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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: agosto 2020

Metafísica de las mareas

26 miércoles Ago 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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mar, mareas, metafísica

Si hay algo que al niño del sur que yo era le asombró del norte no fueron sus grandes verdores, la dulzura del habla o la cualidad literaria de la luz cambiante de sus cielos. Fue la desacostumbrada amplitud de sus mareas lo que me voló la cabeza.

El mar de las playas granadinas que conocía era un mar apacible, domesticado, una ampliación lógica, centelleante, del concepto de piscina. De repente un paisaje nuevo se desplegaba ante mis ojos, extensiones dramáticas de arena batidas por los vientos oceánicos, novelescas, aptas para ser habitadas por las imaginaciones aventureras de la niñez. Las mareas tenían la virtud de modificarlo. En cuestión de horas, la playa casi desaparecía en la pleamar o bien el límite de las aguas retrocedía, descubriendo paisajes oníricos, vastas arquitecturas de piedra erosionada por las olas, exhalando un olor crudo, primordial a algas y salmuera, el olor de los orígenes. En los puertos, las barcas quedaban varadas, vencidas, inservibles, esperando que el reflujo les devolviera su libertad y su gracia balanceante. El oculto fondo marino se mostraba como el interior del cuerpo humano en la mesa de operaciones o el inconsciente en los sueños. Magia y amenaza. El mar se retira instantes antes del tsunami  ―cuando el terremoto de Lisboa de 1755, que marca el fin de la idea de Dios en las mentes europeas, el mar dejó a la vista pecios y monstruos marinos antes del retorno que devastaría la ciudad― como si esa revelación de lo oculto, que invierte el orden de las cosas, fuera el preludio necesario de lo apocalíptico.

La bajamar crea mundos provisionales, precarios, peces y moluscos quedan rezagados en las anfractuosidades rocosas o en el mismo fondo de arena. Como en algunas pinturas de Max Ernst el sol calienta pozas pululantes de vida; pólipos y actinias, superficies mucilaginosas que repugnan al pie descalzo.

No escasean las referencias al mar como imagen de la infinitud. Arthur Koestler concluye El cero y el infinito con un párrafo memorable después de que su protagonista, Rubashov, sea ejecutado de dos tiros en la nuca: «Una ola le alzó lentamente. Venía de lejos y proseguía majestuosamente su camino. Había sido un leve fruncimiento de la eternidad», el compositor Toru Takemitsu escribía a sus amigos en el lecho de muerte «recobraré fuerzas como una ballena, ¡y nadaré en el océano que no tiene Oeste ni Este!», Baudelaire anhela zarpar «au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!». El niño crédulo que yo era se acuerda a veces de aquellos peces atrapados en los bajíos hasta la llegada de la pleamar, como nosotros, confinados en nuestras vidas ya determinadas y escandalosamente fugaces, afanándonos nerviosos con nuestra pequeña memoria en las viejas pozas del tiempo y a veces le gusta imaginar que esperamos el instante en que cuando todo esté consumado un lento pulso de eternidad nos colme, nos levante como a una barca encallada y nos devuelva a una amplitud sin límites que sería nuestro hogar. Juego, júbilo y aventura para criaturas hechas de la misma sustancia de las estrellas.

Image by © Edwin Remsberg/Corbis

Elogio de la cafetera

13 jueves Ago 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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cafetera, costumbres

Pequeña divinidad doméstica, mensajera de la mañana, primer fuego del día. Su gorjeo ronco, leal, marca la hora incierta en que la luz comienza a invadir los rincones de la casa acompañada de la lenta expansión del olor del café, la droga bondadosa que corta los últimos hilos que nos atan al problemático territorio del sueño y sus peligros.

Reliquia del siglo XX, Alfonso Bialetti concibe la cafetera moka en 1933, durante el apogeo del fascismo italiano. «In casa un espresso come al bar». Hasta entonces los cafés domésticos eran una infusión floja, pálido reflejo del robusto expreso que se dispensaba en las cafeterías, lugar de la sociabilidad masculina por excelencia. El portento de Bialetti permite elaborar en el mismo hogar un café intenso, poderoso, eficiente; el hombre es atraído de vuelta a la cocina, el corazón del matriarcado. Su diseño mira al pasado, a los fervores industriales de la vieja máquina de vapor sin dejar de ser radicalmente moderno: baquelita y aluminio, los materiales de una soñada Italia futura, componían un bello objeto de estampa picassiana, que también nos recuerda los maniquíes de Chirico.

De niños nos fascinaba la magia del líquido oscuro, denso, fragante, que brotaba de su fuente central y que nos estaba vedado. Cada mañana, desde la cama podíamos escuchar los sonidos del ritual: las puertas de la alacena, el molinillo eléctrico, el agua que brota del grifo, el fósforo que enciende el hornillo. Hay un poema memorable de Vladimir Holan en el que el milagro de la resurrección de los cuerpos se produce con la sencillez de ese instante en que la madre preparaba el primer café del día. Hasta ahora es la más persuasiva escenificación que conozca de esa trágica imposibilidad.

Y un día se nos concede ese primer gesto adulto y empezamos a beber café y no tardamos en aprender el protocolo ―entre las rutinas del laboratorio y el altar― de su elaboración, que incluye deshacernos de esa arena negra y humeante, esos restos mortales a los que hemos robado el alma, el veneno que necesitamos y nos mantendrá despiertos, el café de los estudiantes, de los médicos en las guardias, de los fareros y los vigías, de los velatorios, de guardas forestales y mineros, el humanísimo café de los que velan y madrugan.

El gorgoteo de la cafetera nos acompañará toda una vida. Las breves infidelidades con el insulso café de filtro o la sofisticación de las cápsulas no nos satisfacen, porque lo que nos atrae de la cafetera moka no es solo un sabor o un aroma sino la idea de repetir cada mañana un mismo gesto, que escande el tiempo y nos proporciona la ilusión de nuestra propia continuidad. Bebemos cafeína y bebemos nuestra historia, la sustancia misma de la que está hecha nuestra vida. Todas las cafeteras que nos sirven fielmente son aquella que todavía recordamos, dando algo de sentido al mundo cada nuevo día, manteniéndonos en pie, los ojos bien abiertos a este lado de la consciencia, rescatándonos de ese simulacro de la muerte que es el dormir, modestas dispensadoras de inmortalidad.

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