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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: noviembre 2018

Leña

26 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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decepción, infancia

En el barrio donde vivo no es extraño que a estas alturas del otoño alguna chimenea esparza el olor punzante de los fuegos encendidos, que es como el eco de una felicidad pasada. Muy pocos olores tienen esa virtud de arrancarte de las miserias del mundo y enviarte a un tiempo a medias vivido, a medias inventado. Es oler a leña quemada y uno cree recuperar algo que tuvo, que era una dulzura y una seguridad, algo que era bello y que acaso nunca existió sino en nuestro recuerdo.

Quienes habéis seguido estas páginas sabéis de mi frecuente, sospechosa exaltación de las primeras impresiones de la infancia. La madurez es un aprendizaje de la decepción y últimamente uno de mis pensamientos abismales es si quizás esa niñez que uno creyó santa no será un territorio de leyenda construido con los restos de nuestros naufragios ni los niños otra cosa que unos seres atolondrados de un histérico egoísmo.

Hay algo que os quiero contar. Yo tendría ocho años, eran mis primeros días en un nuevo colegio. Cachorros de clases medias de provincias. Delante de mí se sentaba un compañero también recién llegado, uno de esos niños silenciosos, poseedores de una especie de graciosa gravedad. La señorita de nuestro curso, la señorita Mari Carmen, era la más guapa y la más joven de todas, nos gustaba. Nos había propuesto un breve ejercicio, teníamos que escribir qué es lo que queríamos ser cuando fuéramos mayores y explicar por qué. La clases medias españolas de los años setenta eran de un enérgico prosaísmo y ni un solo niño quiso ser marinero, explorador o músico. Todos ―no creo que yo fuera tampoco demasiado original― se decantaron en sus elecciones por la respetabilidad burguesa: médicos, arquitectos, farmacéuticos, jueces y hasta algún militar… Me di cuenta de que el niño de la fila delantera se había ruborizado y no levantaba la mirada de su pupitre. La seño se dirigió a él, ¿qué quería ser de mayor? Mi compañero se negó a contestar, cuanto más insistía la profesora, más agachaba su cabeza. Ella se tomó la negativa como un desafío y en un gesto de extraña, arbitraria crueldad (no la juzguemos, el niño no entiende las tristezas secretas del adulto) lo amenazó: hasta que él no hablara no saldríamos al recreo. Un murmullo de reprobación se extendió por los bancos y una lágrima empezó a deslizarse por la cara del que había pasado a ser el enemigo del pueblo. El malestar se podía palpar, cada segundo que pasaba de ese ilimitado tiempo de los niños hacía crecer, sofocante, el odio. Yo podía ver sus pequeñas orejas enrojecidas y su nuca blanca, toscamente rapada, el perfil crispado de su cara, el aliento tembloroso. Cuando la señorita salió por un instante del aula los niños tardaron muy poco en abuchearle. Los más audaces se levantaban de su asiento, se acercaban corriendo y le golpeaban. Él no se defendía y eso excitaba la agresividad de los otros. Le cayó una buena y ninguno de nosotros lo defendió. Cuando la profesora regresó el niño confesó finalmente, entre sollozos.

De mayor quería ser leñador.

Leñador, quiso ser leñador y qué pronto se avergonzó del sueño pueril de levantarse con los pájaros y adentrarse en el corazón del bosque con el hacha al hombro, cantando a voz en cuello mientras talaba los grandes árboles que manos humanas transformarían en cofres, barcos, mesas y violines. Qué mundo mezquino el que le había hecho sentirse ridículo, el que le movió a arrepentirse de la pureza de su deseo y se lo hizo pagar con humillación y golpes y desprecio. Eran sus iguales, sus camaradas.

No me acuerdo de su nombre, pero a él no lo olvidé. Ojalá la vida no lo haya maltratado, ni haya perdido del todo aquella inocencia, aquella delicadeza; que la derrota no lo haya envilecido, que el amor que haya dado le haya sido devuelto, que de su paso por el mundo quede un recuerdo de bondad y gentileza. Te deseo, pequeño, que hayas sido mejor que todos nosotros.

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Paco Pomet. “El Repetidor” (2005)

Tu rostro, Conesa, envenena mis sueños

19 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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Franco, metafísica, mortalidad, pesadillas

Silbando una difusa tonadilla, Abelardo Conesa repasó la gastada madera oscura del mostrador con un trapo empapado en trementina. A continuación se quitó el guardapolvo azul, que colgó con cuidado en su perchero, apagó las luces y subió la persiana que daba a la calle lo justo para deslizarse hacia el exterior. Una vez en la acera la volvió a bajar, sacó un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón y cerró con candado su droguería, cuya fachada adornaba un cartel de detergente Tu-Tú. Era una tarde fresca de primavera, la luz que doraba el arbolado municipal le hizo evocar melancólicamente otras tardes idénticas de su juventud mientras caminaba hacia su domicilio; melancolía compatible con la agradable expectativa de meterse entre pecho y espalda una tortilla de ajetes tiernos. Un clamor se expandía desde unas manzanas más allá, con algo de la resaca de las olas. Hombre cotilla, Conesa siguió a otros viandantes que se dirigían al origen del tumulto, hasta que desembocó en la avenida principal.

La multitud aplaudía al paso de la comitiva y lo pudo ver por un instante sentado en el coche oficial descubierto, entre el sonido de los cascos de los caballos de la escolta y los esplendores que el sol arrancaba a los cromados. Unas gafas ahumadas ocultaban sus ojos, pero era imposible no conocer esa cara. Durante años la vio en los sellos, altiva y desdeñosa, en las monedas y en los NoDos. Su mano enguantada saludaba ahora con un blando gesto mecánico. Siempre pensó que si alguna vez se lo encontraba le intimidaría su aura de majestad, pero lo encontró pálido, pequeño, precario. Se emocionó, sintió una especie de violenta ternura, el deseo de proteger a aquel hombre frágil que empezaba a ser un anciano. Los aplausos ensordecían a su alrededor como un viento azotando las copas de los árboles en un bosque y entonces rompió a gritar sin saber por qué, sorprendido por los tonos agudos de su voz, que vociferaba junto a los demás: «¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco!».

Estaba acostumbrado a ver multitudes con cierta impaciencia indiferente, cosa fácil para alguien que hace años había renunciado a la piedad. Cuando el coche empezó a girar en un recodo del camino, reparó en aquella cara congestionada, común, vagamente ridícula incluso, pero estridente como una herida abierta en medio de la multitud. Diez minutos después volvió a recordarla. Esa misma noche soñó con aquel desconocido, que lo llevaba cogido de la mano bajo un cielo de El Greco murmurando algo en voz baja, algo que no podía oír bien. Se despertó bañado en sudor.

Durante años frecuentó sus pesadillas. No fueron los miles de hombres y mujeres cuyas sentencias de muerte firmó, ni sus huérfanos, ni los que murieron de asco en las cárceles, fue el rostro vulgar del más insignificante de los hombres el que llenaba de espanto y humillación sus noches. Abelardo dejó pasar su vida haciendo con sus dedos gordezuelos paquetitos de papel de estraza con sosa caustica, azulete, arena de fregar, goma arábiga, escribiendo etiquetas con una relamida caligrafía aprendida en los cuadernos Rubio; ignoraba que el hombre dueño de los destinos de un país, aquel que hacía temblar a viejos militares con cualquier matiz imprevisto de su voz aflautada, tenía miedo a que llegara la noche y encontrarse en los rincones del sueño con su cara bonachona que lo amenazaba, lo perseguía, lo avergonzaba. A veces, inmensa como un planeta, lo levantaba en la palma de su mano, mientras el Generalísimo sollozaba y pedía clemencia, para después lanzarlo al suelo y romperlo en mil pedazos gimoteantes.

Descontados los años que le fueron concedidos, el tirano ingresó apenas con vida en el hospital La Paz, donde en otra planta también se estaba cumpliendo el acto final de la biografía de un oscuro tendero, víctima de la rotura de un aneurisma. En mitad de la noche despertó recordando la perdida voz ronca de su padre. Se incorporó y se levantó con placer de la cama, hacía tanto que no podía andar. La unidad estaba a oscuras, como lo estaban las calles tras la ventana. Necesitaba salir de allí, volver a sus graves ocupaciones. En el pasillo colgaba un reloj parado, no había nadie. La luz le molestaba, una luz que se le antojó intolerable.

No sabría decir cuánto tiempo había transcurrido hasta que vio como alguien se acercaba desde el fondo, con la misma bata de enfermo, perdido y asustado como él. Lo reconoció enseguida, pero esta vez no sintió temor porque entendió que era aquella y no otra la última cara que vería y que todo le había sido anunciado aquella tarde de primavera, saludando a la multitud. Lo entendió ahora que todo empezaba a borrarse: el mar verdoso y las arenas de la niñez, los cañones, las banderas flameando, mitras y palios, pantanos y exhibiciones deportivas, la aridez colosal de un monumento en un valle sin alegría, las paredes del lugar donde creían estar. Se miraron a los ojos, hermanados en aquel horror y aquel deleite en el que se sumergían mientras la memoria de ambos, las palabras con las que intentaban nombrar aquello que estaba pasando y que no podía ser nombrado, cada uno de los segundos que ya se habían consumado, eran arrastrados por un viento que era un furor y una clemencia, que iba difuminando sus rasgos, vaciando el mismo tiempo hasta que solo quedó ―sin principio, sin fin― esa luz .

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Elogio del tibio

12 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in política

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equidistancia, odio, redes sociales

No tiene mucho sentido protestar contra el odio, probablemente una emoción necesaria, garantía de supervivencia individual y colectiva. Siempre ha estado con nosotros. A lo largo de los tiempos van variando las figuras que lo concitan. Anticuerpos, atractores de la furia en la vasta homeostasis de los afectos.

El extranjero, desdichados de aspecto monstruoso, brujas, traidores, infieles, tiranos, espías, recaudadores, crueles jefes de policía, razas enteras, religiosos, políticos venales, asesinos de niños, depredadores sexuales, altos ejecutivos, hombres violentos con las mujeres. Se celebran los encarcelamientos, se exigen castigos ejemplares, se aplaude en las ejecuciones. En las redes sociales, madres, médicos, poetas y deportistas piden cabezas e insultan con denuedo.

No ignoro que tras las matanzas de los últimos siglos siempre ha habido documentos redactados en una sedante, impersonal prosa burocrática. Pero eso es siempre la fase final de procesos que se manifiestan con mucha antelación, como una electricidad que vibra en el aire. Al derramamiento de sangre le precede una retórica. Paul Éluard podía decir alegremente en los años veinte «exterminaremos a los amos junto con sus servidores», el viejo anarquismo soñaba con construir un nuevo reino de fraternidad sobre las cenizas de una civilización corrompida, la parte más negra del subconsciente europeo fantaseaba con un Nuevo Orden. La segunda guerra mundial puede anticiparse en las paredes de los museos.

Esa energía magmática, que llegado el momento revienta los quicios de la historia es ahora trazable en el ciberespacio. Desde la gran crisis que inaugura el siglo el odio se ha intensificado y la web ha sido un caldo de cultivo excelente. El odio tiene un lenguaje característico, el odio sobreactúa. Abundante en mayúsculas y consignas en sus variedades más viscerales, formas más elaboradas mezclan con desparpajo medias verdades, paralelismos mendaces y truculentas ampliaciones de significado, en una apelación constante a las emociones. Se le da pelo al amplificador. Los adjetivos se utilizan con alegría dejando poco espacio a la imaginación del lector. Se busca a toda costa la intensidad, no hay comparación suficientemente forzada, no hay calificativo suficientemente feroz. Nada de ambigüedades, se escribe para exaltar a los ya convencidos.

La arena política y la lucha de facciones son un reflejo especular de este ambiente. Moral cortoplacista, agresividad de vendedor de enciclopedias, que ni busca ni permite la mejora o el bien común. Las elecciones como ritual periódico únicamente sirven para darle al odio una cadencia estacional. La campaña electoral ya no termina nunca. Apenas el poder cambia de manos se escudriña el pasado de los nuevos líderes rivales en busca de faltas de ejemplaridad, se examinan con lupa currículos, se bucea en los rastros digitales con la esperanza de encontrar un comentario ofensivo contra alguna identidad. El acoso no afloja jamás, a los dirigentes se les reprochará simultáneamente estupidez y maquiavelismo, se airearán corruptelas y tratos de favor, ante las catástrofes se les acusará de imprevisión. Se magnifica la caricatura de sus vicios y sus tics. El humor grueso es una forma de deshumanizar.

Así hasta que el tiempo y el cansancio, la enorme distancia entre lo prometido y lo logrado, hacen su labor y al final, cansados de ellos, hasta sus votantes les lanzan piedras. Las grandes figuras del poder pasan por los tribunales. El fin de una era, dicen los periodistas.

Desconfío un poco cuando veo que alguien no tiene ideas, sino que tiene una causa. Sé que no es justo, que le debemos todo a gente que tuvo una causa, un coraje y una fuerza, que los desafectos somos algo así como los músicos tocando durante el hundimiento del barco. Pero a veces, en las redes uno interactúa con desconocidos que van por libre, en espacios donde no hay dedos acusadores y sí una ironía sin crueldad, sin el bronco, hirsuto bordoneo del inflexible. Y uno ve ahí un hogar y una esperanza.

He visto últimamente reproches contra los que cometemos el pecado de tibieza. Se nos acusa de equidistantes, indiferentes, faltos de compromiso, fatalmente conservadores. Nuestro silencio se interpreta como dejación y cobardía. No hacemos nada para salvar el mundo, no nos comprometemos.

Creo que hay una mezcla de optimismo y desengaño que puede ser un compromiso. No tenemos la valentía de limpiar úlceras en los trópicos o lanzarnos al mar en una noche de tormenta para rescatar a otros seres humanos, pero aquí, en este espacio de libertad ilimitada también somos necesarios. No colaboramos con el bien, pero somos pequeños diques contra el mal, siempre convencido de actuar por una causa noble. Contra lo que detestamos, contra lo estúpido y lo injusto, sarcasmo, mofa y befa. Sin dudarlo. Pero libres del légamo del rencor, sabiendo que, privilegiados del mundo como somos, no nos hemos ganado el derecho a odiar.

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George Underwood

 

De la costumbre de hablar con los animales

05 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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animales, lenguaje, niños

Los niños son de suyo animistas. Le dibujan una cara al sol, a la luna o a una flor, las ventanas son ojos. En su mundo recién creado las cosas apenas han empezado a tener un nombre y ellos, aún no escindidos de lo real, hablan con ellas de igual a igual.

En algún momento nuestra especie dio un paso más allá y trascendió la dialéctica del depredador y la víctima que definía nuestra relación con los animales para pasar a un sojuzgamiento que fue también una alianza. El libro del Génesis registra con perspicacia ese salto hacia un yugo y un apego nuevos: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra».

El hombre habla con los animales. Pronto las voces del sometimiento y la doma se saturarían de afectos. El jinete susurra al oído de su cabalgadura para calmarla, el cazador felicita a su buen perro, el pastor conoce por sus nombres a los animales del rebaño. Les ponemos un nombre propio que los singulariza. Aún recordamos que se llamaba Argos y que fue fiel a Odiseo hasta el final.

En el mito y la fábula los animales entienden nuestra lengua. Aliados o enemigos, profetizan, aconsejan, nos previenen, nos engañan y confunden. En un mundo desencantado seguimos hablando con ellos. Todavía deseamos recuperar esa antigua alianza. Es también un delicado, fraterno reconocimiento a nuestra animalidad compartida. Todos lo hacemos. Hitler dirigiría palabras tiernas a Blondi, su pastor alemán.

Tengo ahora mismo uno de mis gatos sentado junto al teclado, lamiéndose una pata con esa indiferencia nobiliaria que se gastan. A veces maúlla y sé que quiere algo, otras veces lo oigo mumurar mientras deambula en la oscuridad y prefiero no entenderlo. A él le da igual entenderme, está acostumbrado a mi voz que le grita al ordenador y que se dirige a él con un tono ciertamente ridículo para decirle «¿quién es el gato más bonito de esta casa?» o con la sonoridad cuartelera de un «Rilke, ¿por qué no te arañas los cojones?».

Y está bien así. No necesitamos más. El niño que aún hay en nosotros desearía que nuestras queridas bestezuelas hablaran, sin saber ―con ese egoísmo abismal de los niños― que al hablar ingresarían en el tiempo, que con las palabras les ofreceríamos la conciencia del mal y de la muerte.

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