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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: mayo 2021

El barrio

31 lunes May 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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barrio, costumbres, mudanzas

Cada mudanza es una catástrofe articulada, un proceso de cambio y un desprenderse de lo superfluo, una baliza que escande el tiempo de nuestras vidas. Muerte de una parte de nosotros y resurrección en una nueva escenografía de lo íntimo, un nuevo paisaje para la melancolía. También supone ser adoptado por un nuevo barrio.

Cambiamos de casa y un mundo por explorar se nos ofrece. Calles, tiendas y tabernas de los que a partir de ese instante estará hecho el tejido mismo de nuestros días, hasta que llegamos a olvidar cómo hemos podido vivir en un sitio diferente. Pronto desaparece la novedad y otra belleza, la de lo acostumbrado, hace su aparición. Mucho antes de que el nuevo decorado de nuestra historia empiece a aparecer en los sueños, ya hemos desarrollado una trama de afectos con sus negocios, un vínculo con sus esquinas y los personajes que lo pueblan, con su aspecto cambiante a lo largo de las estaciones. Sin darnos cuenta, nosotros mismos pasamos a formar parte de esa comedia costumbrista que abre el telón a primeras horas del día. Imagino que mi figura barbuda y distraída, de secundario de zarzuela, mi andar un poco excéntrico, ya es algo a lo que se han acostumbrado mis vecinos o ese niño que cada mañana va al colegio.

Las pequeñas tiendas de los barrios suponen uno de los más admirables logros de la civilización, mediaciones entre la naturaleza y lo doméstico. Por un puñado de monedas, lo que maduró al sol o nadó bajo las aguas del Atlántico, termina en la privacidad de tu mesa. Hay en la variedad de las tiendas un bello principio enciclopédico de clasificación del mundo: los frutos de la tierra, las criaturas del mar, los animales de sangre caliente (semejantes a nosotros y que sacrificamos violentamente), la ropa que cubre nuestra desnudez, las herramientas con las que trabajamos, los perfumes y cosméticos que nos hacen deseables, las drogas que nos alivian de la carga del ser y las que nos libran del dolor y la muerte, el pan, antiguo como el mundo, las flores, los recuerdos de la dulzura de la infancia que nos asaltan en las papelerías… Cada tienda ofrece instancias de realidad, cada uno de los tenderos ―cómo me gustan en especial las parejas de tenderos, sus tiernas complicidades y resignaciones― da a su local un carácter especial, el genio de su oficio. La manera de seleccionar y disponer lo que le es propio, su carácter, la frecuente aparición del humor ―que magnífica, tranquila, elegante ironía la de un hombre al que hace poco le compré un hermoso sombrero― hace de cada uno de esos lugares algo único y valioso. Nos vemos envejecer, tenemos con ellos pequeñas conversaciones triviales que sería insensato evitar o despreciar porque nos enseñan tanto sobre nuestra común humanidad. Para muchos ancianos es su única vida social y nunca se encarecerá lo suficiente el cariño y la comprensión ―indicador de virtud civil, orgullo de nuestra especie― con que a diario fruteros y cajeras de los supermercados los tratan.

En la imparable tendencia a concentrar tanta diversidad en vastos centros comerciales hay no solo una sosa eficiencia desalmada sino un principio de indiferenciación, semejante a la muerte.

Hace un par de días, una de las dos muchachas que trabajan en la farmacia que frecuento ―a partir de cierta edad se frecuentan las farmacias más de lo que uno quisiera― me notificaba con los ojos enrojecidos que pronto cerrarían porque los dueños del local habían decidido vender. Uno daba por sentado que su gracia enfundada en batas blancas, la delicada belleza de ambas, su juventud, formarían parte de mi vida para siempre. Apenas conocía nada de sus vidas, pero formaban parte de la mía. Sus voces me serán arrebatadas. Es lugar común de la filosofía oriental que el principio de toda perfección pasa por aceptar la impermanencia y es uno de los motivos por los que siempre me ha resultado cordialmente antipática. Niño mal criado, no acepto el principio de realidad, no me resigno a la ley del cambio, no quiero que aquello que amo desaparezca, ¡ni siquiera quiero que cambie! Uno desearía para cada pequeña alegría de esta vida esa amable, sencilla y bulliciosa eternidad de los olores, las imágenes y los sonidos del barrio, esa modesta gloria de cada mañana.

Silencio

24 lunes May 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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música, silencio

Qué animal estruendoso somos. A nuestro lado el perro del vecino parece un circunspecto monje tibetano. Nos despertamos con un ruidoso bostezo y ya la emprendemos a golpes contra el mundo. El día se inaugura con una sinfonía grotesca de caídas de tapas de inodoros, descargas de cisternas, grifos, flatulencias y maquinillas de afeitar, motores que arrancan y persianas que se levantan. Cháchara y maldiciones. No nos basta con nuestra capacidad para el estrépito, millones de medios de reproducción multiplican hasta el delirio la aspereza articulada de nuestra voz. Fábricas, sirenas, los temibles atronamientos de la guerra. Sin duda nos hacemos notar. Y cada juntura por la que pudiera filtrarse el temido silencio la tapamos con música. La música, esa misteriosa forma del tiempo (Borges dixit), degradada a una viscosidad trivial, un engrudo que apacigua nuestra angustia de estar en el mundo. Hace tiempo que dejó de ser lo que Schopenhauer enfáticamente llamaba la voz de la voluntad para quedarse en musiquita, algo jovial y estupidizante, que nos acompaña en nuestros desplazamientos, en los talleres y en los mercados, en las tabernas y en los apareamientos, que nos da marchita, que impregna las persuasiones publicitarias y los discursos institucionales, que nos señala qué hemos de sentir en las películas. Omnipresente, narcótica y superflua. Basura.

El año pasado tuvimos un ensayo general de un mundo más silencioso. Los animales salvajes acudieron confiados a los arrabales de nuestras ciudades. No se nos oía apenas. Duró poco. Por eso, a veces, un inmenso cansancio de nuestros miserables tumultos, las ganas de que nos callemos, el deseo de un silencio radical. Abstenerse del ruido y de la palabra, pero también dejar de opinar, dejar de juzgar, dejar de escribir (en especial acabar con las ficciones, no añadir simulacros de realidad a lo que ya nos es dado), silenciar incluso la voz de los difuntos en los anaqueles de las bibliotecas. Comportarnos como si no existiéramos, como si temiéramos que un poder malvado se percatara de nuestra presencia. Con la muda delicadeza del caracol o la nieve al caer.

Y aun así el silencio nos eludiría. Oiríamos el sonido de nuestros órganos internos, la febril actividad celular, el sonido de las raíces extendiéndose bajo tierra, la corrupción de los muertos, vientos, tormentas y oleajes. El mismo origen del universo, sus primeros instantes, no fueron un salto callado del no ser al ser sino una violencia inimaginable que todavía oímos.

No es algo de este mundo. Solo algunos, muy pocos, han llegado cerca de donde habita el silencio. Un espacio central dentro de nosotros, donde no nos alcanza el estruendo del cosmos y sus vastas ceremonias de aniquilación y desorden, ni siquiera el sonido y la furia de nuestros pensamientos. Un lugar de secreto deleite y de supremo terror, porque allí, en los confines mismos del silencio empiezan a suceder cosas.

Odilon Redon. «Silence» (1911)

Freud en Hollywood

17 lunes May 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Observaciones

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Freud, mitologías

Muchos años después de que el doctor Max Schur pusiera fin a sus sufrimientos mediante la administración de tres inyecciones de morfina, los astrónomos bautizaron con su nombre un cráter en el Oceanus Procellarum lunar. No se me ocurre una forma más hermosa de gloria, aunque uno situado en la cara oculta hubiera sido lo suyo.

Tras un agresivo desprecio por parte del estamento académico, su pensamiento se hizo dogma hasta que con el tiempo su relevancia científica fue puesta en tela de juicio. Las ideas, incluso las más ambiciosas, tienen sus ciclos. Desacreditado, impresentablemente misógino y ciertamente pasado de moda, es sin embargo difícil empequeñecer la figura de una de las pocas personas que han modificado radicalmente nuestra percepción de nosotros mismos. Copérnico nos desplaza de la centralidad a los arrabales del cosmos, Darwin desautoriza nuestro parentesco con los dioses, Freud acaba con la ilusión del yo, reducido a una frágil isla sobre un magma abismal de pulsiones irracionales. Algo inestable, doliente, problemático. Somos hijos de Freud como somos hijos de Rousseau.

Cuando yo era joven, todavía el follador pedante solía recurrir a Freud para impresionar a sus impresionables presas. La mera mención de su nombre evocaba dos cosas que a todos ―o casi todos― nos seducen: el sexo y las sombras inquietantes del sueño.

Esa doble asociación garantizó el atractivo de sus teorías y en Hollywood, la cantera del imaginario colectivo durante el pasado siglo, se puso de moda el melodrama freudiano, que siempre ha dado películas interesantes pero fallidas; del Marnie de Hitchcock a frutos tardíos como Eyes Wide Shut, el último Kubrick, desafiantemente anticuado.

Revisar recientemente un film de John Huston (Freud, 1961), me hizo comprender cómo una teoría que tanto ofende a nuestro narcisismo pudo capturar la imaginación de las masas. Las formas degradadas y populares de una mitología ―y el psicoanálisis lo es― arrojan una interesante luz sobre sus verdaderas implicaciones.

La indagación psicoanalítica ofrece una interesante variación sobre el viejo relato detectivesco. La inteligencia del analista-policía descifra una serie de pistas encriptadas para resolver un misterio. Mecanismo de desvelamiento por el que de la textura oracular del lenguaje onírico acaba surgiendo una explicación coherente. Al viejo atractivo de las artes mánticas se añade un charme científico un poquito snob. Más chocante me resultó que todo apareciera teñido de resonancias religiosas. Una voz en off abre y cierra el film sobre imágenes abstractas que evocan el caos indiferenciado previo al fiat lux. Freud, profeta de una nueva devoción, experimenta epifanías y también caídas; duda, tiene miedo de su propia grandeza, pero los sueños despejan sus vacilaciones y le abren el camino. Su terapia es también una liturgia. La curación de sus pacientes en trance hipnótico evoca la expulsión del mal del cuerpo del endemoniado. Los ciegos recuperan la vista y el bueno de Montgomery Clift puede decir levántate y anda sin asomo de rubor. Expuesta la verdad, sacada a la luz, la magia de la curación sucede. Semejante idealización del poder de la verdad solo podría haber tenido lugar en la cultura alemana.

Freud nos descubre que hasta la vida más anodina esconde catástrofes íntimas y secretos inconfesables. Hay una novela interior, clandestina, misteriosa y perversa en cualquiera de nosotros. El psicoanálisis nos hace interesantes. ¿Cómo no iba a seducir a las asistentes a los clubs de lectura de Utah como sedujo a la élite intelectual de Europa?

Finalmente, la nueva visión del yo que inaugura nuestro fumador compulsivo vienés crea un estatuto de irresponsabilidad personal. La buena nueva del niño como perverso polimorfo nos hace definitivamente inocentes. Nuestras neurosis, debilidades y miserias provienen de un trauma pretérito. Todos somos niños heridos. No se produce la abolición de la culpa, sino su desplazamiento hacia los padres y hacia el principio de realidad, al que pasamos a llamar el sistema.

Se me ocurre que semejante esquema de pensamiento se ha transferido con éxito a minorías y hasta a naciones enteras. España, así, sería un país neurotizado que puede cómodamente eludir sus responsabilidades apelando al trauma del franquismo, fuente de nuestras flaquezas y nuestras rendiciones. Cuarenta años de terapia tras la muerte física del padre no han supuesto su muerte simbólica. Mientras, seguimos regodeándonos en fantasías edípicas con la desdichada Segunda República.

Quizás sería tiempo de levantarnos del diván del analista y marcharnos sin pagar, olvidar de una vez el sórdido relato familiar, abandonar los oscuros salones donde habita el principio de muerte y salir al aire de la calle, llena de luz e incertidumbres, pero por eso también llena de posibilidades y de futuro.

    Corcovado

    10 lunes May 2021

    Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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    azar, jorobado

    Jorobado y rejorobado, hay en su cara algo de un Anthony Perkins que saliera mal. Su presencia ha puntuado mi vida desde finales del siglo pasado, no menos que las parejas que he tenido o las casas donde viví. Pasan los años, yo cambio y su desdicha permanece. Lo he conocido casi niño. Durante los fastos del 92, en los que España proclamaba su fervor por el futuro, ya me lo cruzaba por las calles con la truculencia medieval de su chepa y un deambular que era una catástrofe cubista. A veces iba con sus padres, chatarreros de edad indefinida, con una aspereza mineral, terrosa, como recién arrancados de unos surcos, unidos en el mismo rictus de amargura, derrotados para siempre por una maldición. Ya era un adolescente cuando arrastraba él solo la pesada carga de un carro abarrotado de cadáveres de objetos, de todo aquello ya desvencijado, inútil y sin dueño. No importa que por entonces yo viviera en una inestable precariedad, cuando me encontraba con él era incapaz de soportar su mirada, donde ardía una antigua vergüenza de bestia de tiro. Ajeno a la salud de la calle en una mañana de primavera, a la belleza de las muchachas que caminaban, a todo aquello de lo que se sabía para siempre excluido, su humillante camisa sucia, bandera de todas las rendiciones, proclamaba el exilio irrevocable de la esperanza.

    Nunca lo he dejado de ver. Cuando creo haberlo olvidado, reaparece en mis pasos por la ciudad. Yo envejezco y él parece no tocado por el tiempo, como si ni siquiera el gran destructor pudiera añadir más agravios a su desventura. Ahora me lo cruzo por mi barrio. Trabaja para la ONCE y lo han pertrechado con un chaleco y un datáfono. Imagino que la posesión de un uniforme lo hace no sentirse el último de los hombres. Lo percibo casi ufano. Ujieres y botones conocieron antaño ese alivio. Qué extraño que las víctimas de un destino adverso sean las encargadas de dispensar las seducciones del azar. Incluso en nuestro mundo desencantado, permanece algo irracional y pagano, algo que no extrañaría a un asirio. No ha llegado el día en que lo haya visto sonreír.

    ¿Por qué iba a hacerlo?, no le faltan motivos para el odio y la blasfemia ante esa broma pesada en que se ha visto implicado. Su vida ausente de alegría clama al cielo, ofende al mundo y me pone aun un nudo en la garganta. Bien sé que el universo es un lugar indiferente, feroz y cruel; que nuestra misma existencia en medio de eternidades, vastas violencias y espantos es un afortunado azar, que no son posibles los milagros, pues nada puede modificar la sucesión de causas y efectos sin comprometer la misma urdimbre del tiempo. Poco puedo hacer por él salvo escribir estas líneas efímeras ―yo mismo, inmensamente desconocido y abocado a la extinción y al prematuro olvido que aguarda a aquellos sin descendencia― dando testimonio de que vivió. Puedo desear y escribir, aunque sea mentira, que en sus sueños se alza bajo el sol erguido y libre de la dura ley de las causas y los efectos, capaz de amar y ser amado, como si las cosas hubieran sido de otra manera.

    Paul Klee. «Error en verde» (1930)

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