Siempre podemos encontrar una excusa para justificar cualquier mala acción que hayamos cometido. La elasticidad del juicio moral sobre nosotros mismos es una de las condiciones necesarias de supervivencia. Al contrario, no es infrecuente que el recuerdo de un acto ridículo nos haga arder las mejillas aun pasados los años. La vergüenza vence al tiempo.
Los héroes homéricos, el patriciado romano, los samuráis, desconocían la culpa; el remordimiento, ese refinamiento paulino, les resultaba por completo ajeno, pero la conciencia de un comportamiento vergonzoso podía empujarlos al suicidio.
El ridículo revela explosivamente nuestra inadecuación a las leyes del mundo, grita que no hemos aprendido a vivir. No es de extrañar que con el lenguaje, con lo normativo, el sentido del ridículo haga su aparición como una epifanía que marca el fin de la infancia profunda, del mismo modo que el descubrimiento de la ridiculez en los padres señala el advenimiento de la adolescencia y su melancólica constatación en nuestros ídolos la llegada final a la madurez.
Forma parte de mis primeros recuerdos la devastadora sensación de haber hecho el gilipollas y durante toda una vida no me han faltado ocasiones para incurrir en él. Reverso garrafal del entusiasmo, el amor y la embriaguez han sido sus mejores aliados.
Nadie escapa a sus efectos deletéreos, todo el mundo puede tener un momento de torpeza, sufrir una traición del propio cuerpo. Es universal. En cortes versallescas, salones literarios, pequeñas ciudades de provincias, en aldeas, tribus, cuarteles y tripulaciones, la vergüenza ha consumido reputaciones en el acto, ha sepultado vidas.
No hay perdón para el ridículo, la vergüenza ajena es por completo distinta a la piedad, nos hace daño a nosotros mismos nos señala y eso nos irrita. No se abraza a quien nos la provoca, un denso silencio, como tras un disparo, recibe al ofensor y le conmina a alejarse con el rabo entre las piernas.
Bien lo saben los poderosos. No se superan los efectos disolventes de la risa. El ridículo acabó con la carrera de Ana Botella y de Cristina Cifuentes, la supervivencia de Pedro Jota después de que media España lo viera recibir una lluvia dorada en corpiño evoca a esas criaturas que empiezan a repoblar un atolón del Pacífico tras un ensayo nuclear. Nada hay más destructivo que ser el hazmerreír. Encarcele, deporte, ejecute a cientos de miles, siempre habrá alguien que lo defienda; pero pruebe a que le suenen las tripas ante las cámaras, sólo le esperará el vacío y el olvido.
Los animales no tienen sentido del ridículo y quizás sea este y no el lenguaje lo que nos define como especie. A veces pienso que la Oda a la Alegría de Schiller y Beethoven («Pero quien jamás lo haya conseguido, ¡que se aparte llorando de nuestro grupo!») adolece de cierto elitismo aristocrático, demonios, ¡los nazis o los jerarcas soviéticos no tuvieron ningún problema con ella! Propongo entonces una fraterna, humanísima Oda al Ridículo, donde todos nos veríamos reconocidos en nuestra triste rechifla, esa hilarante hermandad de condenados al fracaso. Fuimos ridículos porque nos entregamos, amamos, bebimos y abrazamos sin miedo la vida. Una melodía desvencijada y grotesca que escucharíamos entre lágrimas y mocos, corriendo hacia la oscuridad con los pantalones caídos.
Jean-Antoine Watteau. «Gilles»