos, proyectos que no cuajaron, números de teléfono de personas que no recuerdas, documentos judiciales, billetes de avión, informes de alta de hospital. De vez en cuando algo vivo, alguna lista fantasmal de cosas que entonces era imprescindible hacer, una nota encantadora que todavía te hace sonreír, cartas tristes de despedida, el aire forense de las polaroids, un dibujo obsceno de la adolescencia del que no quisiste desprenderte.

Son excepciones. Inquietado por la sensación de que en algún momento olvidaste hacer algo, algo que era tremendamente importante, tu vida se despliega codificada ante ti, no embellecida por la melancolía o la literatura. Una sucesión de hechos, de prolija información, de transacciones registradas y selladas, puro karma burocrático y olvido. Una historia narrada por una divinidad oficinesca y farragosa.

A estas alturas el documento aún no ha aparecido, pero estoy ya pensando en una hoguera de San Juan por todo lo alto.

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Lecciones de física

16 lunes May 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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epifanía, niños

Hay un niño en lo alto de una cuesta. Va montado sobre una bicicleta, su aliento pequeño se estampa en el aire limpio de la tarde recién llovida, donde las primeras chimeneas ya se han encendido y lo impregnan todo de una melancolía algo fuera de lugar para alguien que apenas tiene un pasado. En su muñeca izquierda un reloj que hace poco le regalaron y en el que ha aprendido a descifrar el paso del tiempo, entonces lento y generoso. Todavía no tiene sueños respecto al futuro, tan lejano aún, tan indiferente. Ahora mismo sólo considera la inclinación de la pendiente y se imagina cosas enternecedoras, se imagina que es otro, que va a rescatar a una chica en apuros o que por detrás le pisan los talones los malvados.

Un par de pedaladas y se lanza a descender el camino sin asfaltar. A sus flancos desfilan a toda velocidad las fachadas de las casas del pueblo -algunas esconden tragedias que ya conoce-, los perros ladran y le agrada el viento frío en la cara y su nave bien gobernada brinca y vuela. Sabe cual es el punto exacto en el que debe empezar a frenar, pero se siente dueño de sí e intentará prolongar unos segundos más la excitación de la carrera.

De repente empieza a perder el control. No es una sensación nueva, sabe cómo va a acabar. Todo empieza a temblar, son unos segundos en los que la realidad se desintegra y sólo queda el miedo, los golpes del corazón y la sensación de lo que ya no tiene remedio. Unos bandazos más, algún esfuerzo desmañado por enmendar el rumbo hasta que se sale del camino y aterriza violentamente en un descampado, entre el olor fuerte, pegajoso, de la mala hierba. Hay un instante de silencio y estupor y entonces el niño empieza a llorar. Nadie lo ve, nadie lo puede oír, ni siquiera el buen dios que entonces aún existía en los huecos de oro que desgarran las nubes negras. ¿Para quién llora entonces?, ¿para quién las lágrimas que derramará a lo largo de los años? No es el amor, ni el miedo ni el odio, son el llanto, la risa y las palabras lo que nos hace humanos, pero llegamos a la vida sin palabras y no se sabe de ningún niño que haya nacido riendo.

Mira a uno y otro lado, todo sigue igual. Alguna madre, lejos de ahí, llama a sus hijos, algún pájaro pía, una mariquita dobla con su peso una espiga. El ridículo enciende sus mejillas como una epifanía al darse cuenta de que todo sigue adelante indiferente a su dolor y que ante la tristeza siempre estamos solos. Es un conocimiento inútil, nunca aprenderá a esconder su desconsuelo.

Ahora toca levantarse, temblando aún, ver la piel desollada y la sangre en las manos ateridas, el barro como una vergüenza manchando la cara y las ropas, la bicicleta desvencijada, inservible. Ahora toca recogerla, secarse las lágrimas, mantener el tipo y arrastrarla lentamente, cuesta arriba, de regreso a casa. Esa misma cuesta que aquel niño que aún alienta y desea y ríe volverá a subir las veces que haga falta, tirando de los fragmentos rotos de todo lo incumplido, aunque ahora no hay una casa a la que volver y hace frío y pronto se hará de noche.

capçalera

Mis problemas con la ficción

11 miércoles May 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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guiones, obras maestras, Oficios

Hay quien hace pasteles, hay quien practica operaciones de oído, hay quien extiende una gruesa capa de asfalto por las carreteras (qué pensarán en un futuro ya sin hombres quienes nos visiten y vean las cicatrices de su trazado sobre el rostro de un mundo arruinado), quien desciende a lo profundo de la tierra en busca de diamantes, hay quien recoge uvas, quien envuelto en un caparazón reminiscente de las viejas armaduras apalea a multitudes furiosas o desesperadas. De todas las formas que tiene el ser humano de ganarse la vida me ha tocado en suerte la de inventar historias. Trabajar para la televisión significa que tienes que segregar muy rápido muchas historias. Privado del recurso a las seducciones del lenguaje, la digresión o las reflexiones que una novela puede permitirse, uno se enfrenta al puro relato. Siendo un medio excepcionalmente conservador, atenazado por los estudios de mercado y el miedo y la adulación hacia una criatura mitológica llamada espectador medio, tienes que lidiar frecuentemente con lugares comunes, trivialidades e imposiciones de todo tipo. Se corre el riesgo de acabar desarrollando una mezcla de cinismo y cansancio que puede pasar por profesionalidad.

A veces me enfado con la ficción, siento una especie de horror cabalístico a añadir una historia más a una realidad saturada de historias. Nos contamos historias sobre el sentido del mundo o el desorden de nuestros sentimientos, percibimos nuestra propia vida como una narración, hasta el amor no deja de ser un relato. Y aún así, cobijados en la blandura de nuestros sofás, nos entregamos cada noche al placer vicario de devorar las extravagantes andanzas de personajes imaginarios en constante agitación. Qué proliferación absurda, qué ruido, qué ganas dan de gritar: dejad de escuchar invenciones ajenas, ¡desesperaos, vivid!

En días así me abstengo de la ficción en mis lecturas y tengo que hacer un verdadero esfuerzo para ver una película. Las mediocridades, lejos de consolarme con la idea de que yo podría hacerlo mejor, me hacen reparar en mis propias limitaciones, mis manías y mis trucos.

Sin embargo, qué diferente es cuando te expones a la fértil, bondadosa radiación de la obra maestra. Lejos de aplastarte, el gran arte te tiende la mano, te interpela. Descubres, exaltado, las ilimitadas posibilidades de tu oficio, ¡tantas historias todavía por contar!, tanto asombro y consuelo en nuestras manos. Euforia, ligereza y responsabilidad. Las obras maestras te enseñan a respetarte a ti mismo.

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Mayo

02 lunes May 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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aflicción, primavera

En un manuscrito legal del siglo XIII, conservado en la Bodleian Library de Oxford, entre áridas fechas y nombres, aparecen misteriosamente las cinco líneas de Fowles in the Frith, uno de los escasas canciones en inglés medieval que han llegado hasta nosotros. Concisa, de una excepcional intensidad, esa voz lejana todavía es capaz de conmovernos ocho siglos después.

Fowles in the frith,
The fisshes in the flood,
And I mon waxe wood
Much sorwe I walke with
For beste of boon and blood.

 (Fowls in the woodland,
the fishes in the waters,
And I must make woe;
Much sorrow I walk with,
for best of bone and blood)

Los pájaros en el bosque y los peces en la corriente y alguien –tan parecido a nosotros, tan diferente- que camina arrastrando su pesar “for best of bone and blood”. Según si ese “beste” lo leemos como “best” o como “beast”, el poema admite una lectura amorosa convencional o bien alegórica y religiosa.

Qué mala pata no ser feliz en mayo. En este mes la tierra derrama a manos llenas sus seducciones. Acogedora, hermana, amante, nos regala toda la bondad de la que puede ser capaz. El sol es una caricia, una invitación y una alegría, el auténtico sol que sonríe en los dibujos infantiles, no el inclemente horno nuclear de los veranos. Y el esplendor pequeño de la floración, el polen en las patas de los insectos, la belleza y la mordedura de la carne expuesta, brazos, hombros y tobillos desnudos. En mi barrio el olor del azahar salta por encima de los muros de huertos y jardines, los gatos se vuelven locos, las ventanas empiezan a abrirse, los sonidos íntimos del interior de las casas se funden con la agitación de las calles.

Y mientras quien se resiste a entregarse a esos dones que, lejos de proporcionar consuelo, no hacen sino abrir la herida, caminando a tientas, exiliado, tratando desesperadamente de cerrar habitaciones dentro de sí, perdido en ese ilimitado almacén de tiempo, recuerdos y sueños no cumplidos, la eternidad alojada en un pequeño estuche de hueso –bueno, en mi caso no tan pequeño- donde nunca entra la luz, cautivo de esa cadena mal ensamblada de relatos fraudulentos o delirantes, a esa ilusión de un yo, que tan valiosa nos parece y a la que nos aferramos, ciegos al milagro del instante, a la gloria que está ocurriendo. Aquí y ahora.

«Füweles in the frith». La Reverdie. «Bestiarium» (2001) Cantus Records.

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