A ciertas alturas se puede renunciar sin grandes dramas a casi todo lo que uno consideraba importante. Al éxito, a los queridos vicios, incluso al amor y sus vértigos. No me escandalizo al imaginarme un futuro en el que me importe un bledo escribir. Y hasta leer, añadiría. Sin embargo, creo que jamás me cansaría de escuchar buenas historias que otros me cuenten. Con una razonable capacidad de síntesis, se entiende.
Llegan a nosotros en las barras de los bares, en mesas y camas, en viajes nocturnos, en las calles de ciudades desconocidas, cruzando puentes, en colas de edificios públicos, en bosques y habitaciones de hotel, ante fuegos encendidos o guarecidos de la lluvia bajo un alero. En la voz de desconocidos o de los labios de amigos que no habíamos terminado de conocer bien hasta aquella confidencia. Repetimos aquellas que nos han gustado o que nos han jaleado y vamos añadiendo nuevos detalles a lo largo de los años.
Viejos chascarrillos familiares, dichos y hechos de parientes excéntricos, vidas descomunales, calamitosas, grandes humoradas en el lecho de muerte, el vodevil amoroso, lances de viajes, escándalos y barbaridades, dulces ocurrencias de los hijos, malos encuentros, memorables chulerías, frases ingeniosísimas, socarronas o estoicas que justifican toda una vida, miedos de la infancia, decepciones, tiernas intimidades, recuerdos de jornadas felices, el placer arcaico de las coincidencias, las luminosas gamberradas de la juventud, actos de dignidad, coraje o compasión en tiempos atroces y que han perdurado
Descacharrantes, conmovedoras o siniestras, dilatan los límites de nuestra pobre experiencia, nos forman. Cierto que hay historias que se repiten de padres a hijos y, como un virus, perpetúan rencores y agravios, pero con cuánta frecuencia ridiculizan a los que tienen poder sobre nuestras vidas o nos hacen reír a costa de nuestras miserias, nos ilustran sobre lo contradictorio de nuestros deseos. También nos hablan de la posibilidad de ser libres y nos revelan que el bien y la belleza son frecuentes.
Estamos hechos de las miles de historias que nos han contado desde que empezamos a habitar el lenguaje. Las compartimos en una vasta cadena de réplicas y mutaciones, una fabulosa, incesante química colectiva que nos hace específicamente humanos.
Hoy es Domingo de Resurrección y se celebra uno de las más locos anhelos de nuestra especie, la posibilidad descabellada de que no todo se pierda, de que aquello que merecía perdurar no desaparezca. Nos contamos historias porque son nuestras modestas armas contra la muerte y el olvido.