No pude evitar la risa floja cuando ayer me topé con un anuncio de Cola Cao en contra del matonismo escolar. Me resisto a escribir bullying, lo que sería una forma de banalizar con el prestigio transitorio de las tendencias una crueldad vieja como el mundo. No se vaya a pensar que estoy a favor del hostigamiento al diferente, faltaría más. En los días malos, esa muestra temprana de crueldad y cobardía que todos hemos conocido en los patios de los colegios, me parece una seria objeción contra nuestra especie. Pero su reprobación no es competencia de la marca Cola Cao. La obligación de Cola Cao es comercializar un buen producto con la menor cantidad posible de venenos, a precios asequibles para las familias. Cola Cao no debe hablarme de ética, como el frutero no me recuerda que está feo pegarle a un padre. Los espabilados publicitarios saben perfectamente que la toma de posición de la marca no va a evitar un solo lapo en la cara del chaval gordito. No lo hacen por él, claro está, lo hacen por ellos, como un alarde público de virtud, es decir, un ejercicio de hipocresía. Y una hipocresía particularmente asquerosa, porque mezcla la decencia con la avidez de dinero.
Parafraseando a la antipática Ayn Rand en ese acorazado Potemkin del liberalismo que fue El Manantial, el mundo perece en una orgía de buenos sentimientos. La competición por la virtud es agotadora y, sobre todo, conveniente. Al igual que el ruin sombrerero franquista con su slogan de «los rojos no usaban sombrero», los capillitas de la hegemonía ―en brillante ocurrencia de Anónimo García, condestable de Homo Velamine― reman a favor de la corriente.
Las compañías eléctricas nos exhortan a salvar el planeta, las aseguradoras celebran el activismo, los fabricantes de coches defienden el empoderamiento femenino, empresas alimentarias anuncian mortadela exaltando la diversidad racial y sexual, la banca lanza mensajes fraternos, los columnistas se golpean el pecho cada mañana borrachos de compasión, los cantantes populares lanzan mensajes comprometidos, la industria entera del entretenimiento se autoerige en conciencia moral del mundo, los niños en los colegios son cada día bombardeados por una sucesión de bienintencionados eslóganes, pancartas y performances creados por charos hiperactivas, con un celo sin desmayo que hasta a los curas que yo conocí les daría pudor. Cada causa, cada desdicha tiene su día internacional en un remedo de los antiguos santorales.
El pasado mismo se desparasita y se empaqueta, convenientemente higienizado, las estatuas de los próceres son retiradas de sus pedestales, los cuentos infantiles son deconstruidos, los clásicos de la literatura se vuelven sospechosos, los héroes del cómic abrazan los valores del momento, se reclama que los museos den explicaciones sobre los contenidos inconvenientes de las obras de arte, ¡pretenden que los cuadros se disculpen! Se nos prescribe un ideal de salud, un ideal de dieta, un ideal de vida sexual. Solidaridad, higiene dental y orgasmos.
Rompimos las amarras con la vieja moral, desencantamos el mundo para acabar cayendo en un fervor prescriptivo casi sin precedentes. La ética como epilepsia.
La convicción de que todo es un constructo social tiene como contrapartida la fe en que el mundo moral puede ser modificado mediante vastos proyectos de ingeniería social. Porque no basta con establecer unos mínimos aceptables de comportamiento, se nos exige una revisión integral de nuestros valores, una deconstrucción. Se nos insta a “abandonar nuestros miedos” y transformarnos, renacer. El cambio será radical o no será.
A finales del siglo XIX el desdichado y simpático Villiers de L’Isle-Adam proponía en un cuento utilizar la bóveda estrellada como soporte publicitario. De este modo, y en palabras de un burgués entusiasmado, «el Cielo acabará sirviendo para algo y adquirirá, al fin, un valor intrínseco». Se quedó corto. Yo, modestamente, propongo ir más allá. Reconstruyamos el cielo nocturno. Cambiemos el nombre de los planetas, feminicemos el Sistema Solar, Hipatia mejor que el belicoso Marte. Dibujemos nuevas constelaciones y borremos del espacio a los viejos, terribles patriarcas violentos. No pongamos el acento en las grandes ceremonias cósmicas del caos y la destrucción, huyamos con espanto de las cifras abismales de espacio y tiempo, volvamos a un universo coqueto y cariñoso, un universo de cuidados que podamos llamar nuestro hogar. Retomemos la amable danza ptolemaica y sus esferas y sus armonías y sus cosas. Frida, Greta y John Lennon velarán nuestros sueños y cada noche ingeniosos logos serán proyectados sobre la superficie lunar.
Miraremos a las estrellas, aprenderemos juntos y seremos mejores. Todo es ponerse.
