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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: noviembre 2020

¡Y sin moverte de casa!

29 domingo Nov 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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burocracia, guerras culturales, redes sociales

Cuando yo estudiaba derecho, un profesor se declaró enamorado intelectualmente de la idea del “silencio administrativo”, concepto de gran enjundia del que emana una suerte de horror metafísico que evoca las ficciones del más famoso de los escritores checos. Hasta ahora la administración brindaba al ciudadano la experiencia más completa de esa mezcla de absurdo, estremecimiento y opresión que impregna la obra de Franz Kafka. El ciudadano se siente enfrentado a una maquinaria impersonal, inasequible a la piedad o a otra lógica que no sea la razón perentoria, inapelable de los plazos; que se expresa en una lengua misteriosa como un oráculo, prolija pero ininteligible (en El Castillo, al otro lado del teléfono, el agrimensor K. siempre oye una voz tan remota que es incapaz de entender lo que le están diciendo). Un poder concebido para ponerte obstáculos o castigarte, al que tus circunstancias le son indiferentes, capaz de hacer pedazos tu vida sin inmutarse, un poder que «no entiende de barcos». Vigilante, anónimo e invisible, carece de rostro y por tanto de responsabilidad. Hasta el más probo ciudadano experimenta un escalofrío de culpa preventiva al recibir un certificado oficial.

Sin darnos cuenta y sin que en lo esencial ―salvo coloridos diseños corporativos y voluntariosos despliegues de propaganda ideológica y moral― la burocracia haya modificado su esencia desde el imperio austrohúngaro, un nuevo competidor ha aparecido en el mercado de lo kafkiano. Me refiero al entorno digital, que reúne las mismas características: hermetismo, anonimato, irresponsabilidad. Las actividades que nos son precisas ―contratos, certificaciones, compras, citas médicas, los flujos de un dinero prácticamente desmaterializado― son reguladas por aplicaciones con un código tan intrincado como arcano, desarrollado y renovado sin descanso por una élite hiperespecializada, generalmente ágrafa, cada vez más ajena a las sutilezas del viejo lenguaje analógico. Un software sofisticado, pero vulnerable. Se trata de sistemas crecientemente complejos y por tanto crecientemente falibles (las bacterias no enferman, los moluscos no tienen depresiones). Los errores de funcionamiento serán cada vez más frecuentes, grandes capas de la población alejadas de las destrezas básicas por edad o por puro cansancio serán empujadas a la impotencia, al berrinche y al ictus. Nadie comparece porque nadie hay al otro lado. Blasfemamos indefensos, mientras un algoritmo nos ofrece soluciones tautológicas en una extraña variedad dialectal de nuestro idioma.

El patriciado encargado de alimentar esta extensión de nuestro sistema nervioso es la minoría más poderosa del planeta. Mientras con una mano destruye millones de tradicionales puestos de trabajo ―ha acabado con la prensa y con el negocio musical y acabará con el pequeño comercio, que ofrecía una ilusión de diversidad a nuestras ciudades― contribuye con fervor al contagio y difusión del credo woke, pues de un credo se trata, esa enfermedad autoinmune de nuestra civilización. Reputaciones y carreras son zarandeadas de la noche a la mañana en las redes sociales, donde la vieja labor del censor es ejercida por un software aún tentativo, que puede decretar tu muerte civil por unos días a través de un algoritmo ajeno a la ironía. Tras haber vivido décadas de entusiasmo ― ¡el futuro ya está aquí!― donde todo era posible y excitante, lo distópico se despereza de un modo muy diferente al que habríamos imaginado: sonriente, filántropo y naive, entre alardes histéricos de bondad y exigencias de pureza.

Y yo, hipócrita despavorido al que esa misma tecnología ha salvado la vida, a quien tú, lector, jamás hubieras conocido sin ella; yo, que por pura coquetería nunca quise entregarme a la facilidad senil de la jeremiada, vicio crepuscular de quienes son desalojados del escenario y empujados a la irrelevancia, termino de pulir estas profecías de desarraigado y, antes de volver a mis viejos discos, mis viejas películas, a los libros escritos por los muertos, le doy al enter y lanzo fuera de mí estas palabras que, no menos efímeras que nosotros mismos, serán rápidamente devoradas por las turbulencias digitales. A la espera inquieta del espejismo de vuestra aprobación, el breve estremecimiento de la vanidad, ese placer sucedáneo de las grandes aventuras del cuerpo y el corazón, de las embriagueces que ya no me puedo consentir, de las apasionadas locuras a las que quise consagrar mi vida.

Toque de queda

15 domingo Nov 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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noche, pandemia

La infancia paga su inocencia con sometimiento; la adolescencia, su vitalidad con angustia; la madurez, el conocimiento con decepción. Decepción del mundo, decepción de los hombres y decepción de uno mismo. No es tan terrible, se aprende a manejar el ocasional brote de melancolía, puedes vivir con ello. Sin embargo, hay momentos en la historia, como aquí y ahora, en que lo real no nos concede el alivio de la esperanza. Pensábamos hace unos meses haber recuperado el mundo, la vida que tuvimos y resulta que lo inevitable, lo que no depende de nuestros deseos ni nuestra voluntad, regresa e impone su dominio. Volveremos a los encierros, volveremos a perder las horas de una vida que pudo ser, volveremos a tener miedo a una muerte posible, los otros serán de nuevo una amenaza y las íntimas catástrofes de la ruina volverán a desvelarnos. Los políticos no estarán a la altura y los ciudadanos se entregarán a la furia, al veneno de las ideas simples y a los mercaderes de humo.

Mi amigo Juan Navarro a veces me habla de los tiempos de su juventud. Una larga melena cubría entonces la cabeza afeitada de tribuno romano que siempre le he conocido. Un temperamento explosivo y la lectura de Kerouac le empujaron a enrolarse en un barco pesquero que faenaba en el Gran Sol. Un día llegó su primera tormenta en alta mar. El cielo se ennegreció, alarmante, el viento empezó a soplar. Adicto a las emociones fuertes y harto de porros, se lo estaba pasando en grande con el balanceo del barco hasta que en la mirada de sus compañeros entendió el peligro. Bastó una señal de cabeza para que todos se dedicaran a plegar y amarrar cuanto había sobre cubierta. A continuación solo quedaba cerrar escotillas y refugiarse abajo, sentados en la cocina. Aguantar allí las siguientes horas «en silencio, mirándonos, pasando la botella».

Nos toca aguantar de nuevo, esperar que pase la tormenta y que la desgracia no nos alcance ni roce a quienes queremos. Cada cual tendrá su propia botella, cada cual encontrará dentro de sí aquello que le ayude a aguantar la soledad, el aguijón de la carne, el cielo negro de la tristeza y el desánimo.

Encerrado en la casa, el silencio nocturno pesa ahora de una manera especial. Uno imagina las calles vacías, recuperando sus atributos siniestros, esa sugestión de amenaza a la que no estamos acostumbrados, pero que ha formado parte de sus prestigios desde el principio de los tiempos. Como hace siglos, solo deambularán por ellas los brazos del poder, algún servidor municipal y muy pocos desconocidos. Amantes, desesperados, crápulas y criminales se dirigirán en silencio a sus asuntos bajo un firmamento indiferente. Asuntos que es agradable imaginar en la cama, mientras te dejas arrebatar por el sueño.

No hay mucho más, una desolación sin grandeza, un apocalipsis de clase media, un coñazo triste. Uno no puede decir algo consolador sin resultar trivial. Poco nos queda cierto entre las manos. Solo de una cosa estoy seguro: si alguna vez salimos de esta, no habremos aprendido nada.

Jakub Schikaneder (1855-1924)

Qué bonito es el campo

07 sábado Nov 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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ciudades, naturaleza

El mundo es bello y hostil y terrible. Una convulsa sobreabundancia de vida en expansión que desea perdurar. Los seres vivos se hacen más complejos, aparece el movimiento, se dotan de extremidades y de sentidos fabulosos que los ponen en contacto con la realidad y no para conocerla sino para las dos actividades a que la vida se reduce: perseguir y huir.

Armados de aguijones, venenos, garras y colmillos, se construyen a sí mismos incorporando los restos de otros seres a los que han arrebatado el ser. Las criaturas tienen miedo las unas de las otras. En contra del mito, no hemos sido expulsados de la naturaleza, hemos huido de ella.

Las ciudades surgen como una tentativa de poner fin a ese estado de fuga permanente, un medio de protegernos de una intemperie llena de peligros; serían así fruto del amor, de un ánimo de amparo mutuo. Tras sus murallas nos imponemos leyes para protegernos de nosotros mismos, leyes que por duras que puedan parecer siempre serán más clementes que la dura ley del tiempo. Adornadas con templos e intimidantes monumentos en que el poder se celebra a sí mismo, con avenidas y parques públicos que simbolizan y evocan el reino que abandonamos, dotadas de vastas ingenierías ocultas para la evacuación de nuestras deyecciones, son el lugar de la sociabilidad, del intercambio y del azar, de la novedad y el cambio. Todo es posible en sus calles bendecidas por el anonimato, las riquezas del planeta colman sus puertos, grandes fortunas se ganan y se pierden en los palacios de la riqueza y en la virtualidad del ciberespacio, los placeres se refinan, la lengua se hace infinitamente sutil, las artes y el crimen florecen.

Y sin embargo no nos abandona una permanente nostalgia de nuestra áspera patria primera. María Antonieta jugaba a apacentar rebaños con su corte, las clases medias se dirigen al campo los días de fiesta, llenan los merenderos en los días de sol. Antes, cuando aún era posible escapar, los que rompían con sus ataduras se echaban al monte, se emboscaban.

El bosque, los solitarios caminos del monte, el lugar del mal encuentro, donde las fieras y el rayo pueden aniquilarnos, donde nada comparece en nuestra ayuda, librados a nuestros pobres recursos en el gran silencio de una creación que nos ignora. Allí acudimos buscando la cura de los males del siglo, nos impregnamos de los olores y los sonidos admirables de un mundo sin la huella del hombre, nos anonadamos en el sentido literal de la palabra, conscientes de nuestra insignificancia y nuestra finitud. Bajo el lento paso de las nubes olvidamos lo profano de nuestras vidas y nos sumergimos por un instante en un tiempo divinizado Hay en ese sobrecogimiento una conciencia del poder impersonal de la naturaleza, de su indiferencia respecto a nuestro destino. Vivimos una época en que lo natural aparece como una religión, donde lo humano es visto como una intrusión parasitaria. Los grandes totalitarismos exaltaban la vida primordial al aire libre. Nos conviene entender también el poder de la naturaleza para aniquilarnos. En contra de lo que habitualmente se dice, nada más natural que una pandemia. La naturaleza, con el abandono de un niño que juega, ensaya nuevas posibilidades con nosotros.

William Louis Sonntag (1822-1900), Morning in the Blue Ridge Mountains.

Nadadora

02 lunes Nov 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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alzhéimer, madre, nadadora

Mi madre murió ayer, día de Todos los Santos, por tercera vez. La primera vez coincidió con el fin de mi primera juventud. El paso a la madurez fue ese momento en que mamá ―los soldados heridos, las personas en trance de muerte a veces invocan a sus madres con ese tierno apelativo del niño―, quien te hizo a ti de su propia carne, la primera voz que escuchaste, los labios que besaban tu frente en el miedo y en la fiebre, se transforma en una señora con afición a la laca, a los cardados y al tabaco rubio fino, alguien más complicado de lo que imaginabas. Uno empieza entonces a rechazar su retahíla de agravios, su obsesión por borrar el recuerdo de su pasado, sus pequeñas vanidades, su sujeción a las convenciones. Tu madre deja de ser tu madre y pasa a ser un mero significante edípico que los psicoanalistas te instan a matar simbólicamente.

De su segunda muerte se encargó el alzhéimer. Durante años asistimos a la demolición de su mente, al despedazamiento del lenguaje y del sentido. Su memoria, su mismo aspecto se desintegraron. La mujer que quería ser como Deborah Kerr acaba usando pañales y profiriendo sonidos inarticulados.

Demasiado tarde el coronavirus, ese irrisorio ovillo de ADN fruto de una azarosa mutación en el Celeste Imperio, que tantas cosas ha destruido en nuestras vidas, ha quebrantado su inmensa fortaleza y ha puesto punto final a una agonía impía de años. Por fin María Josefa, mi madre, ha sido liberada de su carga. El alzhéimer es doblemente cruel, no solo acabó con sus recuerdos, también con los míos. Qué esfuerzos tengo que hacer ahora para recordar su humor, las canciones que nos cantaba a mi hermano Alberto y a mí cuando se sentía feliz, su brillo, su alegría y su dulzura. Casi recuerdo más vívidamente lo que de ella no conocí, lo que me llegó de oídas. Cómo durante la guerra, siendo una niña con trenzas iba cada día a llevarle la comida en una canasta a mi abuelo, encarcelado por rojo; cómo los soldados jóvenes la conocían y la saludaban con cariño al dejarla pasar ―mis padres, ambos del bando perdedor, nunca me enseñaron a odiar a los otros, algo que jamás les agradeceré lo suficiente―, cómo los hombres presos le pedían que se fuera cuando devolvían a la celda a un compañero a quien acababan de dar una paliza, porque hay cosas que los niños no deben ver.

Pero de todas esas imágenes me quedo con una. Mi madre nadaba muy bien, se jactaba de ello. En su pueblo de Asturias había dos playas: una extendía su inmensidad en la desembocadura de un río, abundante en arena y suntuosas villas de indianos; la otra, La Atalaya, era su favorita. Pedregosa, bravía, angosta, los grandes peñascos negros, deformados por el oleaje y el viento, fueron testigos de las proezas de su juventud. Yo conocí esa playa, ella me enseñó a caminar por las pozas al bajar la marea, entre fucos, anémonas, erizos y estrellas de mar. Allí se lanzaba años atrás desde una roca y se zambullía en la espuma con sus amigas, cuyos nombres siempre en diminutivo se me antojaban fabulosamente norteños. Y ahí quiero dejarla, quiero que se aleje de los farallones y pueda nadar hacia alta mar, «like the dolphins, like dolphins can swim», dando grandes brazadas, escuchando la despedida de las gaviotas rodeada de azul, bendecida por el sol, descalza, inocente, sin saber nada de su futuro en una ciudad del sur, sin saber nada ni siquiera de este hombre desencantado que alguna vez fue su pequeño y que escribe estas líneas y que, ahora sí, por fin, puede consentirse las lágrimas.

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