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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: agosto 2014

Un personaje para el recuerdo

27 miércoles Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Sin categoría

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Descomunal, estrábico, profuso, agitaba los brazos en el aire, balanceando sus ciento treinta kilos de histrionismo italiano, su rotunda cabeza flotando disparatadamente sobre los hombros como si en cualquier momento fuera a desprenderse y rodar sobre las losas de mármol sin que dejara de sonar su voz estridente. Su voz.

Así apareció por primera vez ante nosotros el conde C. Durante el ensayo general de la ceremonia le gritaba al organista, se arrodillaba cantando a grito pelado algún himno nacional. Le exigía pasión, ferozmente, la holgada sahariana empapada en sudor. Los muchachos y yo nos mirábamos riendo por lo bajo, aquello prometía.

El hotel La Hacienda estaba situado en mitad de la nada entre Granada y la Costa del Sol, un sitio perfecto para desaparecer. El conjunto representaba un pueblo andaluz idealizado, las golondrinas anidaban en sus tejados y volaban con gracia por el laberinto de galerías abiertas que comunicaba las suites. Había un piano de cola blanco en recepción y un órgano de verdad en la capilla situada entre el hotel, el lago artificial y los campos de golf donde el sol brillaba en toda su gloria. Un mar de olivos alrededor esperaba pacientemente el día en que inevitablemente devoraría sus ruinas. Había en todo el lugar una paz exaltante que olía a dinero y mundanidad. A la gente le gustaba escuchar las leyendas en las que las personas más poderosas de España venían a sus estancias a follar entre el rumor de las fuentes. Nosotros, desde luego, no habíamos visto un sitio así en nuestras vidas y, arrastrando la pesadas maletas con los focos, sentíamos que nunca perteneceríamos a ese mundo.

Montamos las cámaras y los micros mientras el conde seguía poniéndonos a todos nerviosos. Yo no podía dejar de observarlo. Combinaba las maneras de un seductor, de un tirano y de un psicópata y era difícil decidir cuál de ellas era peor. Creo que había sabido sacar partido de su físico masivo y había desarrollado una personalidad expansiva hasta la asfixia del oponente. Alguien así no podía ser real, todo en él evocaba el mundo de los dibujos animados: la ausencia de cuello, el movimiento enloquecido de sus manazas, la extrañeza que provocaba la visión de algo inmenso pero ligero y en constante movimiento, la virtud hipnótica de su ojo izquierdo delirantemente exótropo, que hacía las funciones de un monóculo.

La ceremonia tendría lugar por la tarde. Mientras comíamos, los empleados del hotel nos contaron los sabrosos chismes que a su vez les contaron las limpiadoras, horrorizadas ante el arsenal de juguetería sexual que el depravado conde no se molestaba en esconder en su cuarto.

Recuerdo detalles de aquella ceremonia. La cruz de la Orden de Malta, que el año anterior había sido adjudicada a Miles Davis, se imponía ahora un cirujano plástico de Marbella, a un constructor que remodeló amplias zonas de Nápoles tras el terremoto de 1980 y a una psiquiatra suiza que no estaba nada mal. Un himno ominoso e infantil atronaba redundante desde el órgano. La capilla parecía un cruce imposible entre lo andaluz y lo austriaco. Uniformes, charreteras, discursos en diferentes lenguas, hombros desnudos de mujeres de cincuenta años todavía bellas. Había un tipo vestido como un mariscal del imperio austrohúngaro, con cierto aire de playboy de salud quebradiza, siempre a punto de desmayarse. Nos dijeron que era un príncipe. Un pomposo despliegue de tedio políglota y mal gusto. El muy cosmopolita conde C., enfundado en un gigantesco chaqué, el pecho acribillado de medallas -y era un vasto pecho- leyó con pasión y con solvencia un discurso final mientras el sol teñía de un oro falso las vidrieras de la capilla: “Money is important, but time is important too, because when money is gone, is gone, but when time is gone, LIFE is gone”.

Durante la semana siguiente efectuaríamos el montaje del material bajo su tutela, productor él mismo del evento. La primera mañana el conde C. llegó a la productora enfundado en una gabardina corta de color gris oscuro que fatalmente le confería un aspecto de actor de carácter en una coproducción. Tras él una estela de un perfume dulce, abrasivo, y un muchacho marroquí ataviado con un traje Armani de imitación, con una cara exagerada, empalagosa. Sin quitarse la gabardina contó un chiste verde y a continuación empezó a quejarse. Había escuchado su voz resonando en una capilla, ahora la escuchaba rebotando en los techos bajos de un tercer piso. Íbamos a tener esa voz diez días entre nosotros.

No nos lo puso fácil, francamente. De hecho fue mucho peor de lo que jamás hubiéramos llegado a imaginar. El otoño se presentó frío y lluvioso, cuántas veces deseamos que algún día cayera enfermo y nos concediera un par de días de tregua, pero el conde tenía una vitalidad desbordante. Los camareros de una cercana cafetería nos informaban puntualmente de sus desmedidos desayunos: croissants y bocadillos de jamón, regados con tres cafés dobles. Toda esa cafeína hacía de nuestra vida un infierno. Se presentaba siempre con su acompañante, protestaba por todo, hacia llamadas internacionales desde nuestros teléfonos, en las que blasfemaba y amenazaba floridamente en varios idiomas. El muchacho se quedaba un rato, luego se aburría y se marchaba, para volver a recogerlo al final de la jornada.

Un sábado por la tarde me topé con ellos en la sección de ropa de unos grandes almacenes. Mientras yo buscaba una camisa que me pudiera permitir, él estaba plantado en mitad de la sección de una marca cara. Tenía un aire ausente, casi desvalido. Me disponía a acercarme y decirle algo, pero de los probadores surgió el muchacho con un abrigo tres cuartos puesto. Se dio una vuelta para que C. le viera. La cara del conde se iluminó mientras se acercaba a él le tiraba de las solapas y se retiraba de nuevo, verificando si le quedaba bien. Como en una mala comedia, no tuve más remedio que esconderme.

Parapetado tras un expositor de ropa interior masculina, entre fotografías de torsos, oía su voz aflautada preguntando si le abrigaba. Había en ella algo nervioso y dulce, una impaciencia y un desamparo, la voluntad desesperada de ser otro, de ser joven y bello y bueno, de poder abrazar por derecho la cintura de un ser hermoso al que deseaba. Aquel acceso a su intimidad me turbó más que si los hubiera sorprendido dándose un revolcón. Me pareció humano y frágil y sentí que debía guardar silencio. Al día siguiente lo conté en el trabajo, con sus buenos añadidos bufos, porque bien pensado era cosa de mucha risa.

Me gustaba trabajar con él en la sala de edición, deseaba escuchar algún pintoresquismo suyo que contar a los amigos y la verdad es que nunca me defraudó. C. adoraba denigrar. Si en el monitor aparecía la imagen de aquel príncipe de guardarropía discurseando sobre las virtudes del sacrificio, el entusiasmo y la voluntad, C. pasaba a ilustrarnos acerca de las muy solicitadas habilidades del orador a la hora de practicar el sexo oral, comparando su técnica con la articulación de Benny Goodman al clarinete. Ocurría con frecuencia, a lo largo de la ceremonia abundaban los discursos edificantes, exhalando un aroma muy Novena Sinfonía a humanismo paneuropeo. Mientras se montaba, había que escucharlos una y otra vez, fragmentados, deconstruidos, hasta que el escaso sentido que encerraban se disipaba por completo y el conde C., feliz como un niño, aprovechaba para relatar escandalosas historias sobre los circunspectos presentes. Se reía él solo con aquellos sucios chismes adornados con picantes detalles circunstanciales. Carlos, uno de los chavales con los que me alternaba montando, era bastante tímido y le repugnaban esas cosas. Su rubor exaltaba al conde. Su voz entonces adoptaba un falsete hilarante e histérico, cartoonesco. Ante nuestros ojos todo aquel decorado de seres salidos de un cruce entre “El Prisionero de Zenda” y los anuncios de bombones Ferrero Rocher, se iba transformando en una indecible y obscena bufonada con carrerillas por los pasillos del hotel, maridos cornudos, grandes empresarios impotentes, severas doctoras aporreando puertas principescas para saciar sus instintos, actos de sodomía con las clases populares, una hiperacelerada y colorida fantasía de valses y esperma infértil.

El conde C. finalmente terminó el trabajo y dejó tras él una sustanciosa factura sin pagar, precedida de una carta en que en un español imperfecto pero retórico aseguraba que su educación anglo-suiza le impelía a ir directamente al grano y atribuía a nuestra incompetencia que cierto canal canadiense de televisión se negara a comprar su programa por no cumplir los mínimos estándares técnicos. A continuación pasaba a enumerar todos los agravios sufridos, subrayando sin medias tintas nuestra amateurismo y nuestra hostilidad hacia su persona. Más tarde supimos que no habíamos sido los únicos damnificados, también que en alguna ocasión dirigió una colección de discos de jazz. No volvimos a tener noticias suyas.

Qué extraño estafador. Aún hoy me asombra la perseverancia lunática que había que poner en juego para organizar aquella farsa, el obsesivo perfeccionismo con el que perpetró cuarenta y cinco minutos de algo desesperadamente pasado de moda que a nadie podía interesar. ¿He dicho estafador? La ceremonia era real, el órgano era real, los discursos fueron leídos y escuchados, sólo la Cruz de la Orden de Malta y probablemente su condición de conde serían falsos. ¿Y qué?, no hay ceremonia alguna cuyos pilares no sean de cartón piedra, esta no era una excepción.

Quiero hablar del último día en que estuvimos con él. El montaje había terminado todavía sin queja por su parte. Apareció como de costumbre por la oficina, el muchacho llevaba en una bolsa unos paquetes de regalos comprados en los mismos grandes almacenes. El conde procedió a entregárnoslos con una pasmosa naturalidad, menuda mano tenía él para todo esto. A cada uno nos correspondió un reloj barato y un frasco de un perfume aceptable. A continuación preguntó si existía en Granada algún restaurante chino de calidad. Nosotros le indicamos uno próximo y él insistió en invitarnos. No queríamos más conflictos así que todos salimos a la calle, donde llovía desde por la mañana en cantidades suficientes para lavar todos los pecados de la ciudad.

Estábamos agotados. Sobre la mesa solo flotaba un silencioso alivio al saber que sería la última vez y el olor soso de la ropa empapada por la lluvia. C. hablaba y hablaba. Nuestro laconismo le importaba un bledo, le encantaba no ser interrumpido. Nos quiso impresionar contándonos cómo descubrió a Giorgio Moroder en un club berlinés, pero me temo que sólo me impresionó a mí, ¿quién se acordaba de Giorgio Moroder en 1991? La comida le parecía mediocre, aunque la devoraba como un gigante, lo que le dio pie a hablar de sus aventuras por Asia. A la tercera copa de vino se soltó del todo y nos habló de Bangkok, sangre de lagarto y venenos de serpiente en los puestos callejeros y unas saunas de gran interés. Mientras mirábamos de reojo a las mesas de al lado, llenas de familias con sus hijos, C. nos recomendaba tener una botella de vodka congelado a mano mientras te hacían una felación. A más de cincuenta grados el latigazo de ese fluido helado descendiendo garganta abajo en el momento de correrse era un placer sin igual. La imagen sumió a la mesa en un silencio decididamente hostil. Satisfecho con el efecto obtenido se retiró, solemne, al baño.

El chaval no había abierto la boca durante toda la comida. Y lo iba a hacer entonces, disponía de escasos minutos antes de que el conde regresara. Nos pilló por sorpresa, nunca le habíamos escuchado más allá de un par de frases sueltas. Aprovechó bien su tiempo, quizás no era la primera vez que lo hacía. Me cuesta recordar las palabras, pero creo que fue algo así.

Dijo que adivinaba lo que pasaba por nuestras cabezas respecto a su relación con C. y añadió que no nos equivocábamos, todo cuanto pudiéramos figurarnos era cierto. Dijo que detestaba al conde y que le avergonzaba tener que estar vinculado a alguien así, que era un malvado. Quiso también que supiéramos que lo hacía sólo por dinero. Y terminó su breve intervención.

-Pensad lo que queráis de mí. Me da igual. Pero no me confundáis con él, por favor, no somos iguales.

Sonrío cortésmente y siguió comiendo con delicadeza. Nadie hizo un solo comentario. ¿Por qué nos sentimos avergonzados? No era por él, ahora lo sé, como sé que por un instante fue como si un relámpago sucio y pegajoso iluminara la mesa y pudiéramos ver la dimensión de nuestras futuras renuncias, que ya habían comenzado, todo cuanto habríamos de callar y tragar y hasta qué punto nos envilecería esa docilidad al paso de los años. Incapaz de mirarle a la cara, mis ojos se dirigieron a la silla vacía del conde y no puede evitar imaginarlo en su lucha por introducir su desmesurado cuerpo en las reducidas dimensiones de la cabina de los servicios. Jamás amado, borracho, intentando extraer con sus blancas manos de niño su miembro irrisorio. Inconsistente, fantasmal, pensando quizás en las absurdas palabras de su discurso aquella tarde en la capilla, en la importancia del dinero y en el tiempo que se fue y en la vida que se acaba.

Higiene y Miedo

24 domingo Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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boliviano, miedo, vestuarios

Nunca llegué a saber cómo se llamaba. Probablemente boliviano, agradables facciones de indio y una voz de una suavidad tal que las nuestras parecían el estruendo de una cuadrilla de gorilas dopados encerrada en un sótano. Era el encargado de la limpieza de duchas y vestuarios en un gimnasio que yo frecuentaba. Le veía siempre pasando una mopa por el suelo, canturreando en un susurro. Trabajo repetitivo y mal pagado, las horas se le pasaban sumergido en un microclima húmedo y caluroso, rodeado por todas partes de vapor de agua y un vago olor amoniacal. Tardé en darme cuenta de que él era el único que permanecía vestido en ese recinto. Impávido, nos contemplaba, en esa conmovedora y vieja expresión, como nuestra madre nos trajo al mundo: la condición estatuaria de algunos, la sonrosada imperfección de los más, la decrepitud de la carne de los mayores. Nos veía como nos conocen nuestras amantes, como lo hace el cirujano o como lo haría un dios desencantado con su obra; desnudez pura, proyectos de cadáver futuro que prefiguran el gancho del matadero. Imagino que aún hoy seguirá pasando infatigable la mopa, cantando para sí aquella canción que nunca logré reconocer.

(8-12-2013)

Drogas e infancia

21 jueves Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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drogas, niños, sueños, vicios privados

La relación de los hombres con las drogas es un intercambio conflictivo de utilidades, placeres, riesgos y servidumbres, enturbiado por la figura de la adicción, esa peculiaridad -mitad real, mitad construcción mítica- de arraigo tan fructífero en el imaginario que ha podido dar el salto más allá de la química y ahora hay quien pretende ser adicto a internet, al sexo o a la lectura diaria de El Faro Astorgano. Siempre me ha parecido digno de estudio que basta que alguna sustancia revele propiedades euforizantes, estimulantes o visionarias, para que a toda prisa y de manera irrevocable se decrete su intrínseco carácter nocivo, como si todo aquello que proporciona deleite tuviera necesariamente que tener incorporado un castigo.

El título de esta entrada no pretende escandalizar. Sé bien que los niños suelen ser utilizados con frecuencia en el discurso antidroga (a estos despavoridos prohibicionistas les preguntaría si alguna vez han visto a siniestros personajes vendiendo botellas de rioja a las puertas del colegio) del mismo modo que son utilizados de manera obscena a la hora de hacer propaganda de guerra contra el enemigo. No, simplemente pretendo contar cómo la infancia, que no es ajena a la crueldad, no lo es tampoco a los estados alterados de conciencia.

Los efectos del alcohol son quizás los más notorios. En mi abstemia familia fue muy celebrado el momento en que durante una excursión campestre y con apenas siete años, me pimplé en un descuido una buena cantidad de tinto de verano con resultados al parecer notables. Me comportaba de un modo insólito y me dio por cantar, hasta que caí redondo. No guardo recuerdo alguno de aquello, pero si me complace que durante mi iniciación dionisiaca me entregara al canto y que paganamente tuviera lugar al mediodía, cerca de un río y rodeado de árboles, pájaros, floración e insectos zumbantes. Sí que recuerdo más adelante los efectos que podían causar dos bombones de licor o unas pocas guindas en aguardiente ingeridas de modo casual. Euforia, un agradable vértigo, un despegarse de lo habitual inmediato. Recuerdo con nitidez el darme cuenta del vínculo entre la sustancia y el efecto y comprobar que aquella sensación me gustaba. Había en esa rudimentaria embriaguez una pureza esencial, una jubilosa transparencia, ¡no he vuelto a experimentar una ebriedad comparable!

De niño no me privé de ninguna enfermedad, así mi cuerpecillo fue procesando un arsenal de venenos. Aprendí a identificar los nombres y sabores peculiares de jarabes, pastillas, cápsulas y comprimidos.  Aun los más amargos o nauseabundos eran preferibles a la diabólica inyección -esas jeringuillas de cristal hirviendo, híbrido entre el insecto y el instrumento de tortura- o el intolerable supositorio, que siempre asocié con la idea de una autoridad arbitraria. Mis padres frecuentaban una farmacia en cuyas paredes la propietaria colgó desafiante algunos de los bocetos a tamaño natural que su marido, Prieto Coussent, había dibujado durante los años de laboriosa gestación de un monumental Cristo, monstruosamente lacerado, que en su momento escandalizó mucho al nacionalcatolicismo granadino. Ni en la más lúgubre de las iglesias uno sentía un sobrecogimiento semejante al que experimentaba en aquel santuario medicamentoso y archiburgués.

No he olvidado el sonido de los pasos de mi madre en mitad de la noche, su voz que apaciguaba, su mano sobre mi frente, el sonido de la cucharilla en el vaso de agua, el círculo de luz de la lámpara sobre la mesita de noche, destacando cada mota de polvo sobre el mármol, el olor intenso de los fármacos y el consecuente cese del dolor, la tos o la fiebre, la posterior inducción al sueño. En los setenta la histeria antidroga no había calado tan profundamente como lo haría décadas después y del mismo modo que existían aquellos optalidones con aspecto de medicina copta, no había jarabe antitusígeno que no incluyera liberalmente en su composición codeína, opiáceo que proporcionaba una mezcla de sedación y laxitud, permitiendo a la vez ciertos vuelos de la imaginación que me entretenían en mis confinamientos en la cama. Mis padres tenían pocos discos, básicamente lo más conocido del repertorio clásico. Yo, en ese estado, escuchaba una y otra vez la Sinfonía Fantástica de Berlioz, La Gran Pascua Rusa de Rimsky-Korsakov, la Obertura Leonora III de Beethoven, la 1812 de Tchaikovsky o fragmentos orquestales de Wagner. ¡Qué historias imaginaba, a qué remotos lugares viajaba, qué gustazo, señores! Siempre lo diré, le debo todo lo que ahora soy a los anticuerpos, la codeína y los clásicos populares.

En caso de gripe los antihistamínicos me proporcionaban, aparte de la supresión del moqueo, una mezcla de lentitud, insensibilidad y melancolía que cubrían el mundo con un cálido no sé qué, retardado, dorado, invernal. Me reconciliaban con lo cotidiano. Luego estaba la biodramina, fármaco que no sé si sería eficaz contra el mareo, pero que proporcionaba grandes pelotazos agravados por la nocturnidad en caso de viajes largos. Se entraba en un curioso estado disociado, mientras tras las ventanillas del coche, en las rectas interminables de las carreteras castellanas, se sucedían iguales a sí mismos los gigantescos plátanos de sombra, alzando furiosamente los brazos con sus troncos pintados de blanco heridos por los faros del coche; de vez en cuando la luz rojiza del alumbrado público al entrar en los pueblos dormidos y la siniestra figura embozada de los anuncios de Sandeman.

Recuerdo, por último, un libro en la biblioteca de mi padre. “Las riquezas de la tierra”, de un tal Semiónov. Un ameno manual sobre geografía económica. Sus capítulos trazaban la historia del té, el algodón, el cacao, la seda, el café, el lino. En sus páginas abundaban caravanas y barcos mercantes en ruta hacia países exóticos, audaces señores victorianos, sociedades geográficas y tratados comerciales. Uno de los últimos capítulos hablaba de las drogas y en concreto del opio y sus implicaciones económicas y políticas en la China finisecular. Un dibujillo representaba a un chino con los rasgos de Fu Manchú, echado en una esterilla y fumando una pipa. El texto decía “el fumador de opio experimenta una embriaguez en la que cree percibir la armonía de las esferas”. Yo era pequeño y no sabía exactamente lo que era la armonía de las esferas, pero aquellas palabras capturaron mi imaginación y deseaba fervientemente probar algún día aquella sustancia perfumada y tóxica. No ha podido ser. También por entonces las revistas hablaban mucho del LSD y la marihuana, ¡con cuanta envidia leía la palabra “alucinaciones”, cómo deseaba tenerlas! No importaba que estuvieran asociadas a todo tipo de consecuencias funestas que se pintaban con los colores más vivos, yo quería hacerme mayor de una vez y abrir esas ventanas hacia otra realidad.

Y hasta aquí hemos llegado. Esa otra realidad, ese territorio ha acabado perdiendo buena parte de su encanto y esplendor. Lo visionario no es ilimitado y también tiene sus rutinas. Tampoco es que mis experiencias adultas hayan sido sensiblemente diferentes a las de cualquier persona de mi generación. Ya las contaré en otra ocasión. En todo caso ya sabéis, niños, no hagáis caso a este señor y no os droguéis.

Cumpleaños

18 lunes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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devenir, ego, futuro, realidad

Para CC, que me recordó un poema abrumador de Gil de Biedma

Ayer, 17 de Agosto, fue mi cumpleaños. Hasta el año pasado, cuando el marcador alcanzó una cifra de ineludible carga simbólica que ni con la mejor voluntad del mundo podría situarse “nel mezzo del cammin di nostra vita”, era dado a colgar con motivo de ese día pomposos textos en las redes sociales. En ellos intentaba atenuar la angustia del devenir con apelaciones vagamente nietzschianas al amor fati, exaltando lo ya vivido y lanzando ingenuos actos de fe respecto a cuanto me queda por vivir. También me hice la promesa de dejar de fumar y hasta ahora la he cumplido, lo que no está nada mal para alguien que siempre se imaginó persona de débil voluntad.

Un año después, no me siento tan hablador ni tan optimista. No se me malinterprete, celebré una fiesta con amigos y fue deliciosa, aunque tengo fundadas sospechas de que quien mejor se lo pasó fue mi joven gato, cogido en brazos, achuchado y besado por hermosas y fragantes mujeres. Creo que sigue convencido de que el cumpleaños que se celebraba era el suyo.

Lo que quiero decir es que quizás convendría ser sincero a la hora de reflexionar sobre esta fecha. De acuerdo, ha sido un año razonable, he publicado un libro y he recuperado cierta confianza en mis destrezas -¡hasta he abierto un blog!- aunque el futuro sigue siendo incierto. He conjurado en el último momento la amenaza de la ruina -aplazado sería la expresión correcta- me he mudado a una casa admirable y tengo un gato. Sin embargo, si miro hacia atrás tengo una sensación aplastante de haber dilapidado sin medida mis días.

Cosas que antes me habían parecido fundamentales, intocables, ahora no significan gran cosa. Las convicciones se debilitan, los defectos y fealdades de los hombres y de uno mismo ya no pueden ser disimulados. Qué poco de nuevo, qué poco asombro.

Una vez me pregunté dónde van a parar los personajes de todas las historias que escribes y que no llegan a ver la luz. Ahora pienso lo mismo respecto a mi propia vida. Siento un insensato pesar, casi un remordimiento, por lo que pudo haber sido y no fue, por todas las posibles vidas que podría haber vivido y que ya no. Palimpsesto de mí mismo, me complazco en la melancolía de los recuerdos imaginarios. Qué lástima, sí, que no hayas aparecido en mi vida, qué desolación que ni siquiera existas.

Miro hacia delante y, bueno… a veces me sorprende el candor de algunas de mis esperanzas. Las cosas no ocurren necesariamente porque uno las desee.

Al fin y al cabo se trata de aceptar. No me pilla de nuevas, lo supe muy pronto, de niño, cuando este día –colmado de sol y de regalos- era el más especial del año, era tú día. Lo supe con tanta claridad como lo sé ahora: el tiempo y la entropía conspiran para acabar lentamente con cuantas cosas he querido y conmigo mismo. Que todavía sea capaz de aceptar esto con una sonrisa y buen ánimo es algo que no deja de sorprenderme. Una buena capacidad de olvido es una condición indispensable para la supervivencia.

Qué extraño todo, amigos… qué pena no volver a ser el que era, qué pena no volver a ser mismamente el que era hace un año, hace unos meses. Qué pena que ya no sea ayer.

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Sobre el devenir y los notarios

15 viernes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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devenir, notarios, oficinas, voluntad

Ayer me fui de notarios. Un notario suele ser un señor muy formal, de intenso aftershave y dado a propinar formidables apretones de manos. La notaría como destino era algo muy español. El camino hasta ella aparecía siempre descrito con los colores de la leyenda, los elegidos invertían años -en concreto los años de máxima plenitud vital- en inhumanas renuncias a la voluntad, horas y horas de flexo, tabacazo y cafeína. Obsesionantes proezas memorísticas, negación de sí mismo, capacidad fabulosa de sacrificio y escasas posibilidades de pasar la criba se mezclaban de tal forma que uno, al paso del notario, se sentía tentado de gritar: ¡olé tus huevos! ¿Qué les movía a intentarlo?, ¿realmente sentían algún tipo de interés, no digamos pasión, por el concepto de fe pública? En absoluto, se hacía por la promesa de un dinero que fluiría en abundancia, adornado de una cegadora respetabilidad.

Hay algo curiosamente arcaico en las notarías, todo allí es de una seriedad inapelable, definitiva, tenaz. Desde los lomos de protocolos encuadernados en piel que ocupan las paredes hasta esas grandes mesas en las que nadie ha celebrado jamás banquete alguno, desde la tinta de los membretes hasta los timbres de los teléfonos, que suenan con más severidad que en una comisaría. Una notaría es un lugar definitivamente adulto y la primera vez que escuchas lo de “elevar a escritura pública” puedes dar por terminada tu infancia. Éste de ayer tenía un aire distinto, quizás es que las cosas ya no son lo que eran. Lo noté melancólico, ligeramente difuminado, con una especie de timidez de la que no estaba ausente la soberbia. Aún joven, se me antojaba representante último de una especie que ya conoce su extinción futura. Cuando salí a la calle hacía sol y un viento frío que pelaba. Entendí que era en ese instante, y no el temido día de mi cumpleaños, cuando daba comienzo el tercer acto de mi vida. Nunca sales de una notaría como entraste.

(13-3-2014)

notaría

(Obsérvese esta foto con la debida precacución. Una larga exposición induce envejecimiento.)

Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene unas manos tan pequeñas

12 martes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, amor, calles, juventud, manos

Delante de mí camina una joven pareja de novios cogidos de la mano, subiendo la misma cuesta que yo subo, en el mismo barrio en que yo vivo. Claramente no son de aquí porque se pasman ante lugares en los que yo ya no reparo. Una imagen familiar, intemporal: novios, manita, paseo.

La joven es hermosa y esta mañana las murallas y las torres que asoman entre los muros encalados, los balcones y las macetas, le hacen justicia. Su mirada verde, luminosa, llena de curiosidad, embellece todo aquello sobre lo que se posa. Ambos pasean en pantalones cortos y sandalias. Sus piernas doradas por el sol, la delicadeza de sus tobillos, las uñas pintadas de un rojo heráldico, evocan visiones de gacelas y palomas; las velludas piernas de él remiten a un universo cuartelero, de ronquidos y halitosis, su mirada autosatisfecha e indiferente me subleva. Es un feo sentimiento éste de detestar a los acompañantes de bellas desconocidas, que me emparenta con los hábitos crueles y crapulentos del león del Serengueti, pero no puedo evitarlo. Yo ya sé que no está bien, que es mezquino, pero no pretendo ir en estas páginas de alma bella.

De lo que quería hablar es de ese simple, conmovedor gesto de cogerse la mano. Las manos, prodigio de ingeniería biológica, maquinaria de enorme precisión, han hecho de nuestra especie lo que es en no menor medida que el cerebro. La mano es el órgano que hace, que da el salto de lo posible a lo real.

De pequeño me asombraba ver las manos del adulto enjabonándose. Mis pequeñas manos, intentando arrancar espuma frotando las palmas me parecían algo provisional e irrisorio al lado de aquellas manos con el dorso lleno de pelo, que se retorcían vigorosamente bajo el grifo.

Las manos. La mano que construye una embarcación, la que roza apenas una cara, la que amenaza, la que dispara un arco, la mano que vierte veneno en una copa, la mano que borda unas iniciales, la que arranca de un instrumento la inexplicable música, la que dibuja un animal marino, la que procura una caricia obscena, la que escribe un verso memorable o firma sentencias de muerte, la mano que cura.

Cogerse de la mano, entrelazar esos dedos erizados de terminaciones nerviosas, es una de tantas maneras de perseguir el anhelo inalcanzable de la unión con el amado, de trascender las fronteras entre el tú y el yo, como tantas veces se ha dicho en cientos de canciones. Algunas parejas de ancianos todavía se cogen de las manos y me parece una hazaña que en días en que me pilla fácil hasta me pone sentimental.

Los dedos se buscan, se siente el latido tibio de la sangre del otro. Es con frecuencia la señal que precede al beso. Yo recuerdo tantas manos cogidas. Los hombres sentimos una reverente ternura por la mano admirable de la mujer y qué bien lo expresó E.E. Cummings en ese verso que encabeza estas líneas.

Los niños se cogen de la mano de su madre, extienden en el aire su manita vacilante que espera ser cogida en el acto, como hace el amante cuando contempla algo sobrecogedoramente bello. También al niño se le arrastra en contra de su voluntad por la mano, ¡qué pronto aprendemos los límites de nuestra libertad! Al enfermo, al agonizante se le conforta cogiéndole de las manos, el ciego se agarra a la mano que le guía en esa oscuridad resonante e ilimitada que es la materia de la que está hecha su vida. 

Julián Sorel desafiándose a sí mismo a coger la mano de Madame de Rênal antes de acabar el paseo y si no subirá a su cuarto y se pegará un tiro, la mano del matrimonio Arnolfini, Bowie gritando “gimme your hands” (e invariablemente siento un escalofrío), la pareja que se coge las manos ante el pelotón de fusilamiento, en medio del pánico de la tormenta, al escuchar el aullido de los lobos o a punto de saltar al vacío, ¿recordáis aquella pareja saltando de un World Trade Center en llamas? Todas las manos unidas se hacen presentes aquí y ahora en esa pareja que sigue subiendo la empinada cuesta con ligereza, como si hubieran olvidado esa soldadura. Ninguno de los dos quiere ser el primero en soltarse. Los veo con cierta envidia, sin sombra de fatiga, todo futuro, y acabo por adelantarles, jadeante como un oso Kodiak tabaquista que acabara de arrancar de cuajo todas las coníferas de Alaska, rogando al buen dios que no permita que un inoportuno infarto me fulmine precisamente delante de ellos. Pánico a una muerte ridícula. Todo lo cual, que conste, no quita que él me siga pareciendo un majadero.

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Temor y temblor

09 sábado Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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pintura, poder, prodigios, Pujol

Estos días, con motivo de la caída en el oprobio de Jordi Pujol y entre el abundante material publicado al respecto, he vuelto a encontrarme con una vieja historia que siempre me pareció hilarante. En abril de 1989, Pujol regresa en helicóptero oficial de un funeral por unos bomberos fallecidos; ve entonces una columna de humo elevándose desde el Vall d’en Bas, cerca de Girona. La quema de rastrojos estaba prohibida por la Generalitat, así que ordena detenerse al piloto. Me gusta imaginarme a ese payés, sofocado por el calor y cegado por el sol, que oye un zumbido y ve como desde los cielos desciende sobre él un helicóptero del que se baja de un salto el Honorable, dinámico, gesticulante, perentorio, moviendo nerviosamente sus bracillos, conminándolo a apagar en el acto el fuego. Una vez abroncado el campesino infractor, Pujol se subirá de nuevo al aparato, que desaparecerá engullido por la claridad solar y dejando al buen hombre con un complejo sentimiento de culpa y falta de patriotismo, una aguda consciencia de su insignificancia.

Qué no hubiera yo dado por un piadoso pintor anónimo, un Giotto, un Gentile da Fabriano que hubiera plasmado con los ingenuos colores de la leyenda este hecho singular. Un perro ladra a un helicóptero, recortado sobre el pan de oro del cielo, como un gran pájaro; en su interior se amontonan el rostro duro e indiferente del piloto y el semblante decidido pero amable del líder. Simultáneamente y ya en tierra vemos su gesto admonitorio, la actitud entre el asombro y la contrición del campesino, sosteniendo una gorra entre las manos, sus rústicos pies anacrónicamente descalzos sobre un campo de flores, la transparencia de una mañana de abril y, para que no echemos nada en falta, los pájaros sobre las ramas comentando con sencillo asombro el prodigio.

Giotto

Giotto, La predica di san Francesco agli uccelli (1295 a 1299)

Desesperación y Risa

06 miércoles Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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adolescencia, amistad, bares

Hace tiempo, en una calle de mi ciudad se sucedían una serie de bares bautizados con mucha pompa: Versalles, Venecia… Nada en ellos hacía recordar los esplendores asociados a su nombre. Recuerdo un domingo por la tarde, un amigo y yo, que andaríamos entonces por los dieciséis, gastábamos nuestra última moneda en una caña. A la insoportable melancolía de cualquier domingo por la tarde se añadía la culpabilidad por, como siempre, no haber preparado el examen del día siguiente y el hecho de que ese fin de semana, como siempre, no se había producido el Glorioso Advenimiento del sexo.

El bar estaba casi vacío, una radio con las pilas gastadas emitía unos sonidos inarticulados, como de rata androide agonizando, que con algo de buena voluntad podían reconocerse como una retransmisión de fútbol. En la barra de acero inoxidable y cerámica op-art de un denso verde esmeralda, un varón de una edad que se nos antojaba fabulosa y que en nuestras impresionables mentes tomaba los rasgos de un alcohólico irredento, pedía otra caña. El camarero, hombre desabrido, se la sirvió con desdén y a continuación le puso una tapa. La tapa consistía en una albóndiga, una sola albóndiga, algo más pequeña que una albóndiga normal –destaco ese inquietante detalle- flotando en un charco de un fluido abyecto, todo ello recogido en una bandeja deslustrada de acero inoxidable que subrayaba cruelmente la escasez miserable de su contenido. A continuación y como quien ha repetido la operación en incontables ocasiones, abrió una botella de coñac nacional y la derramó por encima, extrajo de su bolsillo un mechero y tras dos intentos le prendió fuego. Con gesto prócer y una sonrisa de triunfo, plantó ante la mirada perdida del parroquiano la pequeña albóndiga flamígera, que ardía con una ruin llamita azulada. El parroquiano, un desagradecido, no hizo ningún comentario.

Nosotros volvimos a nuestros respectivos hogares con la desagradable sensación de haber recibido un mensaje sobre la vida que sólo muchos años más tarde estaríamos en condiciones de entender.

(31-10-2013)

Sic semper tyrannis

03 domingo Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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ancianos, justicia, miedo, poder, siglo xx, venganza

Gil Scott-Heron se equivocó al proclamar que The revolution will not be televised. La revolución ha sido y será fotografiada, filmada, televisada, compartida en los efímeros muros de facebook, twiteada, transformada en películas, canciones, series y videojuegos. Nada escapa a nuestra voluntad de registrar el más mínimo o el más atroz de los hechos, lo que es también una forma de hacerlos desaparecer.

Ayer estuve revisando dos vídeos especialmente escalofriantes que recogen la caída televisada de Nicolae Ceaușescu, Secretario General del Partido Comunista Rumano, que ejerció desaforadamente el poder durante la segunda mitad del siglo pasado.

En el primero asistimos al último discurso del Conducător, el 21 de diciembre de 1989. Se dirige desde un balcón del edificio del Comité Central a la multitud congregada en la Piața Palatului. Con una sonrisa impostada y el cansancio de quien tantas otras veces lo ha hecho, desgrana los logros recientes del régimen. Hay un instante en que desde la multitud, detrás de las primeras filas de entusiastas o figurantes, surge un sordo abucheo que se extiende imparable en ondas concéntricas hasta que Ceaușescu, se da cuenta de lo que está ocurriendo y deja por un instante de hablar. Esa expresión de su cara. Estupor, incredulidad, el desconcierto de quien es despertado bruscamente y comprende que ha ocurrido algo irreversible; que ya, en ese preciso momento, ha sido derrotado por fuerzas que escapan a su control y le destruirán. Fueron décadas de dictadura ineficaz, minuciosamente policial (se dice que la vasta red creada por la Securitate implicaba un informante por cada 43 ciudadanos), de suspensión funcionarial del tiempo, pero ahora Ceaușescu ve desde ese balcón como la Historia asoma su rostro furioso. La televisión nacional corta en ese momento la señal. Las cámaras reciben órdenes de apuntar hacia el cielo o hacia la fachada desnuda de los edificios oficiales. Sobre esas imágenes se conserva grabado un segmento de audio en que una voz de mujer da instrucciones perentorias mientras Ceaușescu intenta apaciguar desde los micrófonos a una multitud que ya empieza a fluir hacia las puertas del edificio. Es Elena Ceaușescu, su esposa y Viceprimer Ministro del pais. Cuatro días después ambos estarán muertos.

Nicolae era de origen campesino. Huyo muy joven de su casa y de una figura paterna brutal. En la capital trabajó como aprendiz de un zapatero que junto al uso de la escofina y la lezna le inició en las esplendorosas visiones de futuro del materialismo histórico. A los catorce años ingresó en el partido comunista rumano. A los veinte, curtido en resistencia y lucha callejera, conoce detenciones y estancias en prisión. También conoce a Elena Petreșcu, que será su compañera de por vida. Una serie de sucesivas y fortuitas jugadas del azar -como compartir celda en el campo de concentración de Târgu Jiu con el líder comunista Gheorghe Gheorghiu-Dej, que lo hará su protegido- le llevan a la jefatura del partido y finalmente a la presidencia del país. Tras unos inicios discretamente aperturistas, marcando distancias con la URSS, Nicolae y Elena acaban ejerciendo una autoridad sin contemplaciones e imponen un risible culto a la personalidad.

Finales truculentos y abyectos no son infrecuentes en las trayectorias de los tiranos. Robespierre murió gritando cuando el verdugo, al acomodar al incorruptible en la guillotina, involuntariamente le desató el pañuelo que sostenía su mandíbula inferior destrozada por un disparo. Difícil olvidar las imágenes de los cadáveres de Mussolini y Clara Petacci[1] arrastrados por las calles de Milán y colgados boca abajo en la Piazzale Loreto, el sórdido final de Sadam Hussein o la muerte violentísima de un Gadaffi asustado y, como un imposible Cristo, cubierto de sangre.

«Los matáis y los echáis en fosas comunes. Que no quede vivo ni uno, ¡ni siquiera uno!». Se atribuyen esas palabras impías, no sé con cuanto rigor, a una Elena aterrorizada, cuando tras el discurso tienen que subir a un helicóptero y abandonar in extremis el palacio, ya invadido por las masas.

El ejército cierra el espacio aéreo y se ven obligados a aterrizar en el campo y a huir por sus propios medios. Una serie de peripecias en la carretera aplazan lo inevitable. Puedo imaginar a Nicolae y Elena, tras toda una vida juntos, sus manos manchadas de sangre indeleble, el corazón palpitando, mirando por última vez en su vida la carretera vacía y las ramas de los árboles mecidas por el viento frío, dando vueltas por el arcén, furiosos, desesperados, deseando que alguien quiera llevarles lejos, dispuestos a pagar lo que fuera. Un médico los recoge, pero acaba fingiendo una avería para librarse de ellos. Un segundo conductor los engaña, llevándolos a una granja donde los encierra en una habitación en la que serán detenidos poco después.

El 25 de diciembre se improvisó a toda prisa una parodia de consejo de guerra mientras se reclutaba entre el cuerpo de paracaidistas a los integrantes de un pelotón de fusilamiento. Hay una grabación del proceso. Ceaușescu baja de una tanqueta en una posición ridícula, indigna, y graban el reconocimiento médico de ambos. Un testigo declara que Nicolai había mantenido su decoro personal, en oposición a Elena, que se había descuidado y olía mal, aunque “parecía no importarle”.

El juicio es una farsa apresurada, su puesta en escena tiene algo de oficinesco. El fiscal desgrana una serie de acusaciones hinchadas (no era necesario, Ceaușescu y su esposa tendrían plaza garantizada en el infierno sin necesidad de exagerar). Nicolae, que ha rechazado al abogado de oficio por haberle sugerido que se declare demente, se defiende afónico, completamente fuera de la realidad, hablando de “traición” y “falta de patriotismo”. Elena permanece en silencio, pensativa, como quien sabe que le quedan escasos minutos de vida.

Se dicta la sentencia, que se cumplirá en el acto. Nicolae hace un gesto de impotencia. Ambos quedan por un instante a la espera, empequeñecidos, agotados, los abrigos puestos. No se miran a los ojos, no se cogen de la mano; van a morir pero se limitan a intercambiar unas frases malhumoradas. Dos ancianos enojados, como si les hubieran puesto una multa por aparcar mal.

Cuando les anuncian que serán sacados al patio para ser fusilados de uno en uno, Elena parece recuperar la energía y se yergue, exigiendo su derecho a morir juntos. Nicolai sale también de su resignación, sí, deben morir juntos. La firmeza de Elena sólo se quiebra cuando proceden a atar sus manos a la espalda. Ambos protestan, claman “vergüenza” al sentirse definitivamente inermes. “Yo os he criado a todos vosotros” vocifera Elena. Un soldado le replica: “nadie te va a ayudar ahora”.

Aquí se interrumpe la grabación. Fue todo tan rápido que el cámara no llegó a tiempo. Hay quien asegura que el dictador cantó la Internacional antes de que le dispararan y pronunció un teatral e improbable “la historia me vengará”, mientras ella se enfrentó a los miembros del pelotón llamándolos hijos de puta.

Nunca se sabrá. La cámara vuelve a grabar en el momento en que la columna de polvo levantada por las balas de las ametralladoras se disipa, dejando a la vista los dos cadáveres. Dos muñecos desmadejados, irrisorios, nulos. A Nicolae Ceaușescu le gustaba mucho Kojak y se hacía proyectar la serie en el palacio presidencial. Elena Petreșcu obtuvo por cojones un doctorado en Ingeniería Quimica presionando a los catedráticos que juzgarían su tesis, todo con tal de alcanzar el viejo sueño de cuando era una joven auxiliar de laboratorio. Ahora están muertos y es el día de Navidad. Fue la última ejecución en Rumanía, la constitución de 1991 suprimiría la pena de muerte.

[1] Nota. El sombrío Scott Walker tiene curiosamente sendas canciones de pesadilla sobre la muerte del Duce y la del Conducator. Ninguna de las dos llegará a ser canción del verano salvo en alguna dimensión paralela que, francamente, no querríamos nunca visitar.

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