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Si hay algo que al niño del sur que yo era le asombró del norte no fueron sus grandes verdores, la dulzura del habla o la cualidad literaria de la luz cambiante de sus cielos. Fue la desacostumbrada amplitud de sus mareas lo que me voló la cabeza.
El mar de las playas granadinas que conocía era un mar apacible, domesticado, una ampliación lógica, centelleante, del concepto de piscina. De repente un paisaje nuevo se desplegaba ante mis ojos, extensiones dramáticas de arena batidas por los vientos oceánicos, novelescas, aptas para ser habitadas por las imaginaciones aventureras de la niñez. Las mareas tenían la virtud de modificarlo. En cuestión de horas, la playa casi desaparecía en la pleamar o bien el límite de las aguas retrocedía, descubriendo paisajes oníricos, vastas arquitecturas de piedra erosionada por las olas, exhalando un olor crudo, primordial a algas y salmuera, el olor de los orígenes. En los puertos, las barcas quedaban varadas, vencidas, inservibles, esperando que el reflujo les devolviera su libertad y su gracia balanceante. El oculto fondo marino se mostraba como el interior del cuerpo humano en la mesa de operaciones o el inconsciente en los sueños. Magia y amenaza. El mar se retira instantes antes del tsunami ―cuando el terremoto de Lisboa de 1755, que marca el fin de la idea de Dios en las mentes europeas, el mar dejó a la vista pecios y monstruos marinos antes del retorno que devastaría la ciudad― como si esa revelación de lo oculto, que invierte el orden de las cosas, fuera el preludio necesario de lo apocalíptico.
La bajamar crea mundos provisionales, precarios, peces y moluscos quedan rezagados en las anfractuosidades rocosas o en el mismo fondo de arena. Como en algunas pinturas de Max Ernst el sol calienta pozas pululantes de vida; pólipos y actinias, superficies mucilaginosas que repugnan al pie descalzo.
No escasean las referencias al mar como imagen de la infinitud. Arthur Koestler concluye El cero y el infinito con un párrafo memorable después de que su protagonista, Rubashov, sea ejecutado de dos tiros en la nuca: «Una ola le alzó lentamente. Venía de lejos y proseguía majestuosamente su camino. Había sido un leve fruncimiento de la eternidad», el compositor Toru Takemitsu escribía a sus amigos en el lecho de muerte «recobraré fuerzas como una ballena, ¡y nadaré en el océano que no tiene Oeste ni Este!», Baudelaire anhela zarpar «au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!». El niño crédulo que yo era se acuerda a veces de aquellos peces atrapados en los bajíos hasta la llegada de la pleamar, como nosotros, confinados en nuestras vidas ya determinadas y escandalosamente fugaces, afanándonos nerviosos con nuestra pequeña memoria en las viejas pozas del tiempo y a veces le gusta imaginar que esperamos el instante en que cuando todo esté consumado un lento pulso de eternidad nos colme, nos levante como a una barca encallada y nos devuelva a una amplitud sin límites que sería nuestro hogar. Juego, júbilo y aventura para criaturas hechas de la misma sustancia de las estrellas.
