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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: abril 2020

El reino

28 martes Abr 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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cuarentena, hogar

Sucede que la condición natural del hombre es el desamparo. Desgarbado y vertical, a merced del viento helado y la lluvia, la fiera y el rayo, debe refugiarse en las entrañas de la tierra hasta que dos descubrimientos, la fertilidad de la semilla y la idea de la casa ―reflejos del instante de la fecundación y la seguridad uterina― le otorgan el dominio del mundo.

Una casa es un trozo acotado de lo existente. Debe poseer un techo para protegernos del sol y la inclemencia, unos muros que nos guarden del frío y las miradas ajenas, unas ventanas que permitan el paso de la luz y la visión del exterior. Para la intuición genial de los niños las ventanas son los ojos de la casa. Nuestra psique, nuestra idea de lo privado no se entendería sin ese círculo inviolable, frontera de nuestra intimidad. Llamamos a los templos la casa de dios y al lenguaje la casa del ser. El granjero la defiende con un arma en las manos, las tiranías profanan el domicilio de noche, cuando todos duermen, como los ladrones y los asesinos. Los pintores holandeses descubren la santidad de lo real en la descripción franca, cordial, de los humanos entregados a sus rutinas entre los muros de sus viviendas.

El hogar de la infancia nunca nos abandona, vuelve una y otra vez en los sueños, en una melancólica cartografía de corredores y zonas de luz y de espanto. Nos hacemos adultos y acabamos ocupando una casa para nosotros solos, una proyección de lo que somos, nuestro dominio. Lo que nos muestran los planos del constructor o las habitaciones vacías que recorremos esperanzados con el agente de la inmobiliaria es el decorado de una biografía posible. Esos espacios se llenarán de placeres, tedios y tragedias. Algunos serán habilitados como dormitorios, donde nos entregaremos a la aventura del sueño y al goce venéreo. Una estancia se consagra al procesado de los alimentos otra, dotada de un ingenioso dispositivo de cañerías, cuyas superficies evocan el laboratorio y su escenografía el altar, queda dedicada a la evacuación de orina y heces y al cuidado de nuestro cuerpo y apariencia personal. Un espejo ahí nos recuerda cada mañana los estragos del tiempo. En un extremo, una habitación de colores tiernos albergará los primeros años de las crías y se transformará en la trinchera del adolescente, las paredes saturadas con los emblemas baratos de sus fantasías, su rabia y su ruptura con lo heredado. La más grande, el lugar de reunión, el lugar donde se recibe a los amigos, contiene libros, bebidas y dispositivos destinados a dotar de amenidad los momentos de reposo.

Tal es el lugar al que pertenecemos. Ahora, en una insólita broma del destino, el hogar vuelve a retomar su condición de cueva, es la angostura donde permanecemos escondidos y asustados, mientras algo de una malignidad incomprensible se ha señoreado del mundo. Fue un pequeño reino al que queríamos volver, ahora es una cárcel de la que queremos huir. Aborrecimiento de los límites, envidia del vuelo, nostalgia de nuevos cielos sobre nuestras cabezas.

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De puertas adentro

21 martes Abr 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Etiquetas

cuarentena, recuerdos, soledad

La metáfora bélica respecto a las descomunales consecuencias de la pandemia puede parecer trivial, pero es inevitable. Movilización general y un abrumador crecimiento de la nación de los muertos. A algunos les ha tocado combatir en primera línea cumpliendo cada día con su deber civil, otros permanecemos sin gloria en la retaguardia. Los primeros arriesgan el cuerpo, pero pueden atrapar un reflejo de lo que era hasta hace tan poco el tranquilo fervor de nuestras vidas; pisan las calles, establecen formas siquiera limitadas de sociabilidad. Los confinados viven sin la angustia del contagio, pero sufren los rigores de la soledad y el aislamiento. Todos, sin excepción, el temor a lo que tendrá que venir después.

En los sueños es frecuente la aparición de aquellos que perdimos, ahora en nuestra otra vida nocturna ―las puertas, de repente, francas― salimos a ese exterior que tenemos prohibido. Montes, caminos entre tierras de labor y acequias, playas, trenes, callejones y plazas de ciudades en las que nunca hemos estado. Pero hay una incómoda agitación en esas aventuras prolijas y sin sentido, un aire general de fraude.

De día devoramos historias, nos sumergimos en ficciones y relatos, pero también acaban por cansarnos y entonces volvemos una y otra vez a convocar el pasado. Qué valor adquieren las rutinas comunes que a veces nos hastiaban, ansiosos de novedad, y que ahora sabemos que eran la sustancia misma de la que estamos hechos. Como un virus, somos una capa de hábitos que custodia los recuerdos. Es primavera y los campos están en flor, de la misma manera el planeta conoce una proliferación jamás vista de recuerdos en millones de horas de íntima soledad. Hasta los que perdieron la vida se habrán agarrado en el último momento a las imágenes de la niñez. Memorias de lo vivido saturan la atmósfera, como un polen, como una promesa de que nada se perdería. El hombre es la vía del mundo para verse a sí mismo.

El mundo. Qué deseo de volver al trato áspero, a veces amargo, hecho de mil ternuras y traiciones, con nuestros semejantes. Qué deseo de tocar con las manos, qué sed de las presencias reales de nuestros cuerpos imperfectos, tan frágiles. Qué dulce pensar en ello. ¿Se nos olvidarán estas cosas?, ¿reconoceremos después al mirarnos unos a otros nuestro miedo, nuestra común indefensión, el amor desesperado por lo que una vez tuvimos? ¿Seguiremos postergando lo importante?, ¿malgastaremos la dádiva del tiempo concedido?

Georges le Brun. L'Homme qui Passe

Georges Le Brun. «L’Homme qui passe»

¡Tierra a la vista!

05 domingo Abr 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Sin categoría

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El crimen, la música y el lenguaje son atributos humanos, también la navegación. Fiados al azar, al coraje y a la posición de las estrellas (aún en la aventura del Apolo 8 se empleó un sextante) los hombres se han adentrado en lo desconocido, en el reino de los monstruos y las galernas.

Lejos de las seguridades que dejaban atrás, a veces a la deriva en el espacio ilimitado y las grandes calmas chichas, era fácil abandonar la esperanza. La luz y la sed, la soledad y la monotonía podían quebrar el carácter más firme. El motín y la alucinación acechaban. El capitán Ahab siente en cubierta el olor del heno recién segado a los pies de los Andes.

Y entonces ocurre, cuando todo parece perdido. Una paloma vuelve a las manos de Noé con una hoja de olivo en el pico, la tripulación saluda el alba con un avistamiento de pájaros, el vigía, encaramado en la cofa, cerca de los cielos, da el grito que tantas veces hemos repetido en nuestros juegos de niños.

Casi inalcanzable al ojo, apenas un presentimiento, llamándonos aunque todavía no estemos a salvo. Las dulzuras de la tierra firme, el recuerdo de los trabajos y los placeres habituales. Ignoramos qué clase de lugar nos acogerá, si el mundo que encontraremos seguirá siendo hospitalario. Nada sabemos, solo tenemos ―tan tierna, tan frágil― la promesa del retorno y esa promesa nos colma, porque hemos descubierto que nuestro hogar estaba ahí fuera y nuestra familia eran los otros.

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