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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: enero 2020

Un gilipollas

20 lunes Ene 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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gilipollas

Duerme, duerme aún con esa paz y ese temblorcillo de los gilipollas cuando los primeros rayos del sol, que también sale para los gilipollas, entran en su dormitorio de gilipollas. El gilipollas abre los ojos, bosteza y estira los brazos y ve que el mundo es bueno. En el baño hace caquita, se pesa en la báscula y en la ducha se enjabona el orto. Luego se afeita su carita tersa de gilipollas. Al gilipollas le complace ver su expresión de gilipollas en el espejo. Pasan los años y el tiempo le desgasta, pero su mirada clara de gilipollas sigue siendo la misma de cuando era un pequeño gilipollas al que quería mucho su mamá. Su esposa y sus hijos todavía duermen, necesitan descansar de la agotadora convivencia con un gilipollas, aunque a veces el gilipollas se les aparece en sueños. Luego se prepara un café y unas tostaditas y desayuna solo, como un gilipollas. Empieza el día.

El gilipollas coge su coche y alivia la tensión de los atascos escuchando en la radio a una serie de tertulianos gilipollas que le complacen y edifican porque tienen las mismas ideas de gilipollas que él respecto a las desdichas que afligen a este país de gilipollas. En el trabajo se relaciona con otros gilipollas, zanganea, malmete, difunde chismes. El gilipollas no entiende bien lo que le dicen o lo que lee, pero no lo sabe porque para eso es gilipollas. El gilipollas entra a escondidas en las redes sociales donde pontifica como un gilipollas y sus lugares comunes de gilipollas argumentados falazmente con el aplomo y la mala fe que solo un gilipollas puede permitirse son calurosamente aplaudidos por otros usuarios no menos gilipollas. El gilipollas hace chistes de gilipollas en el office mientras se toma un café para impresionar a una compañera de trabajo. Al gilipollas el café le provoca acidez.

A lo largo del día el gilipollas ha negado ayuda a gente que lo necesitaba y lo merecía, ha obstaculizado ideas excelentes y ha promovido a perfectos gilipollas. Muchas personas a las que desconoce se verán desalentadas o directamente jodidas por las decisiones que ha tomado como un gilipollas. El gilipollas arruina vidas y siembra las semillas de futuras catástrofes. Lo hace en parte por dejadez, en parte por aparentar que tiene ideas propias y en parte porque no puede dejar de ser un gilipollas pues tal es la condición del gilipollas. El gilipollas no descansa, forma parte de su ser de gilipollas una hiperactividad constante, porque el gilipollas no puede estarse quieto, al gilipollas el silencio le hace sentir un vértigo inmenso. Un vértigo de gilipollas.

Regresa a su casa calentita de gilipollas con la satisfacción de haber hecho el gilipollas todo cuanto es posible. Besa a sus hijos y les dice cuatro gilipolleces para que sepan de qué va la vida. Después de cenar ve con su mujer una serie gilipollas en la televisión y cuando les entra el sueñecillo se van a la cama. El olor de la crema de noche de su mujer le hace recordar con melancolía su juventud. La acaricia y tienen sexo con penetración. El gilipollas se duerme tan tranquilo, pensando en la poesía de las pequeñas cosas. Su mujer no duerme preguntándose por qué eligió de entre todos los hombres a aquel gilipollas y dios, pegado al techo con velcro ―el interior de su noble cabeza rebosante de estrellas― vela por el gilipollas como vela por ti y por este gilipollas que os escribe y por todos los gilipollas de este mundo fatigado.

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Sana, sana, culito de rana

16 jueves Ene 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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curación, heridas

Estamos hechos con los residuos de catástrofes cósmicas y lanzados al tiempo, que es mudanza, que es pérdida y es dolor. Condición necesaria de la existencia, nos visita en el mismo momento en que nos abrimos al ser. El instante del nacimiento es un acto violentísimo, hecho de luz y angustia.

Los niños conocen pronto el dolor y por lo mismo conocen el sencillo asombro de la curación, esa inversión del orden fatal de las cosas. Nos desollamos las rodillas cayendo al suelo en un momento de libre y feliz abandono, la realidad nos recuerda su dominio, el límite de nuestros deseos. Tras el llanto y el consuelo de la voz de la madre se nos administran sustancias que escuecen y queman, pasan los días, la herida ya no duele y donde antes palpitaba la carne vulnerada aparece la costra, emblema de la infancia, que al fin termina por caer (si no es antes neuróticamente arrancada) y la rodilla recupera su aspecto original. Acaso el rosa pálido de una cicatriz. Asumimos el tranquilo prodigio como una ley benévola que regirá en lo sucesivo el mundo, restaurando siempre el orden.

Y así, aunque todo conspira para aniquilarnos, el tiempo y fantásticas drogas hacen que la fiebre desaparezca, los huesos se suelden, los órganos vuelvan a funcionar, el recuerdo del desgarro amoroso ya no nos aflija. La confianza en esas sucesivas victorias contra lo irreversible nos permite seguir viviendo.

Pero el tiempo que nos hizo nos disgrega y ya esa magia empieza a perder su virtud, las dolencias se hacen crónicas, las heridas del alma ya no se restañan, la virtud de las drogas disminuye.

El viejo, cansado y enfermo Beethoven escribió una de sus páginas más conmovedoras con el tercer movimiento de su Cuarteto en La menor Op.132, un adagio que bautizó como «Canción de agradecimiento de un convaleciente a la Divinidad». Sabía de lo que hablaba. Llega un momento en nuestro camino en que la sanación ya no es desembarazarse de una molestia, es una gracia concedida, un aplazamiento del instante de abandonar el escenario. Los modestos incordios de la enfermedad nos recuerdan todas las posibilidades de alegría que atesora nuestra pequeña, fragilísima vida, nos interpelan, nos hablan del deber de no malgastarnos en la fácil queja, en la ambición mezquina, en la insensata comedia de la lucha política. No ensuciemos nuestras horas ya escasas con vileza y necedad, hay veneros de luz escondidos en el tráfago común de los días, solo tenemos que abrir bien los ojos, en el insolente atrevimiento de intentar vivir como si fuéramos dioses sin recuerdos, como si fuéramos niños.

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El vocalista levantino

09 jueves Ene 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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sociología parda, vocalistas levantinos

La historia de la música es inseparable de los avances tecnológicos. El clarinete, evolución sofisticada del rústico chalumeau, abre con el pianoforte las puertas de la futura sensibilidad romántica, la duración del LP expande ―lo que no siempre ha sido una suerte― la libertad expresiva del jazz, el moog carga sobre sus circuitos con lo peor del rock progresivo y los avances en microfonía hicieron que cantantes como Bing Crosby sustituyeran la proyección operística de los antiguos intérpretes por el susurro confidencial del crooner, que te cantaba al oído en el mismo salón de tu casa desde el aparato de radio, permitiendo que en un futuro el indie español abundara en vocalistas que hacen que las viejas devotas de voz pálida que aburren a dios en las iglesias parezcan Freddie Mercury.

En los años setenta una serie de cantantes levantinos remontan río arriba la historia a base de varoniles chorros de voz y rotundos nombres artísticos: Nino Bravo, Juan Bau, Juan Camacho, Camilo Sesto, Jaime Morey. No debemos dejarnos engañar por la moda atroz del momento, a pesar de su aspecto de proxenetas estos héroes canoros eran buenos chicos de origen obrero, con algo de esos honrados galanes de zarzuela que curraban en talleres y querían a sus madres. En un país que dejaba atrás los encantos de lo yeyé y que flirteaba con el pullover apretao de barbados cantautores, el gusto popular abraza al vocalista levantino, que introduce un pathos reciamente heteropatriarcal, fálico, tronante.

Un asalto frontal al sistema hormonal de las mujeres de la España de entonces, modernas pero dentro de un orden. Cuando nuestras castas madres exclamaban «¡qué vozarrón!» reconocían implícitamente que algo se removía en su interior, algo inconfesable. Uno imagina al cantante sobradísimo sobre el escenario, intercambiando miradas intensas ―los ojos entrecerrados― con alguna joven en las primeras filas que de día trabaja en una planta envasadora de pimientos morrones, haciendo temblar sus tímpanos, con esa actitud de mira, mira, sin manos, ese pelazo, ese sabio manejo del micrófono con cable ―un arte, ay, perdido―, esos mocasines, esos pantalones de pata de elefante. Letras desproporcionadamente épicas, cercos de sudor en los sobacos y una mortal seriedad sin una puta sonrisa, porque la canción melódica levantina era al entertainment como el ciclismo al deporte, algo más próximo a los graves esfuerzos del currante. Y sin embargo en las erupciones volcánicas de aquellas laringes robustas había un recio erotismo de Agua Brava, coñá en el mueble bar, cigarrillos mentolados, peludas alfombras dacha, laca, esperma y cuadros op-art en el dormitorio.

Cuántas operaciones de especulación inmobiliaria no se firmaron bajo los acordes emocionantes de estas intensas baladas, cuántas cartas de soldados a sus novias no inspiraron, cuántos españoles no serían engendrados bajo su hechizo en apartamentos en Peñíscola, casas relimpias de barriada, paradores de turismo, hoteles de mala muerte y traseras de Renault 4.

Pero todo toca a su fin. Tras algún epígono ochentero como Francisco, se extinguieron como Roma y los dinosaurios. La carretera mató a muchos de ellos ―la maldición del vocalista levantino―, la música disco, la afonía italiana y la movidita acabaron con el resto. Su memoria solo pervive en los karaokes de las áreas metropolitanas.

Nuestro cine no ha hecho aún una película sobre su leyenda, sobre su grandeza achampañada. Una mirada feroz y compasiva que rescate del olvido sus conciertos en discotecas de pueblo, sus sórdidos managers, los ríos de magno con pepsi que bebieron, el vello erizado de los brazos de sus prometidas cuando les cantaban a grito pelao en el coche, apretando el acelerador, su chalet y su piscina ganados con tantos bolos, sus sofás blancos de piel, sus bodas y las primeras comuniones de sus niñas, las paellas de los domingos y la melancolía final entre fotos enmarcadas en que acabaron sus días. Se lo debemos y nos lo debemos, caramba.

nino

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