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Sucede que la condición natural del hombre es el desamparo. Desgarbado y vertical, a merced del viento helado y la lluvia, la fiera y el rayo, debe refugiarse en las entrañas de la tierra hasta que dos descubrimientos, la fertilidad de la semilla y la idea de la casa ―reflejos del instante de la fecundación y la seguridad uterina― le otorgan el dominio del mundo.
Una casa es un trozo acotado de lo existente. Debe poseer un techo para protegernos del sol y la inclemencia, unos muros que nos guarden del frío y las miradas ajenas, unas ventanas que permitan el paso de la luz y la visión del exterior. Para la intuición genial de los niños las ventanas son los ojos de la casa. Nuestra psique, nuestra idea de lo privado no se entendería sin ese círculo inviolable, frontera de nuestra intimidad. Llamamos a los templos la casa de dios y al lenguaje la casa del ser. El granjero la defiende con un arma en las manos, las tiranías profanan el domicilio de noche, cuando todos duermen, como los ladrones y los asesinos. Los pintores holandeses descubren la santidad de lo real en la descripción franca, cordial, de los humanos entregados a sus rutinas entre los muros de sus viviendas.
El hogar de la infancia nunca nos abandona, vuelve una y otra vez en los sueños, en una melancólica cartografía de corredores y zonas de luz y de espanto. Nos hacemos adultos y acabamos ocupando una casa para nosotros solos, una proyección de lo que somos, nuestro dominio. Lo que nos muestran los planos del constructor o las habitaciones vacías que recorremos esperanzados con el agente de la inmobiliaria es el decorado de una biografía posible. Esos espacios se llenarán de placeres, tedios y tragedias. Algunos serán habilitados como dormitorios, donde nos entregaremos a la aventura del sueño y al goce venéreo. Una estancia se consagra al procesado de los alimentos otra, dotada de un ingenioso dispositivo de cañerías, cuyas superficies evocan el laboratorio y su escenografía el altar, queda dedicada a la evacuación de orina y heces y al cuidado de nuestro cuerpo y apariencia personal. Un espejo ahí nos recuerda cada mañana los estragos del tiempo. En un extremo, una habitación de colores tiernos albergará los primeros años de las crías y se transformará en la trinchera del adolescente, las paredes saturadas con los emblemas baratos de sus fantasías, su rabia y su ruptura con lo heredado. La más grande, el lugar de reunión, el lugar donde se recibe a los amigos, contiene libros, bebidas y dispositivos destinados a dotar de amenidad los momentos de reposo.
Tal es el lugar al que pertenecemos. Ahora, en una insólita broma del destino, el hogar vuelve a retomar su condición de cueva, es la angostura donde permanecemos escondidos y asustados, mientras algo de una malignidad incomprensible se ha señoreado del mundo. Fue un pequeño reino al que queríamos volver, ahora es una cárcel de la que queremos huir. Aborrecimiento de los límites, envidia del vuelo, nostalgia de nuevos cielos sobre nuestras cabezas.