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Ya habré hablado en otra ocasión sobre la celebración de los cumpleaños. La idea de lo cíclico nos complace, llega esa fecha señalada en que fuimos arrojados al mundo y se reincide de nuevo porque alguna vez en la niñez fue el día más maravilloso de nuestra vida. Seguimos esperando la imposible repetición de aquella jornada que aún resplandece en el recuerdo y acaso nunca existió. Y así uno acaba divirtiéndose por encima de sus posibilidades, hasta la extenuación.
Al día siguiente, después de dormir como un oso polar tras devorar a un explorador y erudito victoriano, uno se despierta y entra en ese primer día del resto de su vida y lo hace arrastrándose. Jornada perdida, desarbolada. La luz calcina el aire tras las ventanas y con un cansancio infinito se empieza a recoger los restos de la fiesta del día anterior: vasos a medio vaciar, ceniceros llenos de colillas y rodajas de limón, restos de comida picoteada por los pájaros, imágenes de un pequeño reino devastado. La actividad impide entregarse a la reflexión, aplaza el problema hasta que al caer la noche llega el inevitable momento en que uno se enfrenta a una fría angustia tendido en el sofá como un fumador de opio, maldiciendo a Heidegger mientras tus gatos hacen tirillas el tapizado.
El tiempo y el espanto de la finitud, los viejos invitados, toman cuerpo, asiste lo ya vivido, incluso aquello de lo que nos arrepentimos, se experimenta el cansancio de uno mismo, del personaje que nos hemos hecho, sale de su escondite ese fondo oscuro de todos nosotros: vicios de carácter heredados, las cicatrices de lo que nos hirió en la infancia o la juventud, sombras que mantenemos a raya con la risa, la costumbre y el deber. Todo se materializa ante tus ojos como una agregación de polvo, borra y derrota. El monstruo resultante va a caminar a tu lado por unos días.
(El entorno no ayuda. Las calles despojadas bajo un sol severo, los negocios y bares conocidos cerrados, la suspensión momentánea de la trama cotidiana de afectos. En las cabeceras de los periódicos un sentimiento de catástrofe: amenazas de recesión desde Alemania, incendios de proporciones bíblicas, el buen pueblo de los gorriones diezmado, una epidemia que destruye los naranjos, desdichados que huyen por miles de una patria sin futuro… un mundo áspero, violento, indiferente, como siempre ha sido, la idea de que la educación y el progreso supondrán el triunfo de una extrema virtud ciudadana no se sostiene).
Y está bien convivir con esa sombra, la acabas contemplando con una especie de serenidad, entre la impotencia y un coraje nuevo. Aún no es el momento. Not dark yet, decía aquella bella canción de Dylan. No tener miedo, no engañarse sobre nada, ni siquiera sobre uno mismo, hacer lo que se pueda lo mejor que se pueda, no ceder en esto, no caer en la mezquindad o el resentimiento, pecado de viejos, no ser un coñazo, dios, no ser un coñazo, no hacer este mundo más feo, cumplir lo prometido, profesar por cada instante un amor insensato de poeta taoísta. Exigirse mucho, dar mucho. Arder, de algún modo.
Jeff Wall