En las películas de Disney no había águilas. Las águilas no resultan simpáticas. Símbolo celeste y solar, poderosa y cruel, cae sobre sus presas desde lo alto, como el rayo y las maldiciones. Patriarcal como ella sola, su figura coronaba los estandartes de las legiones romanas y durante siglos ha encarnado en blasones, banderas y etiquetas de bebidas alcohólicas la idea del imperio.
Un grupo de personas en Estonia, de las que nada conozco y que me gusta imaginar como una benévola organización secreta, ha tenido la ocurrencia de colocar una cámara en lo alto de un árbol, junto a un nido de águilas. La cámara emite en streaming las veinticuatro horas del día. Salvo en la breve noche hiperbórea podemos asomarnos a placer a esa inmóvil actividad de un nido, al vasto tiempo de las águilas.
Una amiga y yo seguimos esa misteriosa emisión desde hace un mes. Hemos bautizado al águila como Irina, nombre que nos pareció adecuado para una madre estonia. Irina se pasa todo el día sentada sobre tres huevos. Eso es todo. No es fácil saber qué siente, el águila es de suyo inexpresiva, a su lado nuestros gatos domésticos son como Louis de Funes.
Irina deja pasar las horas. Siempre el mismo paisaje detrás, lentamente construido y modificado por la luz. El rumor del viento entre los pinos, una gran variedad de pájaros escandalosísimos. Estonia, pueden imaginarse. A veces Irina se picotea bajo el ala o da unas cabezadas encantadoras. Otras soporta estoica la lluvia, se le rizan las plumas de la cabeza con el viento o entreabre el pico y saca la lengüecilla en un gesto sobre cuyo significado (¿cansancio?, ¿sed?) no nos hemos puesto de acuerdo. Le hemos cogido cariño. Nos mandamos información, nos contamos sus monerías con una disparatada ternura heráldica. Irina tiene sus días, en ocasiones nos inquietamos por su aire desmejorado.
Si uno tiene suerte puede sorprender el momento en que Irina se harta y empieza a proferir un chillido penetrante. Desde algún inconcreto punto lejano no tarda en aparecer un águila macho. Da un par de vueltas al nido y aterriza. Puede ocurrir que, aunque ya lo tenga al lado, Irina lo siga llamando. O le cuesta parar o le está diciendo algo, no sé. Este señor águila ocupa entonces, ceremonioso, el puesto de Irina, mientras ella se echa un vuelillo. Lo he visto realizar pequeñas labores de bricolage en el nido.
Hace apenas una semana que por fin los huevos se han abierto, con algún retraso el tercero, y todo ha tomado otro cariz. De película de Kiarostami la escena ha virado a un tono de comedia familiar. El marido de Irina aparece con unos salmones tremendos, que Irina va troceando y repartiendo entre los picos ansiosos, en cantidades que obstruirían las arterias de un hombre adulto. Lo siento niños, los pollos (aguilucho es una palabra horrenda, evoca organizaciones infantiles de pedagogía totalitaria) no son veganos y crecen a una velocidad inquietante. Da cierta grima. Eso nos recuerda que pronto la función se acercará a su fin. No sé cómo acaban estas cosas, imagino que sin énfasis. Llegará un momento no planeado, no meditado, que simplemente ocurre. Uno tras otro, en un solo gesto irrevocable, se irán marchado. La cámara seguirá sobre el nido vacío, pero ya no querremos mirar, será un espectáculo insoportable.
De momento permanece ahí, inconsciente de los ojos que la miran. Me pregunto cuántos nos asomamos a diario a su vida, por qué lo hacemos. Sin duda es un hermoso espectáculo, de una sencilla, rocosa pureza, que nos devuelve la transparencia del tiempo. Pero sospecho que hay algo más. Las cosas no son fáciles, el mundo se nos muestra a veces tan complicado y nosotros los humanos tan débiles, tan equivocados, tan ciegos. La contemplación de Irina nos permite por unos instantes experimentar aquello que fue privilegio de los dioses, la intimidad con el águila y el león, condición de un paraíso que queremos creer que alguna vez tuvimos y que algún día recuperaremos.
Irina, a su bola.