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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: septiembre 2016

En voz baja

27 martes Sep 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amantes

No hay condición semejante a la de los amantes entre las sábanas. No me refiero al “vertiginoso acto del coito” en el que, en palabras de Borges, “todos los hombres son el mismo hombre”, tan misterioso, tan trivial, ni a la post coitum tristitia tras ese breve estremecimiento que tanto apreciamos (qué extraña delicadeza la del termino coloquial “correrse”) y en cuya naturaleza afín a la ola y al relámpago está el mismo origen de todos nosotros, nuestro big bang. No, hoy quiero recordar precisamente lo que ocurre cuando la fiesta ha terminado, algo que es específicamente humano.

Muchas horas de nuestra vida han transcurrido en esa tierra de nadie, pequeña embarcación a salvo del tiempo y sus terrores. Horas de deliciosa pereza y abandono, depuesta toda distancia en esa desnudez que somos. Los rostros desprenden una hermosura desusada, nada esperamos ya, nada pedimos que no sea ese instante suspendido.

Hay una recuperada franqueza en los gestos del cuerpo. Acostarte con alguien amplia desde luego el umbral de lo convencionalmente aceptable entre dos personas. Se habla sin prisa, se hace reír, a veces se traen provisiones, una figura desnuda y aterida salta con gracia de regreso a la cama tras una excursión al baño. Se besa distraídamente un hombro o se apoya la cabeza sobre el pecho o el vientre. Los dedos rozan la curva de una cadera o un tobillo, sentimos el pulso tibio de la sangre del otro bajo la palma de nuestra mano que se demora mientras escuchamos algún recuerdo infantil. La voz adquiere una delicadeza, una cualidad de ronroneo. Cuántos secretos contados, cuántas obscenas, encantadoras ternuras, cuántas promesas que no cumplimos. Fuera, tan lejos, los sonidos de la calle, el chirriar de tendederos, lavadoras y televisiones, balonazos en una pared, la lluvia golpeando en el alfeizar, ajenos a nosotros mientras la luz del día traza su curso en el techo y las paredes.

Y es incluso tan bello ese momento un poco triste del volver a vestirse para ingresar de nuevo en los exigentes mecanismos del tiempo.

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Es lo que hay

18 domingo Sep 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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biografía, escritura

Uno a veces piensa que no tiene nada interesante que contar. Algunos escritores tuvieron infancias legendarias en países lejanos, creciendo entre el sonido de diferentes lenguas, arenas blancas y pájaros extravagantes sobre el ramaje oscuro. Otros trabajaron en embajadas, hospitales o comisarías o fueron testigos privilegiados de grandes acontecimientos. Yo no he vivido los horrores ni las grandes exaltaciones de la guerra, no conozco de primera mano los lugares donde crece el poder, ni los hábitos privados de las élites, no me he codeado con las grandes mentes del siglo. En su momento viví algo despegado de los rituales de diversión o compromiso que crean la ilusión de formar parte de una generación, nunca me he sentido vinculado a nada. No soy un viajero infatigable, no he leído ni mucho menos todos los libros, mis lagunas son abrumadoras. Demonios, ni siquiera fui precozmente iniciado en el amor por una prima tenista durante un plácido verano en la Costa Brava.

El éxito me ha ignorado tenazmente y me he cerciorado de que así sea regresando por un impulso inexplicable a una modesta bohemia sin hijos en una ciudad de provincias a la que sé que nunca perteneceré del todo. Narcisista y enmadrado, demasiado pendiente de mí mismo, jamás me he volcado en causa alguna. He llevado la vida de un pequeño burgués desordenado e indolente, cuyo fuerte no han sido ni el coraje ni la perseverancia ni la sobriedad. Un no escritor que se arrepiente tardíamente y mantiene a duras penas una producción raquítica que conoce usted, queridísimo lector, y cuatro gatos. ¿A dónde voy yo con eso?

Para no profesar de nuevo el silencio necesito agarrarme ingenuamente a unas pocas certezas, incluso si se trata de falsas certezas. Quiero creer que tú y yo somos muy parecidos, que por muy únicos que nos pensemos nuestros deseos, nuestras mezquindades y nuestros fracasos, nuestras glorias privadas y nuestros estrepitosos ridículos son de algún modo compartibles. Quiero creer que por estrafalario, parcial y hasta fallido que sea mi punto de vista, puede arrojar cierta luz sobre la experiencia de lo humano.

Creer en definitiva que hay perplejidades, melancolías y asombros que pueden rescatarse del olvido, que no hay nada que no pueda ser expresado y que es digna ocupación afinar constantemente tus recursos para conseguirlo. Porque cada imagen afortunada, cada combinación de palabras que resuena en la experiencia común de los lectores es un triunfo del sentido contra el caos y la muerte.

bartonfink

Once de septiembre

12 lunes Sep 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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11S, epifanías

No ya la historia, el mismo presente no anda escaso de matanzas y espantos, pero los atentados del 11 de septiembre del año 2001 tuvieron una potencia simbólica aterradora. Cuando Karlheinz Stockhausen, el músico iconoclasta, dijo que constituían la más grande obra de arte jamás llevada a cabo todo el mundo se le echó encima. Pero tenía razón. La caligrafía de ese horror, hipertecnificado y bíblico, la manera en que fue concebido y ejecutado, la imagen de las dos colosales torres desplomándose, su prolijo barroquismo tan alejado de la monstruosa simplicidad industrial del hongo nuclear. Una forma nueva del mal había hablado con claridad y abría las puertas de una nueva época.

Mi recuerdo de aquel día de fuego y acero es, sin embargo, luminoso. Yo entonces vivía en un pueblo de Málaga. No era una casa especialmente bonita pero había un huerto con naranjas y limones luneros y allí fui muy feliz. Los hechos me sorprendieron en Madrid, a donde viajaba con frecuencia por aquel entonces para trabajar en una serie trivial. La noche anterior, en la habitación del hotel, tuve un absurdo ataque de hipocondría del que ella, al otro lado del teléfono, me sacó diciendo las palabras que eran precisas. Al día siguiente, terminada la última reunión antes de mi regreso, me dirigía en taxi a comer a casa de un amigo. Recibí una llamada de mi madre, estaba tan asustada que no se podía explicar bien. Yo pensaba que una pequeña avioneta se había estrellado contra el edificio, no entendía el terror en su voz y casi me lo tomé a broma. La radio del taxi empezó a arrojar más datos y solo entonces vislumbré la magnitud de los hechos. Todos recordamos como la catástrofe se retransmitió en directo sin que nadie supiera qué estaba pasando. Todos asistimos con una sensación alucinatoria al desplome de la primera torre, el desplome de la segunda, que ocurría ante nuestros ojos con la plácida exaltación de las pesadillas. Mi temor en aquel momento era que esa noche cancelaran todos los vuelos, tener que quedarme en Madrid en una noche llena de malos presagios.

Pude tomar finalmente mi avión. Había una atmósfera especial a bordo, donde durante una hora estaríamos privados de noticias, sobrevolando a oscuras un mundo que podría haber cambiado para siempre cuando aterrizáramos, que de hecho estaba ya cambiando. Todo el pasaje guardaba silencio, entregado a sus pensamientos y a sus temores, pensando seguramente en los viajeros que horas antes fueron instrumentos de un horror inimaginable y entonces sin rostro. Recuerdo cómo en un instante sentí que no importaba lo que pudiera ocurrir, porque había un lugar al final de aquel viaje, una casa no especialmente bonita, pero en la que había naranjas y limones y ella me esperaba, una ventana encendida que bastaba para iluminar el cielo helado sin luna que nos rodeaba a miles de metros de altura. Me sentí a salvo y en paz, nunca me pareció la noche más amable.

Han pasado quince años de aquello, todo ha cambiado. No me siento en paz ni a salvo, no sé si soy mejor que aquel que era, pero hoy puedo recordar con gratitud la extraña, íntima felicidad de aquellas horas.

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Formas de una pesadilla

03 sábado Sep 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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borrachos, exilio, muerte

¿Os habéis fijado en cómo suelen echar los camareros a los borrachos de los bares? Los agarran por detrás del cuello de la camisa y de la cintura del pantalón y los empujan a toda velocidad hacia la puerta. Desestabilizado, incapaz de responder, como un gato al que agarras del pescuezo, el desdichado bracea en el aire para no perder el equilibrio, hasta que aterriza trastabillando en la calle. Es una estrepitosa, garrafal muestra de que se está tocando fondo. Alguien al que tal cosa le ocurre debería reconsiderar seriamente lo que está haciendo con su vida, regresar en el acto a casa y convertirse a una fe cualquiera o al menos entregarse desaforadamente a una causa. No hará tal cosa, el expulsado intentará regresar al local una y otra vez hasta que le caerá una hostia y acabará bajo el cielo inclemente, con las narices sangrando, la camisa rota y la certeza de grandes jaquecas y remordimientos al día siguiente. ¿Qué le mueve entonces a intentar una entrada de nuevo? Más fuerte que el orgullo y el deliri­o de la sed, el miedo a quedarse fuera, temblando en las calles vacantes, donde en cualquier momento -ay de él-  puede sorprenderle el amanecer.

*    *    *    *    *    *    *    *

Siete años tardó Beethoven en cumplir con el encargo de una nueva sinfonía hecho por la Philharmonic Society of London. Tras no pocas dudas recuperó la vieja idea de poner música al poema «An die Freude», que Schiller escribiera en 1785, y en un gesto insensato –que ahora nos parece hasta inevitable- decide coronar su novena sinfonía con un último movimiento coral, responsable de la fama universal de la obra[1].

Veintidos años después, Bakunin y Richard Wagner entablan amistad en Dresde, donde la participación activa de Wagner en la revolución de Mayo de 1849 pondría punto final a su ventajosa posición de Kapellmeister en la corte, lanzándole de nuevo a una vida de dandy viajero y sablista, en fuga permanente de sus acreedores. El padre del anarquismo asistió a uno de los ensayos de dicha sinfonía que el hipster Wagner dirigía y cuentan que exclamó entusiasmado: «Todo, todo se hundirá, nada más subsistirá; tampoco la música ni las demás artes… Sólo esto no se hundirá jamás y subsistirá eternamente”. La desalmada, aterradora frivolidad de los visionarios.

Desde entonces su condición de misa laica se ha hipertrofiado hasta lo indecible. Símbolo de fraternidad y de una cierta idea humanista de occidente, incluso ha sido elegida como himno oficial de la Unión Europea, irremediablemente trivializada. Por eso llama la atención encontrar en ella unos versos de extraña dureza.

Quien logró el golpe de suerte de ser el amigo de un amigo. Quien ha conquistado una noble mujer, ¡que una su júbilo al nuestro!

¡Sí!, que venga aquel que en la Tierra pueda llamar suya siquiera un alma. Y quien no pueda hacerlo, aléjese llorando de esta hermandad.

Hay una crueldad del todo innecesaria, que me trae a la mente unas desconcertantes palabras de Cristo, de cierto sabor gnóstico: “Porque a todo el que tiene, más se le dará, y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará” (Mateo 25:29), Un decreto de expulsión en la gran celebración de la felicidad humana. El éxtasis dionisiaco no tiene lugar sin damnificados.

*    *    *    *    *    *    *    *

En los sueños nos quedamos súbitamente solos o se nos cierran las puertas del lugar donde los demás han encontrado refugio. Al final de “Centauros del Desierto”, cuando todo retorna al mismo principio y el orden queda restaurado, Ethan Edwards será excluido. Estoicamente se lleva una mano al brazo y se da media vuelta antes de que la puerta se cierre, condenado a vagar para siempre en una tierra baldía. El Pedro Picapiedra de nuestra niñez cumplía una y otra vez un extraño destino. Expulsado de su propia casa,  aporreaba la puerta, gritando aterrorizado el nombre de su mujer, implorando que no le dejaran solo en la calle, porque es de noche. En “2001:Una Odisea del Espacio”, Dave Bowman, en las vastas desolaciones más allá del cinturón de asteroides, suplica a un ordenador enloquecido que le franquee el paso al precario amparo de la nave Discovery, solo como jamás personaje alguno real o de ficción lo haya estado. Un infortunado campesino en “Ante la Ley”, de Frank Kafka, muere en el umbral mientras el centinela le dice al oído con voz atronadora: “Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”. En los viejos relatos de horror los fantasmas golpean las ventanas, abren las puertas, intentan desesperadamente entrar, regresar al lugar de su pasada alegría o desdicha.

*    *    *    *    *    *    *    *

Alguna vez nosotros seremos también expulsados de las grandes fiestas del sol y los sarmientos, quedarán fuera de nuestro alcance las últimas cerezas del verano, la alegría temblorosa de los perros, la mirada del rostro amado en la oscuridad,  las canciones sentimentales y el olor del galán de noche, los fuegos y las borracheras, los pies descalzos de las mujeres, el vértigo de la velocidad, el calor del lecho, las aventuras del sueño, las dulces imposturas del recuerdo.

«De acuerdo, pero bajo protesta», decía impávido Jöns, el leal escudero de Antonius Block, cuando llega su hora en “El Séptimo Sello”.

[1] Glenn Gould, gran provocador, gustaba de desconcertar a algún entrevistador sosteniendo que el Op.126 (las breves y por lo demás fascinantes Bagatelas) era muy superior al Op.125 (la Novena Sinfonía).

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