¿Os habéis fijado en cómo suelen echar los camareros a los borrachos de los bares? Los agarran por detrás del cuello de la camisa y de la cintura del pantalón y los empujan a toda velocidad hacia la puerta. Desestabilizado, incapaz de responder, como un gato al que agarras del pescuezo, el desdichado bracea en el aire para no perder el equilibrio, hasta que aterriza trastabillando en la calle. Es una estrepitosa, garrafal muestra de que se está tocando fondo. Alguien al que tal cosa le ocurre debería reconsiderar seriamente lo que está haciendo con su vida, regresar en el acto a casa y convertirse a una fe cualquiera o al menos entregarse desaforadamente a una causa. No hará tal cosa, el expulsado intentará regresar al local una y otra vez hasta que le caerá una hostia y acabará bajo el cielo inclemente, con las narices sangrando, la camisa rota y la certeza de grandes jaquecas y remordimientos al día siguiente. ¿Qué le mueve entonces a intentar una entrada de nuevo? Más fuerte que el orgullo y el delirio de la sed, el miedo a quedarse fuera, temblando en las calles vacantes, donde en cualquier momento -ay de él- puede sorprenderle el amanecer.
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Siete años tardó Beethoven en cumplir con el encargo de una nueva sinfonía hecho por la Philharmonic Society of London. Tras no pocas dudas recuperó la vieja idea de poner música al poema «An die Freude», que Schiller escribiera en 1785, y en un gesto insensato –que ahora nos parece hasta inevitable- decide coronar su novena sinfonía con un último movimiento coral, responsable de la fama universal de la obra[1].
Veintidos años después, Bakunin y Richard Wagner entablan amistad en Dresde, donde la participación activa de Wagner en la revolución de Mayo de 1849 pondría punto final a su ventajosa posición de Kapellmeister en la corte, lanzándole de nuevo a una vida de dandy viajero y sablista, en fuga permanente de sus acreedores. El padre del anarquismo asistió a uno de los ensayos de dicha sinfonía que el hipster Wagner dirigía y cuentan que exclamó entusiasmado: «Todo, todo se hundirá, nada más subsistirá; tampoco la música ni las demás artes… Sólo esto no se hundirá jamás y subsistirá eternamente”. La desalmada, aterradora frivolidad de los visionarios.
Desde entonces su condición de misa laica se ha hipertrofiado hasta lo indecible. Símbolo de fraternidad y de una cierta idea humanista de occidente, incluso ha sido elegida como himno oficial de la Unión Europea, irremediablemente trivializada. Por eso llama la atención encontrar en ella unos versos de extraña dureza.
Quien logró el golpe de suerte de ser el amigo de un amigo. Quien ha conquistado una noble mujer, ¡que una su júbilo al nuestro!
¡Sí!, que venga aquel que en la Tierra pueda llamar suya siquiera un alma. Y quien no pueda hacerlo, aléjese llorando de esta hermandad.
Hay una crueldad del todo innecesaria, que me trae a la mente unas desconcertantes palabras de Cristo, de cierto sabor gnóstico: “Porque a todo el que tiene, más se le dará, y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará” (Mateo 25:29), Un decreto de expulsión en la gran celebración de la felicidad humana. El éxtasis dionisiaco no tiene lugar sin damnificados.
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En los sueños nos quedamos súbitamente solos o se nos cierran las puertas del lugar donde los demás han encontrado refugio. Al final de “Centauros del Desierto”, cuando todo retorna al mismo principio y el orden queda restaurado, Ethan Edwards será excluido. Estoicamente se lleva una mano al brazo y se da media vuelta antes de que la puerta se cierre, condenado a vagar para siempre en una tierra baldía. El Pedro Picapiedra de nuestra niñez cumplía una y otra vez un extraño destino. Expulsado de su propia casa, aporreaba la puerta, gritando aterrorizado el nombre de su mujer, implorando que no le dejaran solo en la calle, porque es de noche. En “2001:Una Odisea del Espacio”, Dave Bowman, en las vastas desolaciones más allá del cinturón de asteroides, suplica a un ordenador enloquecido que le franquee el paso al precario amparo de la nave Discovery, solo como jamás personaje alguno real o de ficción lo haya estado. Un infortunado campesino en “Ante la Ley”, de Frank Kafka, muere en el umbral mientras el centinela le dice al oído con voz atronadora: “Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”. En los viejos relatos de horror los fantasmas golpean las ventanas, abren las puertas, intentan desesperadamente entrar, regresar al lugar de su pasada alegría o desdicha.
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Alguna vez nosotros seremos también expulsados de las grandes fiestas del sol y los sarmientos, quedarán fuera de nuestro alcance las últimas cerezas del verano, la alegría temblorosa de los perros, la mirada del rostro amado en la oscuridad, las canciones sentimentales y el olor del galán de noche, los fuegos y las borracheras, los pies descalzos de las mujeres, el vértigo de la velocidad, el calor del lecho, las aventuras del sueño, las dulces imposturas del recuerdo.
«De acuerdo, pero bajo protesta», decía impávido Jöns, el leal escudero de Antonius Block, cuando llega su hora en “El Séptimo Sello”.
[1] Glenn Gould, gran provocador, gustaba de desconcertar a algún entrevistador sosteniendo que el Op.126 (las breves y por lo demás fascinantes Bagatelas) era muy superior al Op.125 (la Novena Sinfonía).
