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El otro día intentaba explicarle a un amigo mi escaso aprecio por la película “The Martian”, de Ridley Scott, director que combina con desparpajo pericia técnica, competencia profesional y una desesperante ausencia de personalidad. La ciencia ficción de los 60 y los 70, con la que me crié, solía ser sombría y malrollera, sus distopías abundaban en personajes taciturnos, complejos y con frecuencia atormentados. Incluso en el caso de los apenas definidos Dave Bowman y Frank Poole, de “2001: A Space Oddisey”, su inexpresividad nos transmitía de una manera eficacísima la inimaginable experiencia de alienación y soledad del viajero interplanetario.
El guión de Drew Goddard, basado en un best seller de Andy Weir, arroja por la borda, como al final hace su protagonista con el lastre de su nave, todo asomo de angustia existencial, dentro de ese espíritu dinámico y positivo encarnado en las charlas TED y esa plaga universal de los pulgares levantados. “The Martian” se erige de este modo en algo así como “El Acorazado Potemkin” de la eficiencia.
Su héroe, Mark Watney, abandonado por error en las vastas soledades de Marte, se enfrenta resueltamente a la adversidad sin permitirse apenas un instante de desaliento pero, no contento con ello, demuestra a cada instante que es un tipo enrollado y el yerno ideal, prodigando un sentido del humor de monologuista para todos los públicos. Robinson Crusoe era otro homo faber, laborioso y determinado, pero al menos de vez en cuando le daban unas bajonas de órdago.
Todo el equipo de la NASA y sus mismos compañeros de tripulación, que regresarán como un solo hombre a rescatarle, son así mismo sanos, divertidos, desenvueltos, solidamente estructurados pero emocionales (¡al diablo con las órdenes, tenemos que salvar a Mark!). Cada uno no solo es resolutivo y solvente en lo suyo, sino que encuentra siempre un instante para soltar un wisecrack que alivie un poco la insoportable tensión acumulada durante los segundos de película en que no se oye una gracieta. Ni una sola concesión a la melancolía, la llegada al cráter Schiaparelli tras un viaje de semanas por la superficie marciana se acompaña con el “Waterloo” de Abba para dar buen rollito. Al final todo se resume en una frase: “Cuando las cosas se pone feas es cuando hay que trabajar duro”.
Resulta fácil tomárselo a risa, ¿no? El sempiterno just do it, esas cosas de los americanos, esa filosofía de manual de autoayuda. Pero haríamos mal despachándola con condescendencia, al fin y al cabo es ese el espíritu del tiempo. Las redes, en tanto que podamos considerarlas su reflejo, combinan sin problemas una visión catastrofista del mundo (la política es el recinto admitido de la rabia) con una desaforada actitud positiva en lo personal. La queja, la angustia, la desesperación, son vistas como una indelicadeza y hasta como una temeridad, nuestro paso por la web puede ser rastreado por aquellos de los que quizás dependa nuestro puesto de trabajo y que esperan de nosotros proactividad y resiliencia. Se concede exhibir las propias debilidades a condición de hacerlo de manera desenfadada. Hay ciertas cosas de las que no se habla y su ocasional aparición es tan inconveniente como la de un trozo de material radiactivo. ¿Qué necesidad tenemos de regodearnos en las zonas nocturnas de nuestra mente, quién quiere escuchar al adolescente narcisista instalado en la queja, al neurótico inadaptado, al severo aguafiestas?
Sí, de acuerdo, es verdad, todos estamos heridos, todos somos vulnerables. Cualquier hecho trivial de la infancia nos crea una cicatriz primera que no hará sino agravarse con los años tras el paso por la adolescencia, sus desconciertos y sus traumas humillantes, las cargas de la responsabilidad en la edad adulta (sustituida en los últimos años por la incertidumbre respecto al propio futuro), sucesivos desengaños y pérdidas y la consciencia de lo irreparable y de la labor del tiempo. No conozco a nadie de más de treinta y cinco años que no esté como una puta cabra. Pero entiendo que optar por el encierro doméstico, atiborrándose de sustancias ilegales y comida basura, encogido en posición fetal en el sofá, no es una opción recomendable, ni para la comunidad ni para el propio sujeto.
Entiendo que las estrategias presentes del entusiasmo son algo de una enorme sensatez: dominar tu cuerpo y tratarlo bien, concentrarte, disciplinar tu pensamiento, perseguir tenazmente los sueños, apartar los pensamientos negativos, querer cambiar el mundo, constituyen un proyecto racional, irrefutable, de plenitud. Desde esa extensión planetaria de nuestro sistema nervioso que os permite leer esto hasta la acumulación de conocimientos que nos han salvado la vida en tantas ocasiones, desde esa novela de novecientas páginas sobre la falta de sentido hasta el sistema de garantías que permite a ciertos intensos bramar en las redes que vivimos en una dictadura, son sin excepción fruto de un acto de optimismo, siquiera circunstancial.
No faltan motivos, al fin y al cabo la belleza, la alegría y la generosidad son frecuentes. No escasea aquello que nos redime, el amor (bueno, no siempre), la amistad, la satisfacción del trabajo bien hecho, las dulzuras de la crianza de los hijos, la solidaridad, el sentido de pertenencia, la fe ciega en una causa… hasta la vanidad puede iluminar una vida. Debemos buscar lo que nos cura y lo que nos mejora, aunque haya que engañarse, ¿qué nos importa la verdad?
Pero no siempre podemos mantener a raya el caos y la turbulencia, hay estremecimientos, íntimas soledades que no podemos esconder constantemente bajo la alfombra, porque todo acaba aflorando. Hay un oscuro y viejo conocido al que hay que tener el valor de mirar cara a cara de vez en cuando. Saber que la búsqueda de la felicidad nos hermana a todos, pero también la común consciencia de nuestra flaqueza, de nuestra desnudez ante la intemperie. Alguien tiene que explorar, registrar ese lado oscuro. Y, demonios, esto ya lo dijo hace mucho tiempo Aristóteles, creo que voy a tomarme un café.