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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: junio 2021

El pan nuestro de cada día

28 lunes Jun 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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En 1922, James Joyce nos abrió con su Ulysses las puertas del flujo de conciencia humano, lugar donde descubrimos reservas inagotables de banalidad y estupidez. El basurero cósmico de Twitter conecta la actividad cerebral de millones de individuos sin el filtro de una mínima elaboración y articula así una red insensata de ocurrencias que multiplica el efecto deletéreo de la melonada. La necedad inconsciente linda peligrosamente con la maldad.

Hace unos días, un tweet de una conocida sección de una importante cabecera se interrogaba: «¿tiene futuro la mesa del comedor o es solo un vestigio de un pasado en que las familias (y las casas) eran grandes, no había televisión ni móvil y teníamos que comer todos juntos manteniendo una conversación?». Cabría hacer una lectura en clave irónica o rastrear un deje de melancolía, pero sería ignorar el valor ofensivo que hoy tienen expresiones como “vestigio de un pasado” y ese aire de fastidio del «teníamos que», que es un «jo, qué rollo» en toda regla.

Afrontemos la cuestión y hagámoslo en la medida de lo posible sin nostalgia, vicio que delata nuestra edad e interfiere nuestro criterio. Hay una buena observación en ese tweet y es que las casas eran grandes. En efecto, hubo una etapa entre el fin de la segunda guerra mundial y el nuevo milenio en el que las clases medias occidentales conocieron el lujo del espacio. Y esa disponibilidad hizo posible que una habitación de la casa, diferente a la cocina, se transformara en un decorado donde cada día se oficiaba el mismo ritual. Las familias muy devotas intensificaban ese aspecto ceremonial al bendecir los alimentos, gesto que me parece de una inmensa delicadeza. La gratitud, ese «vestigio de un pasado», es un sentimiento ajeno al ethos de ese consumidor en que todos hemos devenido.

La comida familiar era el sacramento de lo que podríamos denominar el orden patriarcal (cifra actual de toda injusticia y toda vileza) y no se sostenía sin damnificados. En una ciudad de provincias y en los viejos horarios, la madre trabajaba en las calderas humeantes de la cocina para que a la hora en que los hijos volvían del colegio de bregar con la autoridad y padecer la crueldad de sus semejantes y el pater familias regresaba de hacer lo mismo en su trabajo, solo que cobrando por ello, la mesa estuviera bien abastecida. El mito evangélico revela una extraordinaria astucia literaria cuando hace carpintero a San José, pues tres cosas fundamentales hacían los carpinteros: la mesa donde comemos, la cama donde dormimos y somos engendrados y los cofres donde guardamos nuestras pertenencias. La mesa común, redonda o rectangular, orientada a los cuatro puntos de la brújula y dominada, como en un escenario, por una luz cenital, era metamorfoseada al ser cubierta litúrgicamente por una tela sobre la que se disponían cubiertos y vajilla. En las fabulosas dimensiones del tiempo de la infancia ―pues en la infancia conocimos también el lujo del tiempo― los estampados de la mantelería y la presencia familiar de los mismos platos y vasos significaban “para siempre”. Una hora duraba el drama en tres actos: primer plato, segundo plato y postre, tras el cual todo el atrezzo se hacía desaparecer y la unidad familiar encendía el televisor para amodorrarse contemplando los horrores de la historia en los informativos.

La familia era eso, era compartir con ellos la comida, era el dramón de tener que comerte un plato de coliflor, era tu padre que se ponía camiseta en verano para estar más cómodo, era escuchar las malediciencias del trabajo o los agrios conflictos de la amistad de los mayores que te introducían en las rendiciones de la vida adulta. Era contar tus pequeños descubrimientos del mundo mientras pelabas una naranja y, con el tiempo, aprender el arte del disimulo y la mentira, pues pronto sabes que no puedes contarlo todo, ni siquiera a tus padres. Era el momento en que se daban las noticias felices y las funestas, era el lugar donde notabas si las cosas iban mal entre tu padre y tu madre, también donde el arrogante adolescente empezaba a cuestionar a la figura paterna, súbitamente empequeñecida. Los sufridos, feos, honradísimos productos duralex (¡qué magnífico nombre!) como testigos a lo largo de los años de la lenta pérdida de la inocencia, del desgaste de aquel asombro primero ante las cosas.

No he tenido hijos y no he perpetuado esa estampa. Contemplo con una mueca de escepticismo esa última mutación que aparece en la publicidad, la familia “díver”, ligeramente gilipollas, devorando eufórica la pizza que les ha traído, atravesando la ciudad, un chaval infrapagado, mientras ven Disney+. Tampoco es que sea mejor que ellos. Yo como solo, como un personaje de un cuadro de Hopper, en una casa grande, yo mismo cada vez más vestigio de un pasado, e incurro fatalmente en esa nostalgia que me había prohibido y recuerdo los viejos sabores rutinarios y sonrío con indulgencia ante aquel beato tedio que nunca nos será devuelto y en cuya sencilla inocencia uno querría encontrar refugio en los tiempos de aflicción, pues el recuerdo todo lo absuelve.

Cannabis

21 lunes Jun 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

≈ 2 comentarios

No tiene demasiado sentido, ya que las noches de mi infancia estuvieron marcadas por las pesadillas. Debería haber buscado esa luz del día que ponía fin a los terrores nocturnos, pero lo irracional y lo inquietante, lo anómalo, siempre me atrajo, el delirio era mi patria. En la biblioteca familiar mis ojos de niño buscaban los cuadros de Chirico, Redon y los surrealistas, ¡qué hallazgo, qué sensación de encontrar a alguien que hablaba mi lengua!, qué poco me interesan ahora. La Isla del Tesoro y sus claridades, su salud fundamental y su apetencia de vida, no me llamaban entonces la atención; me interesaba el Julio Verne más malsano, el del trágico capitán Nemo navegando un turbio reino subacuático, que en realidad era ese inconsciente que el siglo XIX empezaba a descubrir. Mis primeras pasiones literarias fueron Poe, Lovecraft y Borges, mientras que “Strawberry fields forever” de los Beatles me abrió las puertas de lo alucinatorio. La música de mi primera adolescencia fue el rock progresivo porque en sus mejores momentos consistía básicamente en un sucedáneo sonoro del viaje para consumo de adolescentes, aislados por sus auriculares con las luces apagadas. Tangerine Dream o el Ligeti de “2001” eran mi música celestial y el fantástico mi género más querido.

La primera noticia que tuve acerca de las drogas fue en un libro de aquella misma estantería. Un libro de geografía económica donde se contaba la historia del comercio del algodón, las especias, el té y el opio. Allí se decía que los chinos al consentirse la embriaguez con opio entraban en un letargo en que creían percibir la armonía de las esferas. Yo, como niño que era, desconocía qué podía ser la armonía de las esferas, pero anhelaba experimentarla. La prensa del momento ―coincidiendo con el primer gran esfuerzo de la administración Nixon contra la cultura psicodélica ― abundaba en noticias truculentas sobre las consecuencias de las drogas y, sin embargo, yo deseaba más que nada en el mundo probar aquellos filtros mágicos que me harían romper con lo acostumbrado, explorar territorios desconocidos que había dentro de mí.

Llegado el tiempo de la adolescencia empezó mi iniciación. Nunca me interesó demasiado el mero brío de la cocaína o las anfetaminas, el malditismo de la heroína era demasiado para un pequeño burgués como yo, así que el cannabis ―barato, razonablemente seguro y algo pasado de moda en aquellos energéticos ochenta― fue siempre mi sustancia favorita.

Aparte de unos pocos, modestos escarceos con alucinógenos mayores, el hachís o la marihuana me han acompañado toda una vida. Fumador epicúreo e intermitente, el THC me dio muchísimo. Para mí funcionaba como una suerte de estimulante cerebral que aumentaba la capacidad de asociación de ideas y ofrecía un aspecto desacostumbrado de las cosas. Lo ya conocido, lo habitual, se percibía como nuevo, ¿cabe imaginar mayor regalo? Ideal para escuchar música, suprimía la emoción de la melodía y el ritmo (el THC, al estirar el tiempo, los desnaturaliza) pero a cambio te hacía escuchar la canción con nuevos oídos y te proporcionaba deslumbrantes revelaciones sobre estructura, color y armonía. Escuchar los viejos temas de la radio de la infancia bajo esa nueva luz me proporcionó inolvidables momentos de asombro y descubrimiento. El cine o la visita a museos bajo sus efectos multiplicaban las posibilidades sensoriales e intelectuales de la experiencia, la inmersión en el mar o la física del amor alcanzaban plenitudes que bordeaban el éxtasis. Incitador de la risa y el humor, un buen porro acompañado de un par de cervezas, hacía de la conversación con amigos un alto placer.

Durante décadas y en medio de ocasionales carestías, uno se las arreglaba para conseguir la sustancia. Recuerdo los camellos que han puntuado mi vida, desde el hosco individuo que te timaba en las esquinas, hasta los que te recibían en sus casas: familiares, locuaces, maniáticos, de todo había. Recuerdo en especial una muchacha en Madrid, era de Ceuta. Encantadora y pija, quería ser modelo y pasaba hachís para sacarse algún dinero. Era tan guapa y vestía de un modo tan adorable que casi te entraba la risa, utilizaba una balanza de lo más cuqui para pesar la mercancía y uno se permitía fantasear sobre en qué parte de su cuerpo habrían viajado aquellos pasaportes visionarios que ella pesaba con una expresión de absoluta seriedad.

Estaba la cara oscura, claro. El THC activaba en mí el músculo del miedo. La sospecha inconcreta de algo funesto. A veces venían crisis de pánico, el miedo a morir (siempre presente desde que con treinta y pico años me diagnosticaron una arritmia hereditaria), el severo juicio moral sobre tus acciones de los días anteriores, la angustia ante las cargas y responsabilidades de la vida adulta. Fue dejando de gustarme, ya no me daba tanto, siempre había esa oscura zozobra antes del goce. Dejó de serme de utilidad alguna para tener ideas, se transformó en una rutina un poco tonta. Un imprudente porro de la explosiva variedad White Widow (la güido, en palabras de los dealers de mi barrio) casi acabó con mi vida. Fue el último. Ya no he vuelto a frecuentar su compañía.

Esta confesión un poco impúdica tiene que ver con algo más importante. Si el cannabis empezó a decepcionarme fue porque mi mundo interior, lo de dentro, acabó por resultarme poco interesante. La madurez ha consistido en cierto desapego y el reencuentro emocionado con lo real. Hace tiempo que estoy de acuerdo con Joseph Conrad en que cultivar el fantástico sería negar que la realidad misma lo sea. O algo así.

Durante décadas he abierto las puertas de la percepción, he educado y afinado mi mirada. Y estuvo bien. Ahora, ya sin el veneno corriendo por mis venas, reconozco de nuevo lo que siempre estuvo ahí, los ríos de belleza y sentido que atraviesan cuanto alienta, la gracia luminosa de algunas personas cuya mera existencia justifica la vida. El mundo es inagotable y no tengo demasiado tiempo para perderlo en esas baratijas cubiertas con telarañas, pura filfa, que se acumulan en las góticas galerías de mi cerebro. Y ese aprendizaje se lo debo paradójicamente a esa airosa planta índica y a las oscuras almas perdidas que me la facilitaron, esa panda de fulleros celestes, pinkfloyds desertores de la normalidad, funcionarios del caos viviendo en casas desvencijadas. Ojalá la vida haya sido clemente con ellos.

Elogio del amanecer

14 lunes Jun 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Para escribir estas entradas que nadie me pide, nadie me paga y nadie me publica, suelo levantarme temprano. Si la cosa no se tuerce les dedico un par de horas, de manera que os las podáis encontrar de buena mañana. Luego me puedo pasar todo el día haciendo correcciones furtivas, pero esa limitación del tiempo me complace como desafío y por un prurito de espontaneidad. Lo más difícil es encontrar a estas alturas sobre qué escribir. Lo demás es oficio y seguir la inspiración del momento. A veces con resultados desastrosos, porque el instinto te lleva con frecuencia al cliché y al efecto fácil. En contra de la creencia popular, pocas cosas requieren más tiempo que la frescura.

Un amigo de juventud defendía el estado mental del hombre recién despierto, cuya mente conserva la virginidad de un disco duro que acabaran de formatear. De noche habríamos acumulado cantidades poco recomendables de información superflua, basura mental y remordimientos, perdiendo el claro asombro con que cada mañana nos enfrentaríamos al mundo. Como ya he dicho, me he aficionado a esa mezcla de transparencia y estupor que inaugura la jornada.

No siempre fue así, tuve mis años de nocturnidad vocacional. Abrasivas veladas intoxicado por cafeína y THC en las que forzaba los límites del agotamiento. Ya no puedo permitirme semejantes pruebas de resistencia, claro, pero no solo se trata de una decisión dictada por el pragmatismo, hay en ello también una elección estética. Lleva una vida librarse de los prestigios de la noche. La noche es tan interesante. Media superficie del planeta da la espalda al sol y se enfrenta al espanto de esas turbulentas eternidades en las que vivimos de milagro, protegidos por una tenue capa de gases. Ya lo habré dicho alguna vez, el cielo azul es un engaño y por eso alegra al niño que aún somos. El cielo nocturno es la verdad sin contemplaciones, la evidencia de un universo indiferente y hostil. La constatación de nuestra insignificancia. Los hombres han adaptado sus ritmos a esos ciclos de luz y oscuridad, los buenos y los malvados duermen de noche los cansancios del día y en los caminos del sueño son hostigados por sus miedos, recuperan cuanto perdieron, olvidan por unas horas sus cargas. Nos alejamos de la luz del sol y nos alejamos de la consciencia, nos replegamos hacia las capas más profundas e ingobernables de nuestro psiquismo. Más allá de la lámpara encendida sobre la mesa del escritor ―el siglo XIX es una acumulación de descomunales monumentos intelectuales rescatados pacientemente a las horas del sueño, en habitaciones insalubres, por auténticos gigantes―, más allá de esa ventana iluminada que en la fachada de su edificio habla de una conciencia en vela, se extiende el reino del temor y lo clandestino, de cuanto no se somete a la claridad y al orden diurno. Territorio poblado por espectros y bandidos, conspiradores y libertinos, amantes y asesinos. El artista adolescente aprecia mucho estas cosas, pero acaba abandonando semejantes devociones.

La madurez es una aceptación de lo real y amor a lo que nos es dado y un buen día descubres el alba, la hora del buen agüero en que caravanas, expediciones y ejércitos se ponen en marcha, el momento en que zarpan los barcos y todo es posible. Me gusta mientras escribo asistir a esa modesta gloria del amanecer, que reproduce cada mañana la creación del mundo. Es muy diferente a los esplendores enrojecidos del ocaso. El amanecer no se ve, el amanecer ocurre. Y todo con una sencillez admirable, que se concentra en lo que se me muestra a través de un gran ventanal sobre mi patio, dominado por un gran muro blanco de un edificio anexo. Hay como una condensación del silencio que marca el fin de los sonidos habituales de la noche, apenas dura unos segundos, pero es la frontera entre los dos mundos, como los instantes previos al big bang.  De repente todo empieza de nuevo. Los pájaros son los primeros en anunciar el día. Poco a poco van despertando y van sumando sus cantos, según su condición, mientras la luz se apodera de cada rincón del patio y rescata cada flor, cada grieta de la pared, cada objeto, de su condición indiferenciada. Lo sugerido, lo difuso, adquiere sus límites, saturado de ser. Los pájaros vuelan ahora en círculos con una exaltación sin objeto y desde la calle los primeros acordes del día: voces de niños camino del colegio, mangueras, maletas con ruedas, radios, sonidos de platos en las cocinas, los trabajos del hombre. Y esa idea de repetición no me espanta, no me aprisiona, me hace libre y me da el coraje que preciso. Y así, con una considerable sensación de alivio, pongo punto final a esta entrada.

Roy Lichtenstein. «Sunrise» (1965)

Inmunidad

07 lunes Jun 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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La primera dosis la recibí en una nave industrial, de manos de una enfermera joven, a la que imaginé hermosa tras su mascarilla. De la segunda se encargó en el centro de salud de mi barrio un enfermero maduro con años de mala baba acumulada, que se aseguró de neutralizar todo posible entusiasmo al enfatizar que aquello funcionaba no del todo y no para siempre. Pero el caso es que cuando salí a la calle hacía una tarde esplendida y solo un sentido mínimo del decoro me impidió caminar dando saltitos, como esos pequeños gorriones que tan bien nos caen. Ya han pasado unos días y soy, hasta donde pueda afirmarse, invulnerable como los héroes de la leyenda tras tomar una poción, un escudo invisible me protege de las flechas y las piedras de la áspera fortuna. En cosas como esta cristalizan siglos de pensamiento científico, pero uno no puede desprenderse de un sencillo asombro campesino ante el prodigio, una reverencia supersticiosa de sostener la gorra entre las manos.

Al caminar por la ciudad sigues teniendo que cubrir tu rostro con la mascarilla, aparentemente nada ha cambiado, pero te sientes audaz y ligero, un poco insolente y un poco puta. Tienes un hambre inmensa de realidad, de otros; el mundo ha dejado de ser una amenaza y se transforma en una cueva del tesoro, una huerto cuajado de frutos. ¡Solo tienes que extender tu mano y llevarte lo que es tuyo! Vivimos meses en que se consagró la distancia y el límite, ahora queremos traspasar barreras, ceñir los cuerpos con el brazo, besar y entregarnos a joviales indecencias.

Hora de los buenos propósitos y las locas fantasías, hora de imaginar tantos futuros aún posibles, necesidad de creer que aún nos esperan buenas cosas. Ante el recuerdo de la muerte y sus miserias decimos todavía no, nos calamos el sombrero y seguimos silbando con las manos en los bolsillos.

Recuperación de viejos hábitos queridos, también confirmación de cambios irreversibles: cierta misantropía sin rencor, el redescubrimiento de lo íntimo, la necesidad de la soledad, el deseo de librarse de tantas cosas sin importancia y que nos sobraban, ganas de no perder el tiempo, de ir a lo esencial. El peligro sigue estando ahí, claro, hemos conjurado solo una de las innumerables formas con que la realidad constantemente se afana en destruirnos, pero ahora sabemos que la vida es peligro y que, maldita sea, qué difícil se lo pienso poner, qué ganas de arder y consumirme y dar luz.

Pablo Picasso, «La alegría de vivir» (1945)

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