Según uno de los mitos fundacionales ya declinantes de la psique occidental una divinidad crea el mundo en seis días y al séptimo descansa, puede que complacido ante pájaros, estrellas, olas y naranjas o en un estado de arrepentimiento, de quieta desesperación ante la magnitud del error.
En el año 321, el emperador Constantino promulga un decreto mediante el que el domingo queda obligatoriamente consagrado al reposo civil y desde entonces los humanos, a semejanza de los dioses, interrumpimos cada siete días la serie de nuestros trabajos.
Día del Señor, día del Sol. Si antes, vestidos de domingo, atestábamos los templos, hoy unos dedican la mañana a reponerse de los libertinajes de la noche anterior y otros se entregan a enérgicas proezas físicas, a módicos éxtasis filarmónicos o a fatigar las silenciosas salas de los museos. Tal es la variedad de nuestras costumbres. Sí que se mantiene el hábito de dirigirse a las afueras de las ciudades con las crías y consentirse pequeñas francachelas con los amigos, intentando recuperar parte de nuestra antigua alianza con los misterios de la naturaleza. La infancia está hecha de domingos donde aprendimos la sustancia insidiosa de la melancolía. Mientras los adultos olvidaban la dura disciplina del mundo en el torpor del alcohol, el humor o la maledicencia, los niños corríamos libres por un mundo recién creado para nosotros, entre un azul que no hemos vuelto a encontrar y los olores salvajes de la tierra. Pero aunque el tiempo de la niñez tiene las dimensiones de la eternidad, el domingo llegaba a su fin y con la caída de la tarde volvíamos a casa, todavía en el recuerdo las aventuras y descubrimientos del día. Allí nos esperaba el baño y otras suavidades del hogar, pero también los preparativos para el lunes, la certeza de que tras el sueño los mecanismos de las horas se pondrían de nuevo en marcha. No conozco afecto más compartido que esa tristeza dominical, tan similar a la post coitum tristitia que, con los años, va contaminando del sentimiento de lo irreversible incluso los mismos placeres del día.
Y uno no puede evitar pensar en el último acto de nuestra vida como un domingo definitivo, suma y cifra de todos los demás. Habríamos de celebrarlo como corresponde, con buen ánimo, sin que la evidencia de la próxima caída del telón arruine nuestra alegría soberana. En la leal compañía de nuestros recuerdos, apurando hasta el final las dulzuras de la luz, olvidando cuidados triviales y achaques en un festín de amigos, riendo y jugando, como hacen los niños.
Edward Hopper. «Early Sunday Morning» (1930)