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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: mayo 2017

Extraños

23 martes May 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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desconocidos; azar; ciudades;

La ciudad multiplica el acaso de los encuentros. En la vida del campesino medieval el contacto con personas de las que se ignoraba el nombre era excepcional e iba generalmente asociado a malos lances: hombres de armas al servicio de levas y recaudaciones, bandidos en los caminos, desalmados y violadores, el viajero funesto que traía la enfermedad. A veces el cómico y el buhonero, los desarraigados por excelencia.

En el discurso del moralista reaparece periódicamente la ciudad como encarnación del mal. Lugar del dinero y del trato frecuente con desconocidos, le asquea sobre todo esa febril pululación de hormiguero e ignora las fuentes de abundancia en lo casual y lo aleatorio. La nostalgia de la aldea es el primer síntoma de la mentalidad reaccionaria. Ninguno de nosotros está libre de incurrir en esas inútiles melancolías.

Da vértigo pensar en los cientos de personas con las que establecemos lazos fugaces para no volverlas a ver. Taxistas, mendigos, funcionarios, camareros y policías; en mercados, hospitales, puertos, estaciones, edificios donde se administra el poder y abiertos espacios públicos. Cruces a veces con algo de excepcional y memorable que, transformados en relato, salpicarán durante años nuestra conversación para deleite o desesperación de los amigos.

Ernst Jünger hablaba del sentimiento de privilegio de aquellos amantes cuyo primer conocimiento fue azaroso, una primera audacia fuera de las redes de lo familiar, de los trabajos y los hábitos, como si algún destino operara. Esas parejas recuerdan siempre aquel albur fundacional y se lo cuentan a sus hijos. Es la mística de aquel “Strangers in the night” que popularizó Frank Sinatra.

Los desconcertantes, torpes, engañosos, sórdidos o radiantes tropiezos en las horas altas de la noche, en los bares donde huimos de la angustia y nos envenenamos cortejando lo imprevisto.

Otros parecen investidos de una condición de epifanía. El anónimo macarra que me ayudó en una vomitona de adolescente, la chica que me impuso con toda convicción las manos en un vagón de metro para aliviar el golpe que me había dado al entrar corriendo, la anciana a punto de llorar de miedo y desamparo a la que tienes que socorrer bajo un sol violento, el amenazador diálogo con un loco en las calles vacías.

Y, por encima de todos, aquellos instantes que justifican nuestra mera existencia como especie, los que no conviene olvidar cuando llega a nuestros oídos el monótono lamento de los difamadores del mundo. El soldado que decide no matar a un enemigo a su merced, quien dice palabras de consuelo al desconocido que muere en sus brazos, la voz de aquel extraño que te salva la vida. El encuentro con los justos.

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Cave canem

13 sábado May 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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infancia, perros

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Desde muy pequeños, desde que el lenguaje nos crece dentro, empezamos a formar categorías, a ordenar lo indiferenciado. Para los niños de mi generación la idea de perro se manifestaba de dos maneras. Estaba el animalillo encantador de los juegos y los dibujos animados, tan parecido a nosotros, afable, fiel, sentimental. Pero también estaba el otro, el animal bronco que corría suelto por las calles, el que no movía el rabo en señal de reconocimiento, el inquietante hijo del lobo y de la lluvia.

¿Cómo podría olvidarlos?, dirigiéndose a sus asuntos por las cuestas sin asfaltar de aquel pueblo, entre el humo santo de las chimeneas, sus ladridos como el trueno al otro lado de cancelas pintadas con minio contra las que estrellaban su corpachón. O encadenados cruelmente a una estaca, entre huesos que amarilleaban, siglos de miedo y vergüenza en los ojos de bestia apaleada. Las partidas de perros que descendían del monte, frutos desmañados de azarosos cruces y acoplamientos insolentes a pleno sol. Los grandes machos renqueantes, asmáticos, con los flancos heridos, la espuma blanca en el belfo. Sus secuaces hirsutos, descarnados, arrastrando a veces mutilaciones –aquel desgraciado con un ojo inútil, cristalizado y amarillento como un ámbar decrépito–, las pobres perras preñadas, con las tetas hinchadas, escarbando en la basura, la legua colgando, la sed incesante. Esa sensación de piedad y terror cuando tenías un mal encuentro con ellos en un cruce y el corazón te brincaba mientras –no moverse, no mirar­– contenías el aliento esperando a que dejaran de gruñir y de prestarte atención.

Una vez vimos a unos cazadores matar a tiros a un braco rabioso. Saltaba ensangrentado en el aire, parecía como si nunca fuera a morir. Durante semanas visitamos el secarral donde lo enterraron, erizado de cardos espinosos, contemplando fascinados el lento avance de la podredumbre. Cosas de críos.

Y ahora, cuando empiezo a percibirme como uno de esos perrazos vulnerados, cuando ya no oigo por la noche aquellos destemplados ladridos elementales, me acuerdo de ellos, de su hambre y su aterido orgullo. Viejos fantoches, expertos en mil derrotas, mis semejantes, mis hermanos. ¿Dónde fueron a parar aquellas manadas famélicas del invierno y las grandes intemperies?, ¿bajo qué luna bondadosa seguirán perseverando en sus libres correrías?

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