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Tal y como nos cuenta el Libro del Génesis, Onán vertía su semilla en tierra cuando se llegaba a Tamar, la viuda de su hermano, incurriendo así en desagrado a los ojos de Yahvé, que le quitó la vida como antes hizo con el marido. A partir de este extraño vodevil sobre fecundidad y familia se justifica el rechazo cristiano a la masturbación. Rechazo que experimenta un singular revival en el siglo de las Luces y se prolonga durante todo el XIX. El siglo de Darwin y de la utilidad, que entiende la sociedad, la historia y la vida misma como una red de procesos competitivos, necesariamente había de rechazar el alegre desperdicio de la dotación genética. Como observó Antonio Escohotado en cierta ocasión, el victoriano protagonista de las apócrifas memorias tituladas “Retrato del Libertino”, suele exclamar «¡me gasto!» en el instante de la eyaculación. La ciencia proclama enfática que con el semen derramado no solo se pierde el alma, sino que el cuerpo debilitado se expone a las más catastróficas consecuencias.
A niños y adolescentes, salvo puntuales casos de neurosis, semejantes avisos les han traído siempre sin cuidado y han seguido cascándosela, dándole tiza al taco, zurrándose la sardina, dándole al manubrio, tocando el pinfarino… Hay una pillería en este atajo. A lo largo de eones un ingenioso mecanismo evolutivo asocia el acto de inseminar con un placer incomparable, recompensa al macho más tenaz y dotado; la ipsación tiene algo de fraudulento, caza furtiva en los territorios del goce. Si para el varón la masturbación femenina tiene un algo de insondable, misteriosa seriedad (y para la prácticamente extinta mentalidad patriarcal supone además un acto de alta traición), la paja masculina es por el contrario cosa de risa y pasatiempo. El lenguaje para referirse a ella es fundamentalmente humorístico: gayola, paja, manola, macoca… Meneársela es jugar haciendo trampas, la paja misma (con ese movimiento repetitivo de bombeo tan similar al de aquellos primeros precarios fuegos que encendieron nuestros antepasados) tiene algo de ridículo. Intente imaginarse a un severo interlocutor en el trance de la gayola y comprobará lo que quiero decir.
Es un lugar común lo de recordar el primer beso. No sé si otros recuerdan la primera pajilla, yo sí. Por fin tuve la paciencia suficiente y la revelación ocurrió. Atardecía en un refugio de montaña en ruinas, durante una excursión. No es improbable que en tiempos el maquis se hubiera escondido allí. Mi esperma inaugural cayó como la nieve sobre un montón de cascotes y cenizas. Creo ver ahí una metáfora tremebunda, aunque no sé exactamente de qué. Me sorprende la trivialidad de mi pensamiento tras la conmoción: jamás me volveré a aburrir.
D.H. Lawrence consideraba la masturbación hábito de hombre blandengue. En esa línea, algunas almas bienintencionadas nos intentaban convencer de que la paja era cosa de críos y que una vez alcanzada la madurez sexual se abandonaría como se abandonaba el Scalextric o el rock progresivo. ¡Quiá!, cómo íbamos a saber que la paja estaría siempre con nosotros.
Cambia el atrezzo, la paja permanece. La paja de memoria o paja conmemorativa, la paja con revista, cuya ocultación a tantos episodios bufos dio lugar, ha sido sustituida por la paja digital. Vivimos una edad dorada para el autoerotismo, en el ciberespacio millones de horas de metraje obsceno abarcan todos los grados posibles de refinamiento, encanto o bestialidad. A cada ciudadano su paja.
Tantas pajas diferentes escriben la vida de un hombre. La paja airosa, entusiasta, comunal del adolescente, la paja triste del viudo, la paja sin ganas del depresivo, la paja arrepentida del separado, la paja patriótica del soldado, la paja santa del pobre, la paja vergonzante del marido, la paja crepuscular del anciano.
Magro consuelo del macho omega, honesto y barato entretenimiento, gesto de suprema libertad y disposición de sí jamás previsto por dios, amor propio de estudiantes, malos poetas, presos y currelas, de los exiliados todos del amor, yo canto tus módicas, domésticas alegrías, consuelo y solaz de tantas horas, tu secreta, humanísima grandeza.