En 1922, James Joyce nos abrió con su Ulysses las puertas del flujo de conciencia humano, lugar donde descubrimos reservas inagotables de banalidad y estupidez. El basurero cósmico de Twitter conecta la actividad cerebral de millones de individuos sin el filtro de una mínima elaboración y articula así una red insensata de ocurrencias que multiplica el efecto deletéreo de la melonada. La necedad inconsciente linda peligrosamente con la maldad.
Hace unos días, un tweet de una conocida sección de una importante cabecera se interrogaba: «¿tiene futuro la mesa del comedor o es solo un vestigio de un pasado en que las familias (y las casas) eran grandes, no había televisión ni móvil y teníamos que comer todos juntos manteniendo una conversación?». Cabría hacer una lectura en clave irónica o rastrear un deje de melancolía, pero sería ignorar el valor ofensivo que hoy tienen expresiones como “vestigio de un pasado” y ese aire de fastidio del «teníamos que», que es un «jo, qué rollo» en toda regla.
Afrontemos la cuestión y hagámoslo en la medida de lo posible sin nostalgia, vicio que delata nuestra edad e interfiere nuestro criterio. Hay una buena observación en ese tweet y es que las casas eran grandes. En efecto, hubo una etapa entre el fin de la segunda guerra mundial y el nuevo milenio en el que las clases medias occidentales conocieron el lujo del espacio. Y esa disponibilidad hizo posible que una habitación de la casa, diferente a la cocina, se transformara en un decorado donde cada día se oficiaba el mismo ritual. Las familias muy devotas intensificaban ese aspecto ceremonial al bendecir los alimentos, gesto que me parece de una inmensa delicadeza. La gratitud, ese «vestigio de un pasado», es un sentimiento ajeno al ethos de ese consumidor en que todos hemos devenido.
La comida familiar era el sacramento de lo que podríamos denominar el orden patriarcal (cifra actual de toda injusticia y toda vileza) y no se sostenía sin damnificados. En una ciudad de provincias y en los viejos horarios, la madre trabajaba en las calderas humeantes de la cocina para que a la hora en que los hijos volvían del colegio de bregar con la autoridad y padecer la crueldad de sus semejantes y el pater familias regresaba de hacer lo mismo en su trabajo, solo que cobrando por ello, la mesa estuviera bien abastecida. El mito evangélico revela una extraordinaria astucia literaria cuando hace carpintero a San José, pues tres cosas fundamentales hacían los carpinteros: la mesa donde comemos, la cama donde dormimos y somos engendrados y los cofres donde guardamos nuestras pertenencias. La mesa común, redonda o rectangular, orientada a los cuatro puntos de la brújula y dominada, como en un escenario, por una luz cenital, era metamorfoseada al ser cubierta litúrgicamente por una tela sobre la que se disponían cubiertos y vajilla. En las fabulosas dimensiones del tiempo de la infancia ―pues en la infancia conocimos también el lujo del tiempo― los estampados de la mantelería y la presencia familiar de los mismos platos y vasos significaban “para siempre”. Una hora duraba el drama en tres actos: primer plato, segundo plato y postre, tras el cual todo el atrezzo se hacía desaparecer y la unidad familiar encendía el televisor para amodorrarse contemplando los horrores de la historia en los informativos.
La familia era eso, era compartir con ellos la comida, era el dramón de tener que comerte un plato de coliflor, era tu padre que se ponía camiseta en verano para estar más cómodo, era escuchar las malediciencias del trabajo o los agrios conflictos de la amistad de los mayores que te introducían en las rendiciones de la vida adulta. Era contar tus pequeños descubrimientos del mundo mientras pelabas una naranja y, con el tiempo, aprender el arte del disimulo y la mentira, pues pronto sabes que no puedes contarlo todo, ni siquiera a tus padres. Era el momento en que se daban las noticias felices y las funestas, era el lugar donde notabas si las cosas iban mal entre tu padre y tu madre, también donde el arrogante adolescente empezaba a cuestionar a la figura paterna, súbitamente empequeñecida. Los sufridos, feos, honradísimos productos duralex (¡qué magnífico nombre!) como testigos a lo largo de los años de la lenta pérdida de la inocencia, del desgaste de aquel asombro primero ante las cosas.
No he tenido hijos y no he perpetuado esa estampa. Contemplo con una mueca de escepticismo esa última mutación que aparece en la publicidad, la familia “díver”, ligeramente gilipollas, devorando eufórica la pizza que les ha traído, atravesando la ciudad, un chaval infrapagado, mientras ven Disney+. Tampoco es que sea mejor que ellos. Yo como solo, como un personaje de un cuadro de Hopper, en una casa grande, yo mismo cada vez más vestigio de un pasado, e incurro fatalmente en esa nostalgia que me había prohibido y recuerdo los viejos sabores rutinarios y sonrío con indulgencia ante aquel beato tedio que nunca nos será devuelto y en cuya sencilla inocencia uno querría encontrar refugio en los tiempos de aflicción, pues el recuerdo todo lo absuelve.