Hace dos días, en compañía de mi hermano y un amigo, participé en una operación absurda y tan cargada de simbolismo que cuando lo pienso me entra la risa. Una carretilla y una furgoneta eran necesarias para nuestros planes.
La enciclopedia Espasa es un desaforado monumento intelectual fatalmente decimonónico; a lo largo de sus 180.000 páginas se procede a una acumulación insensata de conocimientos que el paso del tiempo ha aniquilado. Una serie de apéndices y suplementos de dudosa eficacia no logran redimir el fracaso. Entre sus 210 millones de palabras puedes encontrar desde una agotadora descripción de la producción industrial de nitroglicerina (¡en 1921!) hasta minuciosas instrucciones sobre como pintar a la Virgen María (guapa, pero sin abusar, con un exquisito cuidado para que el pie descalzo no llegue a turbar). Más de 100.000 biografías en las que un casi desconocido James Joyce es despachado en unas breves líneas, mientras que las vidas de obispos e ilustres jurisconsultos son preservadas para la posteridad en pulcras y concienzudas entradas. Del hipnótico despliegue de sus 119 lomos -negro de sotana y oro- brotaba un intimidatorio hechizo de severidad, aburrimiento y anorgasmia. Posando con una Espasa detrás hasta Serge Gainsbourg parecería un hombre de orden.
Mi padre no podía sospechar la futura aparición de la Red ni la caída en el desprestigio y la más estrepitosa inutilidad de aquel engendro que pagó a plazos sabe dios durante cuantos años. Él, que siempre fue un hombre optimista, pensaba de corazón que la memoria de la humanidad quedaba rescatada en la tipografía antipática de sus páginas y nos acompañaría, perdurable y radiante, a nosotros y acaso a nuestros hijos.
Cuando llegó el momento de hacernos cargo de ella sus dimensiones y su carácter intrínsecamente deprimente recomendaron su meticuloso embalado y almacenado en el sótano de la casa de mi hermano. Y de esa oscuridad nos dispusimos a rescatarla, porque en el nuevo piso donde se va a mudar no hay espacio. Provisionalmente la hemos trasladado a la mía hasta que pueda deshacerme de ella. No es fácil, nadie la quiere, las librerías de segunda mano se niegan educadamente, las bibliotecas públicas rechazan su donación, es un mamotreto de una conmovedora inutilidad.
Un cielo adecuadamente gris que amenazaba lluvia nos acompañó durante la operación de trasladar casi media tonelada de libros guardados en cajas. Nuestra furgoneta atravesaba la ciudad, la agitación y los atascos de un viernes por la tarde y a nuestras espaldas Bizancio, el teorema de Fermat y Santo Tomás de Aquino, ejecuciones, epidemias, las crueles costumbres de los insectos, proclamaciones y golpes de estado, huracanes y eclipses, tormentas solares, expediciones marítimas que nunca regresaron a puerto, religiones muertas, deslumbrantes construcciones del pensamiento, la historia de la literatura búlgara, técnicas de producción de porcelana… Luego idas y venidas, arrastrando jadeantes todo el saber de una era en una carretilla por las estrechas calles del Albaicín, hasta ir apilando una tras otra todas las cajas en un plato de ducha sin uso en la casa que ahora habito, junto a la caja con tierra de mi gato, como barras de uranio enriquecido en el corazón de un reactor nuclear.
Suelo ser una persona a la que a veces le cuesta controlar su frustración y dado por tanto a alarmantes aunque inofensivos accesos de cólera que mis amigos aceptan con una mezcla de resignación y humor. Sin embargo anteayer batí una nueva marca. Entre el agotamiento y la evidencia de la derrota de lo analógico, la inutilidad última de aquel esfuerzo y la responsabilidad de hacerme cargo de la memoria embalsamada de Occidente, un sordo sentimiento de irritación me iba invadiendo; así que cuando tras colocar la última caja y a causa de una torpe maniobra el grifo de la ducha se abrió y amenazó con empapar todas las cajas, estallé en un arrebato volcánico, entre Louis de Funes y un visigodo al que le hubiera mordido una víbora. Grité, blasfemé y acabé azotando con una toalla –sí, lo hice- la caja que contenía los tomos 61 a 68 (Tesalónica, Tiziano, tribadismo, Trento). El gato huyó despavorido mientras mi hermano me miraba con un mudo asombro.
Todavía me acompañaba una ardiente sensación de ridículo cuando esa noche me metí en la cama. Tardé en dormir, en la oscuridad sentía la presencia incómoda y masiva de todas esas páginas que nadie leerá. Una idea me asaltó antes de hundirme en el sueño. Pensé en ese gigantesco magma de millones de letras y palabras: en él y en sus posibilidades combinatorias están contenidas todas las conversaciones que conforman mi vida, las palabras de mi madre que he olvidado, las palabras de amor que he dicho en voz baja, los verdaderos, secretos nombres de dios, la última frase que pronunciarán mis labios y que desconozco, los libros que llegaré a escribir y los que podría haber escrito. Todo está ahí, amontonado en el lugar donde mean mis amigos cuando vienen a visitarme y donde con principesca displicencia lo hace mi gato.
Esta mañana lo he cubierto todo con una tela estampada, que hace más bonito y más alegre.