1
Al doctor Sigmund Flöid le encantaba que el barbero palmeara su cara tras el afeitado, plas, plas, plas, y sentir en sus mejillas el frescor delicioso del mentol. Tal era su placer que no podía evitar que una risita un poco tontorrona, una risita de bebé, sacudiera todo su docto cuerpo. Con esta risa tan característica fue de hecho inmortalizado en los escasos retratos que de él se conservan.
Salió a la calle de excelente humor, siempre que se afeitaba sentía que el mundo empezaba de nuevo. Sincronizó su reloj con el de la venerable torre del ayuntamiento y atravesó la plaza rumbo al café, silbando “En un mercado Persa”, cuando un balonazo en la cara lo sacó de su módico éxtasis.
Un grupo de niños huyó en desbandada, tan solo uno de ellos permaneció en su puesto y se acercó a él, preocupado.
― Lo siento, señor, he sido yo. Sin querer.
Sigmund Flöid estaba algo aturdido. La mejilla le ardía y sentía en sus labios el indescriptible sabor amargo de la suciedad del balón. El niño lo cogió de la mano y lo llevo a un banco para que se recuperara.
― ¿Se encuentra mejor?
El doctor Flöid pudo fijarse en él. Era un chaval serio, había en él una encantadora timidez.
― ¿Cómo te llamas, rapaz?
― Hans.
― Podías haber huido, como los gamberros de tus amigos. Se ve que te han educado bien.
― Señor, mi madre dice que el amor mueve el mundo y que todo el amor que demos se nos devolverá.
― El amor mueve el mundo, mis cojones. El mundo lo mueve una mezcla de ciego azar y estupidez. No seas ingenuo, pequeño Hans.
― Pero…
― ¿A quién vas a hacer más caso a tu madre o al reputado doctor Floid, famoso en todo el país?
Hans se quedó pensativo, mirando la punta de sus zapatos.
― ¿Qué quiere ser cuando seas mayor?
― Quiero ser pintor, señor. Quiero pintar cosas que no haya pintado antes nadie: el terror en el corazón del bosque, la gracia de los caballos, la tristeza de las estaciones de tren. No quiero la fama, solo vender lo suficiente para vivir en una pequeña casa cerca del mar con una mujer admirable a la que retrataré una y otra vez a lo largo de los años.
― Coño, Hans, no, no… a ver, escúchame. Olvida eso. Esa mujer existe solo en tu imaginación. Caso de que existiera, las posibilidades de que te cruces con ella son desdeñables, y aun así seguramente estará enamorada de un energúmeno. Te pasarás la vida idealizando mujeres y decepcionándote luego. Escúchame, te veo, eres manso y eso se nota, la gente lo huele, como los tiburones la sangre. ¿Has visto cómo en el colegio se lanzan a pisarte los zapatos nuevos? Eso es la vida. El mundo está lleno de arrogantes, de gente sin dudas y sin escrúpulos, de idiotas hiperactivos. Ante ellos no tienes la menor posibilidad de llegar a ninguna parte. Siempre ganarán ellos y perderás tú. Cuanto antes lo sepas menos sufrirás. Renuncia a tus sueños, sácate unas oposiciones que te permitan vivir con desahogo el lento envejecimiento en que consiste la vida y, eso sí, busca alguna adicción de tu agrado para hacerlo llevadero. Algún día me agradecerás estos consejos. Adiós Hans, que dios te bendiga.
Hans se alejó por la plaza, cabizbajo y con el balón bajo el brazo. El doctor Flöid, sonriente, suspiró, como siempre que experimentaba alguna forma de satisfacción moral. Un ruiseñor levantó el vuelo hacia el cielo azul y le cagó en el hombro.
2
Una tarde fresca de mayo florido, el doctor Sigmund Flöid tomó su podómetro de precisión fabricado por Novak & Baumann y subió a la cumbre del montecillo que dominaba la ciudad. Al doctor le complacía contemplar desde allí, a vista de pájaro como quien dice, la suave curva del río y sus plazas y monumentos. Ver a sus conciudadanos como hormigas le procuraba la sensación pueril de ser él mismo un gigante. El doctor Flöid jamás confesó a nadie ese inocente esparcimiento, por eso le molestó darse cuenta de que no estaba solo. Una muchacha en avanzado estado de preñez sonreía absorta, los ojos entornados. Tuvo que dirigirse a ella dos veces para sacarla de su ensoñación.
― ¿Qué hace usted a solas en este sitio, joven?
― Me gusta venir aquí y estar en silencio.
― Caramba. ¿Y por qué esa felicidad beatífica?
― Pienso en la criatura que pronto vendrá y en su futuro. Si es varón será capitán de barco y si es mujer se dedicará al estudio de las estrellas. Serán recordados por sus grandes proezas, no como yo, que soy muy poquita cosa.
― ¡Qué insensatez! ¿Cómo te llamas, atolondrada criatura?
― Mi nombre es Renate.
― Escucha, Renate. Los grandes sabios de la antigüedad, los Padres de la Iglesia y los más insignes representantes de la filosofía moderna están de acuerdo en que la existencia humana es un trágico error. Arrojados al Ser en un mundo inhóspito, nos enfrentamos a la maldad de nuestros semejantes y a la certeza de nuestra propia muerte, todo cuanto recibimos lo perderemos. Y ustedes, señoritas, contribuyen a perpetuar esa farsa sin sentido. Influidas por novelitas sentimentales, pierden el juicio por algún joven musculado y permiten que su esperma las impregne. Tras unos meses, en una ceremonia de mal gusto, en medio de un carnaval de fluidos y dolor, dan a luz a un pequeño monstruo. Criaturas de una absurda energía irreflexiva y de un ciego egoísmo, que crecerán hasta despreciar a los autores de sus días e incluso odiarlos. ¡Y con razón!
A Renate se le estaba cayendo el alma a los pies.
― Dejar de reproducirnos debería ser el ideal de todos nosotros, joven amiga. Que nuestra especie se extinga y la inocente, amable Tierra, pueda vivir en su pureza primigenia, libre por fin de la codicia destructora de esta especie parásita.
Tan exaltado estaba, que no se dio cuenta de que hacía un rato que Renate había huido ladera abajo, porque empezó a sentir contracciones y no quería parir delante de ese señor.
El doctor Flöid celebró quedarse a solas y aprovechó para devorar unas magdalenas que había traído consigo y que le gustaban mucho. Una avispa apareció de la nada, se acercó y le picó en el escroto.
3
¿Qué hace el prestigioso doctor Flöid esta mañana en el corazón del bosque?, ¿busca acaso las fuentes mismas del Ser?, ¿pretende sondear su silencio interior? Nada de eso, el doctor Flöid busca setas, en parte por ser entusiasta micólogo aficionado ―le atraen esos seres monstruosamente arcaicos que crecen en la oscuridad, sobre los restos de la putrefacción vegetal―, en parte por atizarse una buena merendola. La suerte le hizo dar con una rara variedad de Craterellus cornucopioides, lo que lo alegró de una manera indescriptible al imaginar la expresión de envidia de sus colegas micólogos y al anticipar el atracón que le esperaba. Tal fue su alegría que empezó a segregar babita, manchándose la pechera. En ese momento unos pasos interrumpieron su académico babear.
Un robusto anciano entró en el claro del bosque y lo miró con sus ojos claros.
― ¿Qué hace usted aquí? ― le espetó.
― Soy el célebre doctor Flöid y he venido al corazón del bosque a buscar las fuentes del Ser y sondear mi silencio interior, como suelen hacer los sabios.
― Caramba, yo soy Gunther, el guardabosques.
Y extendió una manaza áspera que el doctor estrechó con aprensión.
― Yo era malvado, doctor. De joven fui leñador y con mis manos derribé los más altos árboles, hogar de pájaros y ardillas. Ahora, para reparar el daño hecho, patrullo por el bosque ayudando a otras criaturas. Libero al osezno atrapado en una zanja, abro la trampa donde ha caído el lobo y hasta la mosca en la tela de araña conoce mi piedad.
― Pero, ¿qué me está diciendo usted?, ignorante patán, cabeza de chorlito… ― exclamó Sigmund indignado.
― Oiga, que puedo ser un anciano, pero la hostia se la va a llevar usted igual.
― ¿Acaso ignora las consecuencias de interferir en la cadena de causas y efectos?, no sabe que el heresiarca Antonius Sibelius calificaba ese actuar de «abominatio execrabilissima» ―se lo había inventado, por supuesto, pero era fácil impresionar a un gañán― . Pensemos en ese lobo que ha rescatado, atolondrado Gunther. Carente de sentido moral, el lobo volverá a lo que le es propio y devorará el ganado de una familia de granjeros. Impedidos así de pagar sus deudas, serán expulsados de su hogar y emigrarán a la ciudad, donde el hijo mayor fallecerá en una mina a causa de una explosión de grisú, el padre se entregará al consumo de alcohol y éter y la hija menor tendrá que ejercer la prostitución en los más sórdidos callejones para poder mantener a su madre, que habrá quedado ciega a causa de una lata de conservas barata en mal estado, única bazofia que pueden permitirse. ¿Le parece bonito, Gunther?
― No me líe, podemos cambiar el curso del destino si así nos lo proponemos.
― Eso lo dice usted porque ignora por completo los hallazgos de la moderna neurociencia, que han demostrado sobradamente que el libre albedrío es una mera ilusión, una superstición gótica que debe ser superada cuanto antes.
Gunther sopesó durante un instante la posibilidad de darle una paliza, pero se dio la vuelta en silencio y se alejó. En el pueblo informó a las autoridades de que un pervertido se dedicaba a molestar niños en el bosque, porque Gunther tendría un alma franciscana, pero también tenía muy mala leche.
El doctor Flöid prosiguió la búsqueda de setas, pensando en la inacabable lucha contra el error humano. Una bandada de estorninos salió del tronco hueco de un árbol y le sacó los ojos.
4
En el pueblo están acostumbrados a verlo pasear a solas por la playa, cuando cae la tarde. Un hombre ya mayor con gafas de ciego y un bastón blanco, ligeramente encorvado. Se aloja en una discreta posada cerca de la iglesia ―se rumorea en los colmados que con nombre falso― y a las gentes sencillas su aspecto de sabio les hace caer en extravagantes especulaciones. Unos sostienen que ha venido a estudiar los caminos de las ballenas por el Mar del Norte, otros que se trata de un espía a sueldo de los alemanes. Lo cierto es que la única ocupación aparente del hombre es la de pasar desapercibido.
Escuchaba aquella tarde el doctor Flöid el ritmo acompasado de las olas. Le complace el olor salino ligeramente corrompido de las algas, sentir el viento en el rostro, oír las lejanas sirenas de los barcos, las campanas de la iglesia, los gritos de las gaviotas. Privado de la vista, el resto de las impresiones del mundo aparecen ahora cargadas de significado, como si hasta ahora no hubiera percibido lo real. Cuánto le engañó su vanidad, sólo ahora entiende que lo ignora todo. Su paguita del estado austro-húngaro le permite pasar desapercibido lejos de su tierra natal, donde nadie lo conoce. No hacer nada, hablar lo justo y habitar la modestia ilimitada del presente. Se sentía feliz, qué demonios, así que se sacó un moco de la nariz, disfrutando del instante. Pensó «la carne es triste y he leído todos los libros, pero qué plenitud esta de sacarme un mocajo».
― Disculpe, ¿es usted el doctor Flöid?
Vaya por dios, pensaba que estaba solo. Era la voz un poco crispada por la ansiedad de un joven.
― Apenas ya…
― En todos sus libros salía su imagen. Ha cambiado mucho, pero lo he reconocido.
― ¿Los has leído?
― Todos, señor.
El doctor Flöid hizo un gesto de desagrado.
― ¿Le puedo preguntar cómo se las apaña ahora para seguir con sus estudios?, ¿tiene alguien que le lea?
― Ya no leo.
― ¿Entonces?, ¿a qué dedica su tiempo?
― A veces vengo aquí a escuchar el mar, ¿te parece poco? ¿Has pensado en que desde el principio de los tiempos el mar nunca se ha detenido?
― ¿El mar?, el mar no me dice nada, señor.
Sigmund volvió hacia Jerome su rostro inquisitivo de ciego. El muchacho prosiguió.
― El verdadero filósofo ha de mirar por debajo de la superficie. El mar es monstruoso. Una sucesión de abismos, fallas y cicatrices tectónicas sumida en la oscuridad eterna. En su fondo se amontonan por milenios los cadáveres de las criaturas marinas. Por no hablar de los pecios y cientos de miles de ahogados cuyos ojos y ano profanan las anguilas. El mar cobija horrores sin cuento. Por mar nos llegan las epidemias y las invasiones de pueblos crueles. El mar es despiadado, la tempestad y el rayo son su ley. Me parece indigno de usted que poetice algo que es monótono en su superficie e intrínsecamente perverso en su interior.
― ¿Cómo te llamas, amigo?
― Jerome, señor.
― Me recuerdas a mí no hace tanto, Jerome. Permíteme que te dé un consejo. No seas arrogante, en especial no huyas del mundo refugiándote en los libros, frecuenta las tabernas y refocílate con las mujeres. Baila, ríe mucho. Busca en general lo que es ligero y perfumado.
«Pero este hombre está gagá», pensó Jerome, cada vez más indignado.
― No intentes cambiar las ideas de tus semejantes. Necesitamos mentiras para vivir, necesitamos engañarnos. Dejar a alguien sin sus creencias es un cruel acto de soberbia. No malgastes tu vida como hice yo.
El anciano no podía ver la mirada de espanto de Jerome.
― Me decepciona usted, doctor Flöid ― le espetó el muchacho, que siempre decía la verdad.
― ¡Ya no soy el doctor Flöid, cojones! El doctor Flöid ha muerto y bien muerto está.
Jerome escupió sobre la arena y se marchó lleno de resentimiento. Al llegar a casa hizo un fueguecillo con los libros de su ídolo. Mientras observaba con mirada torva el vuelo de las pavesas, confirmó sus ideas de que los años nos degradan y que un temprano suicidio es la única actitud digna de un hombre racional.
A solas de nuevo, el doctor pudo por fin pegar el moco sobre una bonita concha marina y reflexionó sobre la tonta petulancia de la juventud. «Hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo» pensó, recordando las palabras del Eclesiastés, «un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar». Una orca salió del agua y atrapó su pierna, arrastrándolo hasta la profundidades del piélago. ¡Cómo chillaba el pobre doctor Flöid! Como un pequeño roedor. Fin.
