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La ciudad multiplica el acaso de los encuentros. En la vida del campesino medieval el contacto con personas de las que se ignoraba el nombre era excepcional e iba generalmente asociado a malos lances: hombres de armas al servicio de levas y recaudaciones, bandidos en los caminos, desalmados y violadores, el viajero funesto que traía la enfermedad. A veces el cómico y el buhonero, los desarraigados por excelencia.
En el discurso del moralista reaparece periódicamente la ciudad como encarnación del mal. Lugar del dinero y del trato frecuente con desconocidos, le asquea sobre todo esa febril pululación de hormiguero e ignora las fuentes de abundancia en lo casual y lo aleatorio. La nostalgia de la aldea es el primer síntoma de la mentalidad reaccionaria. Ninguno de nosotros está libre de incurrir en esas inútiles melancolías.
Da vértigo pensar en los cientos de personas con las que establecemos lazos fugaces para no volverlas a ver. Taxistas, mendigos, funcionarios, camareros y policías; en mercados, hospitales, puertos, estaciones, edificios donde se administra el poder y abiertos espacios públicos. Cruces a veces con algo de excepcional y memorable que, transformados en relato, salpicarán durante años nuestra conversación para deleite o desesperación de los amigos.
Ernst Jünger hablaba del sentimiento de privilegio de aquellos amantes cuyo primer conocimiento fue azaroso, una primera audacia fuera de las redes de lo familiar, de los trabajos y los hábitos, como si algún destino operara. Esas parejas recuerdan siempre aquel albur fundacional y se lo cuentan a sus hijos. Es la mística de aquel “Strangers in the night” que popularizó Frank Sinatra.
Los desconcertantes, torpes, engañosos, sórdidos o radiantes tropiezos en las horas altas de la noche, en los bares donde huimos de la angustia y nos envenenamos cortejando lo imprevisto.
Otros parecen investidos de una condición de epifanía. El anónimo macarra que me ayudó en una vomitona de adolescente, la chica que me impuso con toda convicción las manos en un vagón de metro para aliviar el golpe que me había dado al entrar corriendo, la anciana a punto de llorar de miedo y desamparo a la que tienes que socorrer bajo un sol violento, el amenazador diálogo con un loco en las calles vacías.
Y, por encima de todos, aquellos instantes que justifican nuestra mera existencia como especie, los que no conviene olvidar cuando llega a nuestros oídos el monótono lamento de los difamadores del mundo. El soldado que decide no matar a un enemigo a su merced, quien dice palabras de consuelo al desconocido que muere en sus brazos, la voz de aquel extraño que te salva la vida. El encuentro con los justos.