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El hombre es un ser que bosteza. El bostezo, que compartimos con otros vertebrados y cuya función fisiológica dista de estar clara, contagioso residuo evolutivo, recordatorio de nuestra condición animal. Su duración y esa creciente intensidad que se resuelve en laxitud lo emparentan con el orgasmo.
Las princesas de los cuentos bostezan delicadamente en esas mañanas esplendidas de la leyenda, contempladas por pájaros, ciervos y ardillas a los pies de la cama. Uno recuerda cuánto ha amado a sus novias bostezando al empezar el día, un bostezo luminoso que las inauguraba. Otros bostezan a la puesta del sol, cuando llegan a un lecho que se han ganado con su sudor y sus huesos molidos. Y mientras fuera se desatan los terrores de la noche, se sumergen en las perplejidades del sueño, agotados tras haber modificado el mundo con sus manos o ampliado los dominios del espíritu. El bostezo de los justos.
Y está el bostezo puramente negativo del aburrimiento, el bostezo de las malas películas y las novelas flojas, de esa sinfonía de Bruckner que nunca se acaba, tu bostezo, lector, al leerme; la barricada de bostezos con los que la humanidad se defiende a diario de los enemigos de la alegría, de las palabras innecesarias del político y el pedante, del bobo solemne y el coñazo imperdonable, de todo aquello que nos quita las ganas de vivir. Siempre me ha impresionado la foto de la carpeta interior de aquel Sticky Fingers de los Stones que abría la década de los 70. En ella, ligeramente separado del resto de la banda, Mick Jagger, las manos en los bolsillos de su chaqueta, bosteza ostentoso, desafiante. ¡Qué carga de provocación! A su lado otra imagen icónica del momento, el joven que arroja un adoquín o un cóctel molotov, se nos antoja la de un dócil servidor de las ideologías. El poder siempre ha aprovechado los excedentes de energía de la juventud, su deseo de romper con las tutelas de la infancia y derribar la figura del padre, para regar con su sangre los campos de batalla del mundo. El Street fighting man que ellos cantaron en otro disco, no deja de ser un soldado, que es una variación letal de la figura del esclavo. El bostezo, como otras funciones del cuerpo, es una bestial e inconveniente falta de respeto, nada más corrosivo contra toda solemnidad; por eso te enseñan a llevarte la mano a la boca y disimularlo. El niñato de la foto―no el Mick Jagger real, ese aburrido petulante― no se oculta, te bosteza en toda la cara, bosteza porque tiene resaca, porque ha pasado la noche follando, porque no le interesas, porque no cree en nada, porque me aburre usted, señora, bosteza con una insolencia que aniquila leyes y principios. El bostezo de Sticky Fingers certifica el fin de un milenio y sus certezas.
Hemos bostezado mucho en este año, sin poder salir de un apocalipsis que empezó como tragedia y ha derivado en un costumbrismo tedioso y sin esperanzas. Qué mala sensación de final, qué pocas ganas, qué lata todo. En las tardes de desventura me entretengo con teologías de la aniquilación, a la violenta exuberancia de un big bang opongo la pura pasividad del horizonte de sucesos que todo lo engulle. El mundo arrancó con una violenta expansión cargada de futuro y acabará en un silencioso bostezo final.
Y mientras escribo estas lúgubres divagaciones, mi gato se despereza a mi lado, arquea el lomo y estira las patas, bosteza para salirse del tiempo, se lame aristocráticamente las pelotas y tras decirme algo que nunca acabo de entender se dirige resuelto al patio donde el sol empieza a manchar las hojas. ¿A qué?, a olfatear el aire, a sentir el fresco de la mañana en sus bigotes y corretear tras algún pájaro. A lo que verdaderamente importa.