En el barrio donde vivo no es extraño que a estas alturas del otoño alguna chimenea esparza el olor punzante de los fuegos encendidos, que es como el eco de una felicidad pasada. Muy pocos olores tienen esa virtud de arrancarte de las miserias del mundo y enviarte a un tiempo a medias vivido, a medias inventado. Es oler a leña quemada y uno cree recuperar algo que tuvo, que era una dulzura y una seguridad, algo que era bello y que acaso nunca existió sino en nuestro recuerdo.
Quienes habéis seguido estas páginas sabéis de mi frecuente, sospechosa exaltación de las primeras impresiones de la infancia. La madurez es un aprendizaje de la decepción y últimamente uno de mis pensamientos abismales es si quizás esa niñez que uno creyó santa no será un territorio de leyenda construido con los restos de nuestros naufragios ni los niños otra cosa que unos seres atolondrados de un histérico egoísmo.
Hay algo que os quiero contar. Yo tendría ocho años, eran mis primeros días en un nuevo colegio. Cachorros de clases medias de provincias. Delante de mí se sentaba un compañero también recién llegado, uno de esos niños silenciosos, poseedores de una especie de graciosa gravedad. La señorita de nuestro curso, la señorita Mari Carmen, era la más guapa y la más joven de todas, nos gustaba. Nos había propuesto un breve ejercicio, teníamos que escribir qué es lo que queríamos ser cuando fuéramos mayores y explicar por qué. La clases medias españolas de los años setenta eran de un enérgico prosaísmo y ni un solo niño quiso ser marinero, explorador o músico. Todos ―no creo que yo fuera tampoco demasiado original― se decantaron en sus elecciones por la respetabilidad burguesa: médicos, arquitectos, farmacéuticos, jueces y hasta algún militar… Me di cuenta de que el niño de la fila delantera se había ruborizado y no levantaba la mirada de su pupitre. La seño se dirigió a él, ¿qué quería ser de mayor? Mi compañero se negó a contestar, cuanto más insistía la profesora, más agachaba su cabeza. Ella se tomó la negativa como un desafío y en un gesto de extraña, arbitraria crueldad (no la juzguemos, el niño no entiende las tristezas secretas del adulto) lo amenazó: hasta que él no hablara no saldríamos al recreo. Un murmullo de reprobación se extendió por los bancos y una lágrima empezó a deslizarse por la cara del que había pasado a ser el enemigo del pueblo. El malestar se podía palpar, cada segundo que pasaba de ese ilimitado tiempo de los niños hacía crecer, sofocante, el odio. Yo podía ver sus pequeñas orejas enrojecidas y su nuca blanca, toscamente rapada, el perfil crispado de su cara, el aliento tembloroso. Cuando la señorita salió por un instante del aula los niños tardaron muy poco en abuchearle. Los más audaces se levantaban de su asiento, se acercaban corriendo y le golpeaban. Él no se defendía y eso excitaba la agresividad de los otros. Le cayó una buena y ninguno de nosotros lo defendió. Cuando la profesora regresó el niño confesó finalmente, entre sollozos.
De mayor quería ser leñador.
Leñador, quiso ser leñador y qué pronto se avergonzó del sueño pueril de levantarse con los pájaros y adentrarse en el corazón del bosque con el hacha al hombro, cantando a voz en cuello mientras talaba los grandes árboles que manos humanas transformarían en cofres, barcos, mesas y violines. Qué mundo mezquino el que le había hecho sentirse ridículo, el que le movió a arrepentirse de la pureza de su deseo y se lo hizo pagar con humillación y golpes y desprecio. Eran sus iguales, sus camaradas.
No me acuerdo de su nombre, pero a él no lo olvidé. Ojalá la vida no lo haya maltratado, ni haya perdido del todo aquella inocencia, aquella delicadeza; que la derrota no lo haya envilecido, que el amor que haya dado le haya sido devuelto, que de su paso por el mundo quede un recuerdo de bondad y gentileza. Te deseo, pequeño, que hayas sido mejor que todos nosotros.
Paco Pomet. “El Repetidor” (2005)