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Mientras escribo esto llueve tras las ventanas como en un mal poema. Llueve sobre los patios de los colegios donde ya no se oye a los niños, sobre los bancos vacíos de los parques, sobre las calles de un mundo del que momentáneamente casi hemos desaparecido. El hombre ha abdicado de su señorío. Los jabalíes se acercan por las noches a las ciudades, pavos reales y ciervos se dejan ver por las avenidas vacantes, los delfines se acercan a los muelles y las palomas buscan desesperadamente comida. Los cuadros en los museos pueden conversar entre ellos sin que nadie los vea, la Gioconda goza de una merecida soledad tras décadas de acoso por multitudes.
Dicen que a los canales de Venecia ha vuelto la transparencia, con suerte el aire recobrará algo de su pureza original. El planeta descansa de nosotros, de nuestra frecuente codicia y fealdad.
Un enemigo invisible, apenas un mecanismo de autorreplicación, nos tiene encerrados en nuestros hogares, entre la angustia y la incertidumbre. Cuanto ocurra no será fácil, pero por la noche el sueño de volver a los viejos, queridos hábitos, no nos abandona.
Necesitamos pensar que el mundo nos espera y que volveremos a él. A las plazas y la bulla de las fuentes públicas, al estruendo de las persianas de las tiendas y los bares que se abren, más bello que el sonido de las campanas, a los festines de amigos y los cuerpos entregados, a las dulzuras de la luz en las esquinas que tanto amamos en esa ciudad donde algún día ―no aquí, no ahora, rezamos― nos encontrará la muerte.
Puede que sea distinto a como lo soñamos ahora. Quizás sea algo gradual, enojosamente administrativo, sin grandeza. Quizás la banalidad y la rutina no tarden en adueñarse de nuestras vidas, pero cómo no anticipar ese momento íntimo, que cada cual vivirá de manera distinta y para el que hace tiempo que carecemos de las palabras justas. La gratitud de habernos salvado.
Se nos ha puesto a prueba, perderemos mucho, no podremos ser los mismos porque nos miraremos sabiendo que todos hemos conocido el miedo y porque muchas vidas van a naufragar en una soledad y aislamiento inimaginables. Pero también vemos cómo en los sitios más imprevistos aparecen los justos: el enfermero que se queda dormido de puro agotamiento, la viejecita que se pone sus lentes y teje mascarillas en su máquina de coser, la cajera que tiene miedo a morir y bromea con los clientes, el camionero que se ocupa de que nada de lo que es menester nos falte. Lo más noble de lo que somos capaces brota en mitad del espanto con esa asombrosa, delicada sencillez con la que siempre ha ocurrido.
Si salimos de esta nos será dada a todos una gracia inmensa, recuperar el mundo, volver a tomar posesión de las cosas, como si las nombráramos de nuevo, como si naciéramos otra vez. Espero que seamos dignos de ese don.
La Veduta di città ideale. Atribuido a Francesco di Giorgio Martini (s.XV)