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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: abril 2019

Vae victis

29 lunes Abr 2019

Posted by Salvador Perpiñá in política

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derrota, elecciones, PP

Registraba Cioran con su habitual perspicacia cómo le sorprendió un comentario de una señora de apariencia corriente en el museo del Prado, «con Felipe II empieza nuestra decadencia», revelador de hasta qué punto un sentimiento de caída, de acabamiento, es moneda común entre nosotros. Igual que en tantas otras cosas se equivoca Santiago Abascal al sostener, perentorio, que «España unida nunca ha sido vencida». Una parte de mi infancia coincidió con el final del régimen franquista. Un libro titulado Lecturas Históricas pretendía exaltar las gestas nacionales, pero hasta un niño podía darse cuenta de que la historia de España era a partir de cierta época una sucesión de derrotas, un aprendizaje de la decepción. Todo lo tuvimos y todo lo perdimos. Lo hacíamos con dignidad y con frases de mucho lucimiento, pero lo cierto es que nos dieron hasta en el cielo de la boca. Esto hace de nosotros un país ligeramente disfuncional, pero sin duda interesante. «No hay segundos actos en las vidas americanas», decía Scott Fitzgerald. Nosotros, por el contrario, somos el país de las segundas oportunidades. Ni siquiera tenemos una palabra equivalente a ese ominoso loser y tuvimos que utilizar el feo calco de perdedor. Y yo lo celebro.  La naturaleza ―medida de toda moral para el rousseauniano sentimental― no es amable con los que pierden, esa piedad forma parte de las conquistas de lo humano.

Viene esto al caso de una imagen tremenda que nos brindó ayer la noche electoral. Tras un resultado calamitoso, los seguidores del Partido Popular no acudieron a arropar al líder en desgracia. Donde hace unos pocos años se agitaba un campo de banderas eufóricas, solo teníamos el aburrimiento dominical y nocturno de una calle cualquiera de Madrid. Unas escuetas instalaciones previstas para el caso de una celebración que no tuvo lugar subrayaban la melancolía de la escena. Así ocurren las cosas. Me sorprendió sentir cierta tristeza, como la sentí hace años tras un batacazo espectacular de IU. ¿Por qué habría de compadecerme de un político mediocre y con aspecto de vivales, aprendiz almidonado de halcón, de alguien que se ha ganado a pulso la derrota escorando temerariamente su partido hacia la derecha dura? Quizá porque sé lo que se siente, casi todos lo sabemos. Vivir te hace experto en rendiciones. Desde el sabor acre del polvo y la sangre en los labios del niño hasta la zozobra de los grandes fracasos del amor, los sueños de fortuna frustrados, el dolor insoportable de las pérdidas. Esa dimensión de incumplimiento en nuestras vidas nos iguala a todos.

Quienes tuvieron poder y lo perdieron hablan de un brusco vacío que crece a su alrededor. Privados de la noche a la mañana de la capacidad de dispensar favores, todo un ecosistema de lealtades y afectos se viene abajo. «This is the way the world ends. Not with a bang but with a whimper». Los teléfonos dejan de sonar.

Alejado del mando, donde no le hubiera temblado la mano a la hora de firmar leyes  ―y cada ley que se sanciona tiene consecuencias y supone damnificados― Pablo Casado se iría anoche a dormir con una desazón en el estómago. Instantes antes de reclinar su cabeza ya desengominada, con el código civil dentro, sobre el pecho de su esposa, se miraría al espejo del baño, se encontraría disminuido, vagamente ridículo. La fría burla de lo irreversible.

Mientras, alguien fue el último en irse y apagó las luces en Génova 13. En el silencio enmoquetado ya empezaba a crecer un rumor futuro de puñales desenvainados.

debacle-del-pp-en-las-elecciones-generales-obtendria-el-peor-resultado-de-su-historia

Una fotografía

15 lunes Abr 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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felicidad, fotografías, matrimonio

No conocía esta foto de Elliott Erwitt, uno de esos fotógrafos menos interesados por los aspectos formales de su arte (con excepciones como su monumental Brighton Beach, 1956) que por captar la singularidad del instante o, diría un detractor, lo pintoresco.

“Spain, Valencia, 1952”. Resulta difícil no quedar atrapado por el encanto de esta escena. Una pareja baila absorta en el interior de una cocina en una mañana soleada. La luz de lo que creemos eterno es siempre la buena luz de las primeras horas del día. Las alpargatas y la ropa de trabajo nos predisponen a favor de ambos, nos hacen pensar que trabajan con sus manos y que sus cuerpos aún jóvenes conocen los grandes cansancios del obrero. Nos choca imaginar ese desenfado en la que imaginamos casta y sobria España de los 50, hasta que nos enteramos de que en realidad se trata del fotógrafo Robert Frank y su esposa Mary. No debería afectarnos, a veces, solo a veces, la escueta verdad no es tan importante como lo que la imagen nos dice.

¿Y qué nos dice? La fotografía nos habla de la posibilidad de la alegría. Incluso en un mundo árido ―y la sociedad española del momento, hecha de escasez y decencia obligatoria lo era― los seres humanos podemos construir islas de libertad fuera de la tiranía de las costumbres. En el espacio de lo privado una pareja escucha alguna canción en la radio ―no se ha hablado lo suficiente sobre las relaciones entre la idea de la felicidad y la música popular― y espontáneamente se entrega al baile.

Existe un eros conyugal a menudo desdeñado por el eterno adolescente. Vivir juntos, repetir lo que hicieron nuestros padres, casi como jugando a ser adultos. Se habita un espacio acotado, un reino de privacidad que embellecemos con nuestros medios modestos, algo que es nuestro, de los dos, cada rincón saturado de ternuras y dulces obscenidades. Contaba Frederic Raphael, el guionista de Eyes Wide Shut, que a Stanley Kubrick le fascinaba la figura de una mujer desnuda que abre de noche un frigorífico. Con los años se pierde la voluntad de una nueva convivencia, nos volvemos demasiado egoístas, demasiado maniáticos. Peores.

Nos asombra ver en las biografías de la primera mitad del siglo pasado cómo las parejas se casaban muy jóvenes y muy deprisa. El matrimonio era la vía menos conflictiva para acceder al sexo. Ajenos a los largos noviazgos y vacilaciones de una sociedad que vive el amor con una prudente cautela de consumidor, el contrato matrimonial coincidía con los primeros meses de entusiasmo venéreo, antes de que el hábito, la crianza de los hijos o el conocimiento del fondo intratable de cada cual empezaran a erosionar las delicias del himeneo.

Bailando en la cocina, el corazón de la casa, el lugar donde se enciende el fuego, donde se opera la alquimia de los alimentos y se almacenan cazos y sartenes, cucharones y vasos, los humildes objetos que nos acompañan y nos sirven en el breve espacio de nuestras vidas. Y allí están Robert y Mary, suspendidos en el tiempo, mientras en la radio suena la melodía que elige nuestro deseo, sintiendo el aliento tibio del otro en la mejilla. Moviéndose al unísono, resonando en el pecho el corazón ajeno, formando una fabulosa figura mitológica, dual, lo más parecido a aquella fusión de los cuerpos que anhelaba un desesperado Lucrecio en aquel dramático, clarividente pasaje del “De rerum natura”. Una mano toma la delicada cintura de una muchacha y la mano de ella se deja caer con cierto desmayo sobre el cuello de él. Mirad esa mano, decidme si hay algo más hermoso en el mundo.

Dejémoslos ahí, en esa devoción compartida, en el éxtasis común que ya celebró John Donne, con palabras mucho mejores que las mías, en aquellos versos de “The Sun Rising”:

«Ella es todos los reinos y yo, todos los príncipes,
y fuera de nosotros nada existe;
nos imitan los príncipes. Comparado con esto,
todo honor es remedo, toda riqueza, alquimia».

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La tontica

08 lunes Abr 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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tonticos, vida de barrio

No sé cómo se llama, soy muy malo recordando los nombres y el color de los ojos, pero vive muy cerca de mí. La primera callejuela a la izquierda. Es una casa muy pequeña, la mínima expresión de una casa. La que hubiera pintado una niña, porque ella es como una niña. En tiempos más feroces y más humanos la hubieran llamado un alma de dios y no esa hipocresía funcionarial y santurrona de persona con capacidades diferentes. Qué desastre, la pobre, qué desastre. El pelo corto y áspero y gris. Es muy canija, tiene la fragilidad de Audrey Hepburn y la fealdad de Gloria Fuertes. Camina a pasitos ligeros pero vacilantes, un poco inclinada hacia delante, como a punto de caerse, los ojos en un asombro permanente. Es difícil adivinar su edad, viste como un hombre, en concreto como un cura obrero y si le das los buenos días se pone contentísima y te responde con una vocecilla gangosa y precaria. A veces la acompaña un perro chico, otras te pide dinero. Las personas como ella son un espectacular anacronismo en la aseada Unión Europea, el equivalente genésico de tirar una cabra por un campanario.

Una madre la parió y veló su sueño nervioso de tontica. No sé si amaría su tierna indefensión o maldeciría a dios por el fruto calamitoso de su vientre, pero esa madre ya no está. Su casa es visitada de vez en cuando, alguien en el mundo se preocupa por ella. Una señora muy arreglada llamó a mi puerta un día y preguntó por una mujer un poco rara que vivía en esa calle. Rara. De niño me daban miedo las cabecitas averiadas, los lunáticos. Apreciar la inocencia es un refinamiento de adulto, de alguien que ya tiene conciencia del mal.

Las ventanas de su casa están veladas por persianas, nunca he podido vislumbrar el interior. No sé si tras la puerta hay dulzura o espanto, una limpia escasez o un sórdido abigarramiento. ¿Qué canciones le gustan?, ¿qué recuerdos tiene?, ¿qué objetos queridos, inútiles, rotos guarda en sus cajones?, ¿qué le dicen los espejos?

A veces la he visto llorar mientras camina y su desconsuelo, escándalo de los escándalos, es algo capaz de encapotar los cielos y romper el corazón.

Ahora, en estos días claros de abril, se deja ver mucho por las calles en torno a Plaza Larga, saludando sonriente a los viandantes y me acuerdo de Falstaff jugando con flores como un niño en su último lecho. Todos, parroquianos, perros, gatos y pájaros sabemos que ella es la oración de la tarde y que mientas siga ahí, en ese incesante pasmo agradecido, todo irá bien.

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Giacomo Balla, «La Pazza»

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