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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: febrero 2020

Onán

23 domingo Feb 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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costumbres, masturbación

Tal y como nos cuenta el Libro del Génesis, Onán vertía su semilla en tierra cuando se llegaba a Tamar, la viuda de su hermano, incurriendo así en desagrado a los ojos de Yahvé, que le quitó la vida como antes hizo con el marido. A partir de este extraño vodevil sobre fecundidad y familia se justifica el rechazo cristiano a la masturbación. Rechazo que experimenta un singular revival en el siglo de las Luces y se prolonga durante todo el XIX. El siglo de Darwin y de la utilidad, que entiende la sociedad, la historia y la vida misma como una red de procesos competitivos, necesariamente había de rechazar el alegre desperdicio de la dotación genética. Como observó Antonio Escohotado en cierta ocasión, el victoriano protagonista de las apócrifas memorias tituladas “Retrato del Libertino”, suele exclamar «¡me gasto!» en el instante de la eyaculación. La ciencia proclama enfática que con el semen derramado no solo se pierde el alma, sino que el cuerpo debilitado se expone a las más catastróficas consecuencias.

A niños y adolescentes, salvo puntuales casos de neurosis, semejantes avisos les han traído siempre sin cuidado y han seguido cascándosela, dándole tiza al taco, zurrándose la sardina, dándole al manubrio, tocando el pinfarino… Hay una pillería en este atajo. A lo largo de eones un ingenioso mecanismo evolutivo asocia el acto de inseminar con un placer incomparable, recompensa al macho más tenaz y dotado; la ipsación tiene algo de fraudulento, caza furtiva en los territorios del goce. Si para el varón la masturbación femenina tiene un algo de insondable, misteriosa seriedad (y para la prácticamente extinta mentalidad patriarcal supone además un acto de alta traición), la paja masculina es por el contrario cosa de risa y pasatiempo. El lenguaje para referirse a ella es fundamentalmente humorístico: gayola, paja, manola, macoca… Meneársela es jugar haciendo trampas, la paja misma (con ese movimiento repetitivo de bombeo tan similar al de aquellos primeros precarios fuegos que encendieron nuestros antepasados) tiene algo de ridículo. Intente imaginarse a un severo interlocutor en el trance de la gayola y comprobará lo que quiero decir.

Es un lugar común lo de recordar el primer beso. No sé si otros recuerdan la primera pajilla, yo sí. Por fin tuve la paciencia suficiente y la revelación ocurrió. Atardecía en un refugio de montaña en ruinas, durante una excursión. No es improbable que en tiempos el maquis se hubiera escondido allí. Mi esperma inaugural cayó como la nieve sobre un montón de cascotes y cenizas. Creo ver ahí una metáfora tremebunda, aunque no sé exactamente de qué. Me sorprende la trivialidad de mi pensamiento tras la conmoción: jamás me volveré a aburrir.

D.H. Lawrence consideraba la masturbación hábito de hombre blandengue. En esa línea, algunas almas bienintencionadas nos intentaban convencer de que la paja era cosa de críos y que una vez alcanzada la madurez sexual se abandonaría como se abandonaba el Scalextric o el rock progresivo. ¡Quiá!, cómo íbamos a saber que la paja estaría siempre con nosotros.

Cambia el atrezzo, la paja permanece. La paja de memoria o paja conmemorativa, la paja con revista, cuya ocultación a tantos episodios bufos dio lugar, ha sido sustituida por la paja digital. Vivimos una edad dorada para el autoerotismo, en el ciberespacio millones de horas de metraje obsceno abarcan todos los grados posibles de refinamiento, encanto o bestialidad. A cada ciudadano su paja.

Tantas pajas diferentes escriben la vida de un hombre. La paja airosa, entusiasta, comunal del adolescente, la paja triste del viudo, la paja sin ganas del depresivo, la paja arrepentida del separado, la paja patriótica del soldado, la paja santa del pobre, la paja vergonzante del marido, la paja crepuscular del anciano.

Magro consuelo del macho omega, honesto y barato entretenimiento, gesto de suprema libertad y disposición de sí jamás previsto por dios, amor propio de estudiantes, malos poetas, presos y currelas, de los exiliados todos del amor, yo canto tus módicas, domésticas alegrías, consuelo y solaz de tantas horas, tu secreta, humanísima grandeza.

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Del amor a las plantas

09 domingo Feb 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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macetas, plantas

Hace miles de años el animal aterido que éramos, tan distinto de nosotros pero que aún nos mira desde el fondo de los ojos ante el espejo, descubrió que de una semilla caída en la tierra brotaba una planta. Ese conocimiento nos cambiaría para siempre. La siembra y la germinación son una metáfora de larguísimo alcance, el hombre siente la íntima afinidad con el instante de la cópula. La agricultura nos introdujo en el mundo de los ciclos y las medidas; de sus abundancias o sus pérdidas, vinculadas al movimiento de los astros, dependía la vida. Lo sagrado saturaba cada uno de sus procesos.

Modificamos el paisaje roturando tierras, delimitando un orden visible en lo hasta entonces indeterminado. Primero celebramos nuestras nupcias con esa tierra a la que nuestras cenizas retornarán y luego procedimos a someterla.

Las más antiguas palabras las nombran. Poco a poco descubrimos sus usos medicinales, sus prodigiosas capacidades para modificar el ánimo y mitigar el dolor. La gracia musical de sus formas puebla la piedra de las catedrales, las telas de los vestidos, pinturas y novelas. A lo largo de los siglos, en bibliotecas monacales y gabinetes, los sabios las clasifican y las dibujan, grandes expediciones transportan sus promesas de fecundidad en el seno de las bodegas de veleros, a merced de las olas. El poder funda arboledas y jardines públicos donde se lleva a los niños los domingos y las parejas jóvenes sin dinero acuden, porque allí flota un eros benevolente, civil. En los jardines apetece besarse. Orbitando en torno a nuestro planeta, en tubos de ensayo atravesados por los rayos cósmicos, intentamos conocer los límites de su resistencia.

Pero a mí me conmueve en especial esa costumbre inmemorial de bendecir la más modesta de las viviendas con plantas contenidas en pequeñas vasijas de barro. Las macetas, embajadores nobilísimos del reino vegetal, recuerdos de la libre infancia de la especie. Se contentan con tan poco, la luz y el agua les bastan para hermosear nuestras guaridas. En las calles de los pueblos se derraman sobre el blanco de los muros por espíritu de emulación, como una bella forma de vanidad. ¿Habéis visto cómo en el más triste de los edificios, en el más olvidado de los paisajes suburbanos puede encontrarse un espacio donde alguien ha dispuesto sus macetas? Suelen ser mujeres, sencillas mujeres sin nombre que conocen lo que a cada una de sus plantas conviene y les dan cuanto basta. Su pujanza las alegra, su hermosura es su orgullo. Ignoran la secreta importancia de su labor callada. Cuando pases junto a un balcón o una fachada y veas unas humildes macetas, admírate y celebra, porque en cada uno de esos lugares alguien armado de una común regadera renueva una antigua alianza con el mundo.

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Joseph-Marie Vien (1716 – 1809)

El archivero japonés

02 domingo Feb 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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life of the mind, memoria

Nos ocurre cada vez con más frecuencia. En mitad de la conversación olvidamos un dato, el nombre de una persona o el título de una obra. A la rabia de no poder rematar el argumento se suma la angustia ante la disminución de las facultades. Tras bracear inútilmente en lucha contra nuestro cerebro damos por perdido el caso. Horas más tarde, absortos en otra tarea, pelando una manzana o fregando los platos, el dato emerge ―no se me ocurre imagen más justa― a la superficie de nuestro pensamiento. A esta misteriosa, febril actividad inconsciente, un amigo la bautizó como “el archivero japonés”.

A todos se nos ha adjudicado uno, fiel, riguroso, educadísimo, desde el momento en que nacemos. Al principio el archivero japonés cumple con entusiasmo su labor en las vastas galerías del recuerdo recién pintadas, entre altísimas hileras de estanterías vacías. Con cuánto esmero va clasificando las primeras impresiones: la voz de la madre y del mar, el canto de un pájaro, el sabor de las naranjas y el perfume de las flores nocturnas, el misterio de la luz sobre las cosas, los crudos olores del cuerpo. Pasan los años, el archivero guarda rostros queridos y agravios, el dolor y la desesperación, demostraciones matemáticas, fechas de batallas, aniversarios, chistes memorables, números de teléfono, las faltas que nos avergüenzan. Compasivo, encierra a veces bajo siete llaves los recuerdos más problemáticos, hasta que algún psicoanalista los saca desconsideradamente a la luz. El archivero japonés detesta a los psicoanalistas, ladrones con efracción.

Cuando cae la noche y dormimos, la luna desata unos vendavales tremendos que revolean todos los recuerdos y los mezclan locamente. El archivero japonés corre tras ellos por los laberintos de la memoria ―de ahí los rápidos movimientos de las pupilas en la fase REM― para que al día siguiente todo esté en su sitio. El archivero japonés no descansa y nunca se queja, porque encuentra la felicidad en el cumplimiento exacto de su deber.

No lo tratamos bien. Utilizamos dispositivos externos para no recurrir a él, lo intoxicamos con venenos durante décadas de mala vida. Él querría que todo fuera limpio y ordenado como un jardín zen, pero los datos y las imágenes se amontonan y se embrollan. Su testimonio ya no nos parece fiable, hasta le pillamos en alguna mentira. También él se cansa, a veces no encuentra las cosas, se pierde por los pasillos, fatiga las estanterías y olvida qué venía a buscar. Se siente envejecer, blasfema en haikus.

Y hablo de él porque el alzheimer hace años que arrasó con el último jirón de recuerdo de mi madre, hasta aquel que nunca reveló a nadie y que tanto daría yo ahora por conocer de sus labios. Antes imaginaba la soledad de su archivero, definitivamente inútil, arrastrando los pies por esos corredores ahora silenciosos donde se acumula el polvo, los ventanales cegados. Ahora me gusta creer, quiero creer, que lo que fue mi madre ha descendido a esas galerías como una pequeña niña y que se ha reunido con él, que ambos juegan con todos los recuerdos de su vida, tan vivos, tan luminosos como la primera vez, combinándolos a su antojo de mil formas diferentes, en un juego que no tiene fin, porque en el interior de la mente el tiempo no puede ejercer su tiranía.

(Nota. Lo de «archivero japonés» es un feliz hallazgo del batería de jazz Carlos González, tal y como me refiere mi amigo Arturo Cid).

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