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Qué hermosa etimología la de esta palabra. Antes de emplearse para el decaimiento que sucede a la intoxicación etílica, nombraba el retroceso de las olas tras haber llegado a la orilla. También el limo, los sedimentos depositados por el mar o los ríos después de la crecida. Una fuerza que arrastraba al nadador exhausto y amenazaba su vida, la ola de la ebriedad también se retira y deja un vacío que nos absorbe; tras los excesos de la víspera queda un poso, un sucio légamo hecho de arrepentimiento y congoja.
El niño la desconoce, forma parte de esas indignidades de la vida adulta que aparecían sin que las entendiéramos en las viejas comedias o en los episodios de Los Picapiedra. La primera resaca marca el derrumbe definitivo de la infancia. La resaca de la madurez añade al descalabro físico un malestar moral.
La resaca es la asunción de un fracaso, bebimos demasiado porque queríamos estirar insensatamente el tiempo de una noche cuyas dimensiones son cada vez más reducidas, porque quisimos dilatar más allá de lo posible la euforia, la ligereza, los afectos de la amistad y el olvido de lo amargo y encontramos torpeza, confusión y nausea. Porque buscamos, indignos, un placer que no nos es dado.
Dilatadas jornadas de desaparición, de pura negatividad, nuestra carne se torna insensible, una capa de neopreno recubre nuestros pensamientos, un plomo frío circula por nuestras venas. La música, el arte, la luz de las horas, lo que antes asistía ahora queda anulado por el desencanto. Días sin alegría, días perdidos donde todo es confín y el instante no es una bendición ni un agradecimiento sino una cárcel, donde cada objeto nos dice: no esperes más, no lo hay.
Conciencia de envenenamiento, evidencia de suicidio aplazado, la resaca nos habla de nuestra debilidad, de una ausencia fundamental. Horas antes todo parecía ilimitado, no había futuro que no estuviera a nuestro alcance y ahora sentimos una vergüenza retrospectiva por nuestra desenvoltura y por nuestro entusiasmo, ¡qué triste avergonzarse del entusiasmo! Nos sentimos dioses por un instante y solo éramos esas ridículas palomas de Skinner, golpeando una y otra vez una palanquita con la pata.
Ramón Casas. «Después del baile» (1899)