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Cuando yo estudiaba derecho, un profesor se declaró enamorado intelectualmente de la idea del “silencio administrativo”, concepto de gran enjundia del que emana una suerte de horror metafísico que evoca las ficciones del más famoso de los escritores checos. Hasta ahora la administración brindaba al ciudadano la experiencia más completa de esa mezcla de absurdo, estremecimiento y opresión que impregna la obra de Franz Kafka. El ciudadano se siente enfrentado a una maquinaria impersonal, inasequible a la piedad o a otra lógica que no sea la razón perentoria, inapelable de los plazos; que se expresa en una lengua misteriosa como un oráculo, prolija pero ininteligible (en El Castillo, al otro lado del teléfono, el agrimensor K. siempre oye una voz tan remota que es incapaz de entender lo que le están diciendo). Un poder concebido para ponerte obstáculos o castigarte, al que tus circunstancias le son indiferentes, capaz de hacer pedazos tu vida sin inmutarse, un poder que «no entiende de barcos». Vigilante, anónimo e invisible, carece de rostro y por tanto de responsabilidad. Hasta el más probo ciudadano experimenta un escalofrío de culpa preventiva al recibir un certificado oficial.
Sin darnos cuenta y sin que en lo esencial ―salvo coloridos diseños corporativos y voluntariosos despliegues de propaganda ideológica y moral― la burocracia haya modificado su esencia desde el imperio austrohúngaro, un nuevo competidor ha aparecido en el mercado de lo kafkiano. Me refiero al entorno digital, que reúne las mismas características: hermetismo, anonimato, irresponsabilidad. Las actividades que nos son precisas ―contratos, certificaciones, compras, citas médicas, los flujos de un dinero prácticamente desmaterializado― son reguladas por aplicaciones con un código tan intrincado como arcano, desarrollado y renovado sin descanso por una élite hiperespecializada, generalmente ágrafa, cada vez más ajena a las sutilezas del viejo lenguaje analógico. Un software sofisticado, pero vulnerable. Se trata de sistemas crecientemente complejos y por tanto crecientemente falibles (las bacterias no enferman, los moluscos no tienen depresiones). Los errores de funcionamiento serán cada vez más frecuentes, grandes capas de la población alejadas de las destrezas básicas por edad o por puro cansancio serán empujadas a la impotencia, al berrinche y al ictus. Nadie comparece porque nadie hay al otro lado. Blasfemamos indefensos, mientras un algoritmo nos ofrece soluciones tautológicas en una extraña variedad dialectal de nuestro idioma.
El patriciado encargado de alimentar esta extensión de nuestro sistema nervioso es la minoría más poderosa del planeta. Mientras con una mano destruye millones de tradicionales puestos de trabajo ―ha acabado con la prensa y con el negocio musical y acabará con el pequeño comercio, que ofrecía una ilusión de diversidad a nuestras ciudades― contribuye con fervor al contagio y difusión del credo woke, pues de un credo se trata, esa enfermedad autoinmune de nuestra civilización. Reputaciones y carreras son zarandeadas de la noche a la mañana en las redes sociales, donde la vieja labor del censor es ejercida por un software aún tentativo, que puede decretar tu muerte civil por unos días a través de un algoritmo ajeno a la ironía. Tras haber vivido décadas de entusiasmo ― ¡el futuro ya está aquí!― donde todo era posible y excitante, lo distópico se despereza de un modo muy diferente al que habríamos imaginado: sonriente, filántropo y naive, entre alardes histéricos de bondad y exigencias de pureza.
Y yo, hipócrita despavorido al que esa misma tecnología ha salvado la vida, a quien tú, lector, jamás hubieras conocido sin ella; yo, que por pura coquetería nunca quise entregarme a la facilidad senil de la jeremiada, vicio crepuscular de quienes son desalojados del escenario y empujados a la irrelevancia, termino de pulir estas profecías de desarraigado y, antes de volver a mis viejos discos, mis viejas películas, a los libros escritos por los muertos, le doy al enter y lanzo fuera de mí estas palabras que, no menos efímeras que nosotros mismos, serán rápidamente devoradas por las turbulencias digitales. A la espera inquieta del espejismo de vuestra aprobación, el breve estremecimiento de la vanidad, ese placer sucedáneo de las grandes aventuras del cuerpo y el corazón, de las embriagueces que ya no me puedo consentir, de las apasionadas locuras a las que quise consagrar mi vida.
