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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: noviembre 2014

Siete versiones del realismo sucio

26 miércoles Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Cine, Libros

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cine, literatura, realismo sucio

«Style is the answer to everything».
Charles Bukowski

En una reciente entrevista, Richard Ford sostenía que lo de Realismo Sucio, fue un “inocente truco publicitario”. Ya ese vistoso y tan poco académico “dirty” proclama a voces su condición promocional, como sugiriendo emociones fuertes y momentos escabrosos a un público ávido. La denominación se suele ampliar más allá de los escritores incluidos en 1983 en el número veraniego de la revista Granta, donde Bill Buford acuñó el término.

¿Cómo ha sido su relación con las pantallas? En cierta manera se podría decir que casi todo el cine americano que ha merecido la pena desde los setenta sigue de algún modo el credo estético del realismo sucio. Películas como The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Fat City (1972) y Wise Blood (1979) de John Huston o Dog Day Afternoon (1975, Sidney Lumet), aun bebiendo de otras fuentes literarias, son probablemente más representativas de la poética del movimiento que algunas de las que vamos a repasar. En todo caso, la corriente ha dado para al menos tres obras maestras, que no es poco.

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Fight Club (David Fincher, 1999)
La adaptación de la novela homónima de Chuck Palahniuk se transformó en una película de culto tras su aparición en DVD, pero su paso por las pantallas fue discreto. La propuesta de un camino de perfección que parte del insomnio y las sesiones de autoayuda para pacientes con cáncer testicular y culmina en una vasta sociedad secreta que ejerce un terrorismo chic, pasando por rituales de virilidad y pugilato, con ribetes fascistas y homoeróticos, no es el tipo de historias que llena las salas. Nuestra crítica nacional se despachó a gusto. Carlos Boyero llego a calificarla de “pretenciosa gilipollez” y desde las páginas de El País se la tachaba de “puro despropósito »

Sin embargo Fight Club es irresistible. Faltona, desesperada, macabra y en ocasiones hilarante, sigue resistiendo el paso del tiempo aunque las estrategias de choque de Palahniuk hayan acabado por cansarnos en sus siguientes novelas.

La adaptación, basada en un guión de Jim Uhls, es modélica. Todo el libro está en ella, su humor negro, su nihilismo radical y su abandono destructor, su tono de letanía hipnótica. Edward Norton y Brad Pitt, en una inspirada jugada de casting, son capaces de construir personajes creíbles y vibrantes, que en otras manos no hubieran trascendido la condición de cartoon. Habrá quien desdeñe a David Fincher por su pasado de realizador publicitario y de videoclips, sus manierismos y esa mezcla de meticulosa sordidez y un acabado extremadamente pulido marca de la casa, pero créanme, hace falta un pulso extraordinariamente firme y un sentido asombroso de la medida para que el enfebrecido material de Palahniuk no se te vaya de las manos, para que podamos aceptar lo que se nos está contando sin que la sombra del ridículo sobrevuele la operación.

Fight Club es de esas películas que encarnan el zeitgeist con precisión. El asombroso plano final en que los dos protagonistas cogidos de la mano ven derrumbarse los rascacielos sobre el skyline nocturno, mientras suena el “Where is my mind?” de The Pixies, adquiere una perturbadora cualidad profética a la luz de los hechos que tendrían lugar dos años después, un 11 de septiembre.

Ask the Dust

Ask the Dust (Robert Towne, 2006)
Escrita y dirigida por Robert Towne, el reputado guionista de Chinatown, la adaptación cinematográfica de la tercera y más popular de las novelas de John Fante es un desastre sin paliativos. Ask the Dust en ocasiones parece una primera película, sus torpezas de dirección resaltan más aún en medio de la opulenta fotografía de Caleb Deschanel y la notable reconstrucción de época. La película incurre en un error estético común que ya detectó Borges en ciertos admiradores del Quijote. En la novela de Fante, publicada en 1939, su alter ego, el joven Arturo Bandini, llega a la mítica ciudad de Los Ángeles para darse de bruces con la realidad presente, fea y común. La película no puede evitar la tentación de glamourizar una época y un lugar concretos, estrategia que culmina con la elección de Salma Hayek como protagonista femenina, transformando así el personaje triste, frágil y desconcertante de Camila, en un digesto de todos los clichés en torno a la mujer latina.

Pero más asombrosas resultan las debilidades del guión empezando por un uso machacón y pomposo de la voz en off, recordándonos a cada instante que estamos ante la adaptación de una Gran Novela Americana. Los desencuentros del jovencísimo Bandini (Colin Farrell), aspirante a escritor, virgen, inexperto y arrogante, con la imprevisible y salvaje Camila, jamás resultan convincentes. Finalmente, lo que es una novela de aprendizaje, una crónica irónica pero llena de profunda piedad, se pretende transformar llegado un punto en una épica historia de amor e incomprensión racial con ecos de La Dama de las Camelias. Y hasta ahí podíamos llegar, decididamente John Fante merece otra cosa.

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Reflections in a Golden Eye (John Huston, 1967)
Puede resultar curioso ver en una misma lista la sutileza de Carson McCullers junto al tono vocinglero de Chuck Palahniuk, pero hay que admitir que en 1941, la fecha de su publicación, Reflections in a Golden Eye no resultaba menos escandalosa que las febriles fantasías del autor de Fight Club: el ejército americano como hervidero de pulsiones homosexuales, adulterios, soldados que cabalgan desnudos, voyeurismo, mujeres neuróticas que se mutilan los pezones con tijeras de podar… Paradójicamente, con un material tan incendiario la adaptación de John Huston, escrita por el novelista escocés Chapman Mortimer, abundante en diálogos explicativos y enfáticos, acaba resultando distante, extrañamente fría y, lo que es peor, tediosa.

En la breve novela de McCullers, lo que mantiene en pie una historia semejante, donde los personajes parten de extremos tan acusados que difícilmente puede apreciarse en ellos algo parecido a una evolución, es la voz y la mirada de su autora, un inconfesado aliento poético pudorosamente agazapado en cada línea. John Huston, director mucho más cerebral y refinado que lo que imagen popular de varón cazador dado a los grandes cigarros nos haría creer, intenta imprimir un estilo propio a su versión. Rodada en 1967, en pleno ocaso del Código Hays y en el año del Summer of Love californiano y la popularización de la psicodelia, la película se lanza gozosamente a desafiar los límites de lo permitido en una pantalla y a explorar interesantes posibilidades de puesta en escena, entre ellas un fascinante uso del color, cortesía del operador Aldo Tonti.

Elizabeth Taylor, aunque ligeramente unidimensional, compone uno de esos personajes de mujer vulgar y sensual que sabe hacer con los ojos cerrados. Marlon Brando toma constantemente decisiones actorales fascinantes pero fallidas, consiguiendo que el torturado personaje del mayor Penderton sea devorado por su propia marlonidad. Curiosamente, John Huston siempre la consideró una de sus obras más conseguidas.

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This Boy’s Life (Michael Caton-Jones, 1993)
Versión de la novela autobiográfica de Tobias Wolff , escrita por Robert Getchell, el guionista de Alice Doesn’t Live Here Anymore (Martin Scorsese, 1974) con la que tiene varias cosas en común. Demasiadas, añadiría, porque una sensación aplastante de déjà vu invade todo el metraje. Michael Caton-Jones dirige de manera solvente e impersonal y This Boy’s Life acaba ofreciendo una mirada decididamente Hollywood sobre el material literario de partida.

Esa mirada Hollywood consiste en la aplicación sistemática de determinadas figuras narrativas que ciertos analistas de guión gustan de considerar arquetípicas, implica el uso de canciones de los cincuenta como evocación afectuosa y también porque, ¡que demonios!, dan algo de marchita, implica que la banda sonora en todo momento nos dicta qué es lo que debemos sentir. La complejidad moral de las memorias de juventud de Tobias Wolff, la aguda escisión entre sus fantasías, su autoconciencia y la realidad, son laminadas para contar una historia de superación y lucha por la libertad mil veces vista. Sin duda que hay elementos de notable dureza, pero quedan diluidos en la blandura de un discurso estandarizado.

Ellen Barkin clava su papel de madre a la deriva, pero simpática y decidida, un debutante Leo DiCaprio, revelando que ya era un actor extraordinario y una presencia a veces irritante, compone un matizado personaje de adolescente conflictivo pero simpático y decidido. Un señor muy parecido a Robert de Niro parece pasárselo en grande sobreactuando como némesis de la simpática y decidida pareja protagonista.

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Short Cuts (Robert Altman, 1993)
Del encuentro entre Raymond Carver y Robert Altman surge la que sin duda sea la obra maestra de éste último, en el sentido de ser la más equilibrada, aquella en que la tendencia a las fugas de tono, a la dispersión y a cierta complacencia, características del maestro de Kansas City, se ve atemperada por la necesidad de manejar un material temático rico y complejo.

La película adapta nueve relatos de Raymond Carver -uno de ellos, la historia de la cantante protagonizada por Annie Ross, creado especialmente para la ocasión- y uno de sus poemas. Robert Altman despliega todo su virtuosismo a la hora de construir grandes frescos corales. La adaptación del mismo Altman y Frank Barhydt, sabe entrelazar brillantemente los diferentes relatos y los cerca de veintidós personajes, componiendo una especie de estructura tridimensional mayor que la suma de sus partes.

Ambiciosa, libre como una improvisación de jazz, de una cínica franqueza realmente refrescante en el cine americano –ese inolvidable desnudo frontal de Julianne Moore- Short Cuts nos graba en la memoria una América a la vez familiar y a contrapelo.

La influencia de Short Cuts ha sido considerable en directores jóvenes como Paul Thomas Anderson. Es imposible no ver en Magnolia (1999) una personal revisión del clásico de Altman, incluyendo la lluvia final de ranas que ejerce la misma función catártica que el terremoto que cierra éste. Y sí, es la obra maestra que la crítica asegura.

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Tales of Ordinary Madness (Marco Ferreri, 1981)
Adaptación libre de algunos de las historias y situaciones contenidas en el libro de relatos “Erections, Ejaculations, Exhibitions, and General Tales of Ordinary Madness”, de Charles Bukowski, en especial el cuento “The Most Beautiful Woman in Town”.

Marco Ferreri nunca se distinguió especialmente por su sutileza, ni en el terreno ideológico (fue un director dado a expresarse mediante parábolas) ni en el de la puesta en escena. Tales of Ordinary Madness no es una excepción, sin embargo ese estilo tan desmañado y visceral que llega a parecer un no estilo, se adapta perfectamente a la poética de Bukowski.

Ben Gazzara, encarnando a Charles Serking, variación del habitual Henri Chinaski, proyección hipertrofiada del ego del autor, parece a veces descolocado pero con frecuencia queda absolutamente poseído por su personaje. A diferencia de otras versiones del personaje más pirotécnicas, como la de Mickey Rourke en Barfly (Barbet Schoreder, 1987), la actitud de Ben Gazzara es de una notable contención, sin alardes ni gran guiñol. El paisaje urbano de L.A. rehuye la imaginería habitual y se nos muestra con una irresistible fealdad.

La película es en ocasiones decididamente grotesca, la estructura en bloques episódicos resulta arrítmica y sin embargo, no se puede negar que, de un modo especial, Tales of Ordinary Madness es inolvidable.

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No Country for Old Men (Joel & Ethan Coen, 2007)
Probablemente la mejor película de los hermanos Coen. La intensidad seca y alucinatoria de la prosa de Cormac McCarthy los empuja a su apuesta más radical, que es a la vez su obra más contenida. McCarthy inspira mucho respeto.

Los Coen siempre han sido unos guionistas muy literarios -¿qué otros autores empezarían una de sus películas con aquel “Way out west there was this fella… fella I wanna tell ya about. Fella by the name of Jeff Lebowski.”– y la adaptación es extraordinariamente respetuosa con el fondo y la forma de la novela. Se limitan a aplicar sabios ajustes estructurales y, eso sí, se permiten hacer más lacónico a un Anton Chigurh, que en la novela parece curiosamente proclive al sermón existencialista.

A la hora de dirigir toman una serie de arriesgadas decisiones formales: la renuncia casi absoluta al uso de la música, el empleo de actores no demasiado conocidos como Josh Brolin, Kelly MacDonald o Javier Bardem (aún un relativo recién llegado a la industria americana), reservándose la figura ya icónica de Tommy Lee Jones para el protagonista y narrador, el empleo de bruscas elipsis en momentos clave y, la más importante de todas, una renuncia expresa a mucho de sus estilemas habituales, consiguiendo una narración de enorme transparencia que, sin llamar la atención sobre sí misma, ofrece alguno de los momentos de más deslumbrante pureza cinematográfica en toda su obra.

En el último cine de los hermanos Coen – A Serious Guy (2007) sería otro caso- empieza a asomar ocasionalmente el dios feroz e irracional del Antiguo Testamento, cuya presencia –o su ausencia habría que decir- impregna cada frase dicha y no dicha en la novela.

Decir que la adaptación de los Coen hace justicia al inmenso poder de la voz de Cormac McCarthy es el mejor cumplido que se me ocurre para su trabajo.

(Artículo publicado en septiembre de 2013, en el número 358 de la revista de literatura Quimera)

Cosas vistas en espacios públicos

21 viernes Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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animales, devorar, juegos, madres

Hace poco reparé en una madre y su hijo pequeño, sentados en un banco cerca de mí; ajenos al resto del mundo que un débil sol de invierno calentaba, sumergidos en un diálogo intimísimo, hecho de palabras apenas con sentido, balbuceos, pequeños gritos. La madre lo sostenía sobre el regazo y su cabeza se lanzaba sobre el cuello del niño fingiendo un mordisco imaginario, “¡que te como!”, decía una y otra vez y el niño reía porque hallaba deleite en esa misma repetición.

Yo miraba el rostro sonriente de la mujer. Sin saberlo, reproducía el juego que su madre y la madre de su madre habrían jugado a su vez, y así probablemente desde tiempo inmemorial. ¡Que te como! No es un juego sin sombras. Tras él se agazapan los ogros y los lobos de los cuentos infantiles, Cronos devorando a sus hijos, el temblor del hombre escondido en una cueva mientras las bestias devoran a un compañero –y él lo oye todo- el pánico primordial del herbívoro corriendo por la sabana para salvar la vida, cegado por el sol, el corazón palpitante del pájaro que vuela mientras la sombra del halcón se cierne sobre él, la descarga ciega que agita al cardumen en las aguas profundas, el espanto de la criatura enredada en la tela de araña.

Que semejante conocimiento abismal haya sido transformado en inocencia y risa infantil dice mucho y muy bueno sobre nuestra especie.

(3-2-2014)

Venetia Burney

16 domingo Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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guerra, Oxford, planetas, Plutón, Venetia Burney

A miles de millones de kilómetros del lugar donde estoy escribiendo esta entrada, hay un pequeño mundo, privado hasta más allá de lo imaginable de luz y calor, describiendo una órbita extravagante en los límites del área de influencia del sol, más allá de los cuales se extiende el abismo del espacio interestelar. Durante escasas décadas, este desconocido gozó de la distinción de ser el noveno planeta de nuestro sistema solar. En el año 2006 y a la vista de humillantes revelaciones sobre su verdadero tamaño, fue degradado a una condición subalterna de planeta enano. Una niña le puso el nombre por el que este impostor es conocido: Plutón.

La vida de Venetia Burney —de casada Venetia Phair, que suena no menos impresionante— transcurre sin sorpresas, tal y como cabe esperar del fruto de una familia de la élite cultural de Oxford, donde teólogos y científicos se mezclan sin aparente escándalo. El hermano de su abuelo ya sugirió en 1878 los nombres notoriamente exagerados de Phobos (miedo) y Deimos (terror) para las irrisorias lunas de Marte, inaugurando lo que parece una tradición familiar.

Falconer Madan, bibliotecario de la Bodleian Libray, uno de aquellos caballerazos victorianos de desaforada actividad intelectual, leía The Times una mañana de marzo de 1930. En sus solventes páginas se hablaba del descubrimiento por Clyde Tombaugh de un nuevo planeta que confirmaba las predicciones de Percival Lowell décadas antes. Su nieta Venetia, de once años, así como quien no quiere la cosa, sugirió entonces ponerle el nombre de Plutón, el dios del inframundo, entre cuyas habilidad estaba la de hacerse invisible. Falconer Madan no dudó en ponerse en contacto con un astrónomo amigo, que a su vez telegrafió a sus colegas del Observatorio Lowell, a los que la propuesta agradó. De este modo el planeta X —cuya superficie había poblado Lovecraft de negras ciudades habitadas por viscosas abominaciones— pasó a tener el pegadizo nombre por el que es conocido.

No sabemos mucho más de su vida. Licenciada en matemáticas, trabajó como contable y más tarde enseñó economía en colegios de chicas al sur de Londres. Contrajo matrimonio con un profesor de lenguas clásicas que llegó a ser director del Epsom Collegue. No hay mucho más. Uno se pregunta si una inquietante melancolía no la asaltaría al pensar en ocasiones en aquel planeta, su planeta, espantosamente desamparado en aquella lejanía imposible. Los dioses le concedieron una vida larga, de modo que aún vivía cuando la comunidad científica internacional decidió poner en su sitio a aquel astro menoscabado, aún más pequeño que la Luna, una mera excentricidad del sistema solar y ni siquiera la única: Eris, otro planetoide recientemente descubierto, le supera en tamaño. En unas declaraciones, la anciana nonagenaria vino a decir que aquello no le quitaba el sueño, aunque resulta difícil creer ese desapego. Todos tenemos nuestra vanidad y no tiene que ser agradable encajar semejante afrenta al cuerpo celeste al que has apadrinado, esa especie de asombrosa mascota con la que has mantenido toda tu vida un extraño vínculo.

Dado como soy a ensoñaciones triviales, más que en ese irónico desengaño final me gusta pensar en una joven e inventada Venetia Burney que solo existe en estas líneas, viviendo los azarosos años de la guerra mundial, en medio de esa fabulosa mudanza de las costumbres durante los periodos bélicos. La imagino una noche de verano, hablando en un jardín con un desconocido al que le acaban de presentar, un piloto de avión que partirá mañana al frente. Ella sostiene una copa en la mano y él escucha la historia de su infantil momento de gloria, que tantas veces habrá contado. Los contactos en tiempos de guerra son fugaces y urgentes. Veinticuatro horas después el joven piloto acabará en el fondo del Canal de la Mancha, después de que su nave se haya precipitado al mar, la carlinga en llamas. Imagino su conversación en voz baja, el brillo de sus ojos en la oscuridad y cómo hubiera sido hermoso tomar por la cintura a una chica de nombre Venetia Burney y besar esos labios que pusieron nombre a un planeta.

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Un milagro

11 martes Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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dios, milagro, niños

Los amantes gustan de contarse historias de la niñez. Instantes de gran felicidad, momentos hilarantes, misterios nocturnos y hasta secretos dolorosos. Siempre nos quedamos con la melancolía de no haber podido conocer a aquella niña que era como todas pero que ya era ella y que jugaba con un chivo pequeño o que aguantaba –esa conmovedora pobreza de los niños- impertérrita al lado de una cola para entrar gratis en la noria, haciendo de contrapeso de ardorosas parejas de novios que se besaban suspendidos sobre las luces, donde estallan los cohetes, cerca de las estrellas.

Pero ninguna me gustó tanto como la que N. me contó una vez sobre el día de su primera comunión. Ella estaba ingenuamente enamorada de un chico del colegio. La comunión se repartía en dos colas, los niños a un lado y las niñas al otro. Imaginaba, con esa absoluta seriedad con que los niños desean, que nada en el mundo sería más dulce que la coincidencia de ambos en el momento de comulgar, firmemente convencida de la temeraria afirmación del Concilio de Trento según la cual en esa hostia «Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad», que ya es afirmar.

La imagino en esa remota mañana de mayo. Vestida de blanco, sosteniendo entre sus manos esos baratos objetos del rito que al niño le parecen de un lujo fabuloso, ocupando su lugar en la cola, justo al lado de él. A su alrededor la palidez clínica de los gladiolos, el olor bizantino del incienso, el sonido tembloroso de un coro indeciso perturbando el silencio resonante de la iglesia. Dos sacerdotes se afanan en la tarea de repartir hostias entre los pequeños disfrazados de novias y marineros. Uno de ellos no ha debido poner la diligencia debida, porque la cola de los chicos se adelanta un puesto. Ahora es otra la que avanza paso a paso junto a él para recibir a la par el sacramento. Para colmo esa otra es una antipática y le cae muy mal. No es algo esperado ni justo, pero va a suceder de manera inexorable. Con cuánta pasión suplica entonces al buen dios que todo lo ve que no permita ese capricho del azar, ese escándalo.

Y entonces ocurrió. La usurpadora empezó a sentirse mal, se salió de la cola y, agarrándose a uno de los bancos de madera vomitó, vomitó en sagrado, desparramando el desayuno sobre las viejas losas de mármol, para disgusto de parientes y allegados. Pendientes todos de la truculencia costumbrista de la escena, nadie fue consciente de la gloria del instante, cuando la cola reinició su avance y, esta vez sí, el chico y ella –los ojos cerrados, su corazón palpitando como el de un pájaro estrellándose contra las ventanas al intentar salir de una habitación- dieron un paso al frente y avanzaron hacia las suaves manos sacerdotales, que depositaron sobre sus lenguas una inimaginable divinidad plana e insípida.

Sol de invierno

06 jueves Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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calles, iluminaciones, noche, sol

Antes, me refiero a mucho tiempo antes, cuando era pequeño y muchas de las cosas aún no tenían nombre, la noche era el momento del gran misterio. Tumbado en la hierba mirando el cielo estrellado o atravesando de noche una ciudad desconocida, sin poder retirar la vista de las ventanas encendidas en las graves fachadas grises -tras cuyos cristales imaginaba posibles vidas, vidas todas que quería vivir y apurar- el mundo se me revelaba ilimitado, inagotable. Eso ya pasó, ahora conozco la noche y sé que es corta y que todo se repite y que no hay más, ahora es al contrario.

A veces llueve durante días, como si siempre hubiera sido así, y de repente una tarde sale el sol y uno puede experimentar un modesto éxtasis. El aire se hace transparente, el mundo aparece como lavado, enfocado, resplandece de novedad y juventud. Las fugas del paisaje revelan entonces una doble, triple profundidad jamás sospechada. Crees ver por primera vez esas mismas calles donde ha transcurrido tu vida. Pero no solo los objetos se nos aparecen cargados de un nuevo significado, el ojo se afina también sobre las personas que en ese momento abandonan sus escondites y salen en masa a la calle: las parejas de novios tristes, los grupos de muchachas riendo porque ha salido el sol y porque sí, el hombre desesperado que suplica y maldice a través de su teléfono móvil, la silueta que canturrea tras las cortinas absorta en alguna tarea, los niños de la mano de sus padres con ese aire resignado de los detenidos… en cada mirada, en cada frase entreoída, en cada rayo que cae oblicuo sobre las macetas de un balcón, uno cree captar el mismo secreto de lo viviente. Cuanto ves cobra sentido, asisten los queridos fantasmas del pasado y se mezclan sin remordimiento con locas fantasías sobre lo que ha de venir, todos están invitados a esta reconciliación tumultuosa. El mundo vuelve a ser una promesa de cambio y de aventura. De nuevo, por un breve instante, todo es posible. Finalmente cae la noche y acaba por poner las cosas en su sitio.

(24-2-14)

Epifanía

01 sábado Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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adolescencia, Lucienne Boyer, música, padres, Takemitsu

Esta mañana de Reyes me doy al vagabundeo mental mientras escucho “Parlez-moi d’amour”, interpretada por Lucienne Boyer en 1930. Como ya sé que los reyes eran los padres, no puedo dejar de acordarme de ellos en un día como hoy, especialmente si hace frío y en una casa en silencio. Mi padre era aficionado a la música clásica, sus gustos no eran especialmente sofisticados, se limitaban a lo que ha venido a llamarse clásicos populares. Un mediodía de agosto, siendo yo un adolescente, regresó del trabajo asombrado, en mangas de camisa, todavía bajo el encantamiento de una pieza de un compositor japonés que había escuchado en RNE2 mientras conducía bajo un sol inclemente. Titulada algo así como “Una bandada de pájaros desciende sobre el jardín pentagonal” (los japoneses son personas muy delicadas, opinaba mi madre), le había impresionado lo suficiente como para hacerle olvidar el calor, el atasco, el cansancio y tantos problemas como por entonces le abrumaban.

Cuando años después llegué a conocer aquella composición de pegadizo título me quedé perplejo. Enigmática, opiácea, difícil, su mundo de sonidos no tenía nada que ver con el que a mi padre le resultaba familiar. ¿Qué habría en ella que tan profundamente le había sacudido? La pieza era obra de Toru Takemitsu, compositor de vanguardia y autor de bandas sonoras, como la de Ran, de Kurosawa, sin ir más lejos. En 1944, Toru Takemitsu era un chaval de catorce años reclutado a la fuerza por el ejercito imperial para construir bases militares subterráneas en las montañas. Por aquel entonces la música occidental estaba severamente prohibida y la radio sólo emitía música tradicional japonesa o de carácter marcial. Un oficial reunió en su despacho a un pequeño grupo de soldados para escuchar clandestinamente en un viejo gramófono, una afilada caña de bambú haciendo las veces de aguja, viejos discos europeos. Entre ellos “Parlez-moi d’amour” interpretado por Lucienne Boyer en 1930. La canción conmovió profundamente al joven Takemitsu, decidiendo su futuro destino como músico.

Hace poco me enteré de sus últimas palabras, escritas en cartas y tarjetas a sus amigos desde su lecho de hospital: «Recobraré fuerzas como una ballena, ¡Y nadaré en el océano que no tiene Oeste ni Este!» Genial, todo es genial. (6-1-14)

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