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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: febrero 2019

Resaca

26 martes Feb 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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embriaguez, moralidades, resaca

Qué hermosa etimología la de esta palabra. Antes de emplearse para el decaimiento que sucede a la intoxicación etílica, nombraba el retroceso de las olas tras haber llegado a la orilla. También el limo, los sedimentos depositados por el mar o los ríos después de la crecida. Una fuerza que arrastraba al nadador exhausto y amenazaba su vida, la ola de la ebriedad también se retira y deja un vacío que nos absorbe; tras los excesos de la víspera queda un poso, un sucio légamo hecho de arrepentimiento y congoja.

El niño la desconoce, forma parte de esas indignidades de la vida adulta que aparecían sin que las entendiéramos en las viejas comedias o en los episodios de Los Picapiedra. La primera resaca marca el derrumbe definitivo de la infancia. La resaca de la madurez añade al descalabro físico un malestar moral.

La resaca es la asunción de un fracaso, bebimos demasiado porque queríamos estirar insensatamente el tiempo de una noche cuyas dimensiones son cada vez más reducidas, porque quisimos dilatar más allá de lo posible la euforia, la ligereza, los afectos de la amistad y el olvido de lo amargo y encontramos torpeza, confusión y nausea. Porque buscamos, indignos, un placer que no nos es dado.

Dilatadas jornadas de desaparición, de pura negatividad, nuestra carne se torna insensible, una capa de neopreno recubre nuestros pensamientos, un plomo frío circula por nuestras venas. La música, el arte, la luz de las horas, lo que antes asistía ahora queda anulado por el desencanto. Días sin alegría, días perdidos donde todo es confín y el instante no es una bendición ni un agradecimiento sino una cárcel, donde cada objeto nos dice: no esperes más, no lo hay.

Conciencia de envenenamiento, evidencia de suicidio aplazado, la resaca nos habla de nuestra debilidad, de una ausencia fundamental. Horas antes todo parecía ilimitado, no había futuro que no estuviera a nuestro alcance y ahora sentimos una vergüenza retrospectiva por nuestra desenvoltura y por nuestro entusiasmo, ¡qué triste avergonzarse del entusiasmo! Nos sentimos dioses por un instante y solo éramos esas ridículas palomas de Skinner, golpeando una y otra vez una palanquita con la pata.

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Ramón Casas. «Después del baile» (1899)

Una tímida vindicación del Yo

18 lunes Feb 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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metafísica de andar por casa, yo

En una frutería del barrio granadino del Realejo, donde residí años antes de su gentrificación, una pareja entrada en años, bondadosa pero melancólica ―en contra del usual desparpajo y humor del gremio― atendía a los clientes bajo un cartel que amarilleaba sobre la alcachofa, el pimiento, la berenjena. En él un Jesús niño, pálido, relamido, con los estigmas del futuro martirio en sus manitas, miraba al vacío con ojos vidriosos y una tipografía redondeada, dulzona, decía: «quien quiera venir en pos de mí, niéguese antes a sí mismo».

Qué pocas simpatías inspira el “yo”, ese gran sospechoso. El hinduismo y el budismo lo desprecian por ilusorio y todo camino de perfección pasa por desprenderse de él. Para la izquierda más noble es un concepto tóxico que conviene mantener a raya en beneficio de lo común; en sus propuestas más radicales merece incluso la pena el sacrificio de los individuos presentes en aras de la felicidad del hombre nuevo. La neurobiología nos revela que el libre albedrío es una ficción propia de la infancia del pensamiento. En los momentos de más alta alegría: la embriaguez, el éxtasis, el arrobamiento estético, la entrega amorosa, el yo desaparece. Mecanismo fallido, fuente de nuestras desdichas, madre de toda injusticia y de todo error, conciencia dolorosa del tiempo que nos aleja de la felicidad elemental de los animales.

Hace unos días una amiga colgó en las redes ―no siempre van a ser meros amplificadores del narcisismo y la estupidez― unas magníficas imágenes microscópicas de protozoos. Pasado el inicial encanto ante una enorme variedad de figuras que evocaban los mundos de Klee o de Miró, uno acababa sintiendo desasosiego ante esa innumerable vida primordial en constante, agónica, agitación. Formas que no paran de mutar, acecharse, destruirse, absorbidas las unas por las otras. Terror y cansancio. Imagen especular de las grandes violencias del cosmos donde sobre un estruendoso telón de radiaciones letales las galaxias colisionan, las estrellas implosionan, los planetas son devorados por agujeros negros sin respiro alguno. Puro caos ciego, incesante, el atroz universo de Heráclito, que tan simpático nos cae.

Vi entonces la aparición del yo, esa cristalización de lo inarticulado, como una forma siquiera momentánea de reposo. Lo real logra abrir una ventana en su interior para observarse a sí mismo. Una tregua de la que surge un orden, un sentido, Bach y los números. Vi como una revelación que mi yo barbudo y contingente, que ocupa más espacio en el mundo del que en rigor hubiera querido, con sus torpezas, sus ridiculeces y sus cóleras, es un breve paréntesis en un continuo caótico, un experimento, una improbable continuidad que ha durado desde que era un nene rubito al que su mamá adoraba y se emocionaba viendo Bambi hasta el día en que desaparezca. Una pequeña hazaña, una preciosa singularidad, como tú que me lees. El prodigio es frecuente, esa afortunada condensación de partículas subatómicas, ondas y campos de fuerza, esa forma y ese límite, capaz de conocimiento y recuerdo, no para de suceder. Millones de yoes diferentes, únicos, ¡cuánta belleza en ellos, cuánto bien! No hay amanecer, no hay río, no hay cielo estrellado comparable a la voz de nuestros amigos, a la gentileza del gesto de aquella persona a la que amamos, más valiosa que todas las lunas. Y es tan triste que mi yo regrese tarde o temprano a lo indiferenciado, tener que dejar de amar esos milagros imperfectos, frágiles, perecederos, cuya gracia ilumina el mundo.

ego

Campanas

11 lunes Feb 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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campanas, historia

Vivo en un barrio con muchos estratos de historia acumulados. El pasado tiene funciones apaciguadoras, estupefacientes y conviene no dejarse seducir demasiado por sus encantos. De lo contrario uno deja de percibir cuanto crece a su alrededor, aquí y ahora, entregado al calorcillo de la melancolía y sin salir de Fritz Lang, las ardientes exploraciones del rock de la era clásica o la abrumadora autoridad de los viejos hombres de letras. Pero esa admisión de que se trata de un feo vicio no me impide entregarme a los placeres de lo intempestivo.

En las calles donde me muevo abundan los campanarios, puro anacronismo despojado de función y de sentido, recuerdos de un dios ausente, ahora cubiertos de polvo y excrementos de pájaro. La gran voz de las campanas se situaba a medio camino entre la tierra y la bóveda celeste, en las alturas desde donde la mirada humana podía otear por igual las estrellas y la aparición del peligro. Su sonido, resonante, expansivo, hecho de anómalas acumulaciones de armónicos, combina los bajos profundos con acentos estratosféricos.

Su tañido era un encantamiento y un orden. En otros siglos los habitantes de las ciudades daban nombres a sus campanas. Los artesanos fundidores conocían también los secretos de la fabricación de cañones, que compartían similar aleación de metales; no era rara su refundición, de modo que la alternancia de periodos de guerra y de paz iba marcada por el ciclo de las metamorfosis de los instrumentos de muerte en ingenios de luminosa sonoridad ultraterrena.

Sus vuelos y balanceos, con efusión de palomas, pautaban el transcurrir de las horas, declaraban alarmas, grandes júbilos y celebraciones, la caída de los tiranos, bodas, incendios y nacimientos, doblaban a muerto y a galerna. Una lengua que hemos olvidado, un código que seríamos incapaces de entender. Hoy, para algunos, su mismo repicar es una molestia.

Yo no quiero que llegue a apagarse del todo el don de su música extraña que ya no es de este mundo, que a veces nos asalta como un recuerdo de mañanas y atardeceres no heridos por el tiempo, la voz de los que nos precedieron, de aquellos hombres a los que apenas nos unen unas pocas cosas: el pan que se hace de noche y partimos con las manos, las monedas, el fuego y el vino, el asombro ante la nieve, el miedo a la oscuridad de esas pobres criaturas que somos.

Alexander Kosnichev

Alexander Kosnichev

Dentistas

02 sábado Feb 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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dentistas

Los dentistas son la refutación viviente del aserto de Leibniz según el cual vivimos en el mejor de los mundos posibles. En lo tocante a los dientes y su fácil, dolorosísima corruptibilidad, dios se comportó con la imprevisión y la tacañería de un empresario del ladrillo.

Antes de ser investidos ― ¡odontólogos! ― con la dignidad de la profesión médica, fueron los viejos, locuaces sacamuelas, figuras habituales en la pintura de género, que te atormentaban trasteando el lugar de donde brotan las palabras. Frecuenté de pequeño un dentista prestigioso y truculento. Un rastro de gotas de sangre infamaba las escaleras de acceso a su consulta, cabezas de ciervos y jabalíes disecados decoraban las paredes de la sala de espera. Cicatero con la anestesia, tenía un ayudante joven de cara antigua que a mí hermano y a mí nos contaba chistes verdes.

Su arte combina de un modo meritorio la tortura con la orfebrería. Las antiguas prácticas ―dientes de oro, amalgamas de mercurio y plata― evocaban los manejos del alquimista y cómo no mencionar el hilarante óxido nitroso que permitía a William James, hermano del prolijo novelista, pillarse unos cegatines de órdago en uno los cuales la filosofía de Hegel se le reveló con toda claridad.

Desde entonces el escenario no ha cambiado demasiado. Una butaca móvil con algo de asiento de nave espacial, atracción de feria y altar de sacrificio, una luz de interrogatorio, una palangana para escupir fluidos ensangrentados, tornos, sondas y fresas. Allí te desplomas vencido de antemano, abres la boca y el dentista te abraza e introduce su mano dentro de ti. Le dejas hacer, tu cabeza contra su pecho, donde late un lento corazón de autómata.

Los dentistas son gente tranquila, paciente. Tienes que ser de una precisión extraordinaria en un espacio angosto, erizado de dificultades y terminaciones nerviosas, no es oficio para fuguillas. «Tus dientes son blancos como ovejas recién bañadas», exclama el autor del Cantar de los Cantares; el dentista no puede permitirse semejantes efusiones, ha visto las ciudades en ruinas ocultas tras nuestros labios, nos ha visto a todos sufrir, retorcernos mientras emitimos gemidos inarticulados, indefensos, indignos. Sabe demasiado de nosotros. Sería interesante conocer el destino de aquellos que cuidaron la mandíbula de Stalin, pero algo me dice que no acabaron bien.

Qué inacabables se nos han hecho esos momentos de nuestras vidas transcurridos bajo el frío horror de esa luz, atravesados en lo más íntimo por la punzante estridencia de la fresa consumiendo nuestras muelas para después salir a la calle ligeramente aturdidos, con media boca dormida como un principio de muerte.

Por la noche, sobre los sacos de dientes escondidos bajo el colchón, sueñan felices los dentistas y brilla, blanca de plomo, su sonrisa en la oscuridad.

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