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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: abril 2022

Cuadros de una exposición

28 jueves Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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A menudo sueño con museos. Nada más lejos de la naturaleza magmática del sueño que esas grandes galerías civiles, proyecto ilustrado para imponer una apariencia de orden a los desbordamientos de la imaginación. Son sueños sin angustia, peculiarmente acogedores. No es de extrañar, he pasado en ellos horas deliciosas de todas las maneras posibles: sobrio, drogado y enamorado.

Evitando si se puede las aglomeraciones de visitantes, me gusta su silencio solo roto por susurros (a veces pienso en qué es lo que flota en el aire de las salas vacantes durante la noche), el lento deambular de uno a otro asombro.

En las antípodas de la compulsiva acumulación de imágenes en las redes, hay algo grato en esa lenta itinerancia, que crea una disposición benévola de las propias facultades de comprensión y emoción. El placer de encantarse ante algún detalle de una obra ante la que nadie se detiene ―una casa con las ventanas encendidas en una montaña del Paraíso, en la National Gallery― la conmoción casi física al enfrentarse a pinturas cuya reproducción gráfica no da la medida de su grandeza ―el descendimiento de Van der Weyden en El Prado―, el reencuentro amistoso con el cuadro que hace años que no visitábamos, siempre el mismo, siempre otro.

El buen anarca, de Duchamp a Thomas Bernhard, los desprecia roussonianamente como símbolo de lo establecido, de aquello que domestica las virtudes salvajes de la creación. Cada cuadro colgado de la pared, con su placa identificativa, es un milagro asesinado, evoca las mariposas clavadas con un alfiler en la muestra del entomólogo. Esterilidad de catálogo, mero residuo petrificado de lo que fue vivo, ligero, significativo.

No le falta razón, la acumulación de obras de arte tiene algo de heráldica del poder y sus grandes proyectos ideológicos. También las hace víctimas mercantilizadas de hordas de visitantes haciendo fotografías con sus móviles, en un fervor trivial peor que mil olvidos.

Pero cuánto consuelo hemos encontrado en sus salas, cuánto alimento para la imaginación, cuántas reservas de espíritu para las grandes, áridas travesías de la soledad. En tiempos de guerra se despliegan conmovedores esfuerzos para proteger sus tesoros, porque se está salvando la memoria de la especie. Ventanas prodigiosas hechas de pigmentos molidos, aceites, tablas y lienzos, por las que entran los vientos del tiempo, que nos explican qué fuimos y con qué soñamos. Cada museo que arde es como un ictus en nuestro cerebro colectivo.

Se me ocurre pensar que si ahora sueño con ellos es porque a partir de cierta edad nuestro pasado adquiere rasgos museísticos. Los recuerdos aparecen enmarcados, clasificados, interpretados, quizás de forma fraudulenta. El dolor o la vergüenza suavizan sus aristas y así paseamos complacidos a lo largo de nuestra vida, intentando todavía encontrar un sentido. Aceptando.

Hasta que mudos celadores de uniforme nos avisen de que ha caído la noche y van a cerrar.

Perales

14 jueves Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in música, Retratos

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La clase media no tenía quién la cantara. Sus goces sencillos, sosegados, su melancolía abrigadita, sin pasarse, su aceptación de lo dado, no encontraban su bardo, porque nadie veía épica ahí. Y entonces apareció José Luis Perales. José Luis Perales es de Cuenca, es un buen tipo y un hombre tranquilo. También es el autor del ¿Por qué te vas? de Jeanette. Ojo cuidado.

Perales tiene el carisma de un funcionario de esos que a las nueve y media de la mañana de un día lluvioso te soluciona un marrón y hasta te hace las fotocopias porque es muy apañado. Esa ausencia total de lo que los críticos americanos gustan de llamar braggadocio es su súper arma secreta. Hay que tener una humildad franciscana y unos cojones berroqueños para que tu nombre artístico contenga el apellido Perales.

Unos publicistas de los sesenta crearon la frase «¿Dejaría que su hija saliera con uno de los Stones?», que quitó el sueño a muchos padres de orden y que unos años más adelante mutó en «¿Dejaría que su hijo saliera con David Bowie?» que algún que otro ictus debió causar. A un hipotético «¿Dejaría que su hija saliera con José Luis Perales?» los padres de toda una generación ―¡y las madres!― hubieran respondido con un sí más satisfactorio que un buen seguro de automóvil, porque Perales es el yerno de platino iridiado que se conserva en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París.

Nos hemos cachondeado mucho de Perales cuando éramos jóvenes y malos. Era tan fácil. Encarnaba sin embarazo lo conservador, lo seguro, hasta las guitarras eléctricas en sus arreglos sonaban a concesión fraudulenta. A sus letras les perdía una tendencia a la obviedad y al ripio. Llamar a un LP Tiempo de otoño es como llamarlo Qué bonito es el amor, es algo así como nostalgia embotellada, spleen de marca blanca. Olvidábamos que Perales es, hablando con propiedad, un cantautor y no solo por su imaginario de leños ardiendo en el hogar, sino porque ante todo es compositor de considerable talento melódico. Su paso a la interpretación fue azaroso, una serendipia del brillantísimo productor Rafael Trabucchelli. A estas alturas, muchas de sus canciones son standards del cancionero español.

Lo volcánico, las grandes desesperaciones, lo turbio, están ausentes de su imaginario. Hay adulterios, sí, pero adulterios castos. Tal parece que esos amantes clandestinos se limitaran a comer en Paradores de Turismo o pasear cogidos de la mano por alamedas, en vez de follar, que es algo un poco montaraz.

Recuerdo allá por los ochenta ver a una pareja de chavales caminando por Magdalen St. en Oxford. Reconocí que eran españoles por su aspecto de cayetanos y porque iban cantando a grito pelao Un velero llamado libertad. A mí me dio mucha risa porque pensaba que la libertad de ese jit de Perales era una libertad desnatada, por la que nadie empuñaría las armas, pero para esas dos almas de cántaro, en una extraña ebriedad matinal, significaba mucho.

Las canciones de este Bruce Springsteen de las clases medias son ya piezas de museo. En un tiempo en que los niños se complacen en la estética del cártel de Cali ―no nos rasguemos las vestiduras, los niños adoran el lumpen, los piratas de nuestra infancia eran en realidad la gentuza más infame que haya navegado los mares― sus voluntariosas expresiones de una felicidad supernumeraria y dominical, sus melancolías de buen alumno que ha aprobado los exámenes, su eros y su poética de opositor, su esencial bonhomía, parecen condenadas al olvido. Lo que inevitablemente me lo hace simpático.

Y así lo escucho ahora, con cierta distancia, imaginando un pasado que no es el mío, una vida ordenada y cumplida, sintiéndome un poco aquel narrador del Perfect Day de Lou Reed: «I thought I was someone else, someone good».

Lo cual pudiera ser una forma sofisticada de perversión. No te digo yo que no.

Que me gusta a mí un otoño.

¿Y ahora qué?

03 domingo Abr 2022

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Por lo que a mí respecta, «abril es el mes más cruel» porque bajo la pureza de su cielo lo nuevo surge de las cenizas de lo viejo, que debe perecer porque ya cumplió su función. La renovación no se produce sin grandes destrucciones. La primavera es una salvajada y está más cerca de «Le Sacre du Printemps» que del espíritu de la égloga.

Abril nos recuerda que aquellos a los que la juventud nos cae ya lejos estamos excluidos de sus celebraciones bárbaras. La aparición de fracturas soldadas en los enterramientos, señal de que se intenta preservar vidas ya inservibles, marca la aparición de lo humano. Podría interpretarse la civilización como el intento por aferrarse a la vida de lo que superó su fecha de caducidad. Se reivindica el valor de la experiencia y el conocimiento, se hace uso de un poder acumulado en forma de costumbre. Un poder tan excepcional que en las guerras son los jóvenes los sacrificados para su preservación.

Es normal que los viejos no entendamos el nuevo mundo del que empezamos a ser expulsados, aunque es necesario llevarlo con cierta elegancia. El viejo que clama contra las jóvenes generaciones es ridículo, desde el tiempo de los egipcios hasta aquel Sinatra para el que el rock era «la forma de expresión más brutal, nauseabunda, desesperada y viciosa». Pero también nos repugna la figura del abuelo yeyé, para el que si lo dicen los jóvenes será bueno, porque sospechamos un fondo fraudulento de adulación. De nada le servirá.

Uno, escritor tardío, dubitativo y de cierta edad, se da cuenta de su incómoda posición. No es una época fácil. La opción por la vanguardia ―que fue una de las formas adoptadas por la fe burguesa en el progreso― ya no se da por descontada, ya no estamos tan seguros de que el arte sea una constante evolución que pasa por la ruptura con los límites formales. El acorde inicial del Tristán wagneriano o el urinario de Duchamp en cierto modo anuncian Auschwitz y el Holodomor, que también podrían ser leídos como una superación de los límites de la vieja moral. Nos debatimos así entre la comodidad del epígono y el imperativo adentrarse en lo desconocido para encontrar lo nuevo, que nos recomendaba Baudelaire.

Pero, sobre todo, nos preguntamos ¿para qué? Antes de este siglo, figurar en las doctas páginas del Riquer y Valverde podría ser la imagen de la gloria. El desprestigio y la inminente desaparición de la idea del canon, sustituidas por los fervores vagamente mercantiles del suplemento cultural, hacen que toda idea de perduración resulte ilusoria. Jamás ha habido tantos artistas, nuestro brillo, de alcanzarse, es necesariamente fugaz.

Nuestra fragilidad es extrema, es comprensible que los escritores se agrupen, gusten de formar generaciones y banderías. Humanamente lo entiendo, pero no puedo con esos rituales de mutua adulación (compatibles con la puñalada trapera) y ese creerse la sal de la tierra tan propios del ambiente literario. De joven pensaba ingenuamente que los artistas eran gente interesante y ahora me doy cuenta de que algunas de las personas más aburridas con las que me he topado en la vida eran escritores.

¿Qué hacer?, sí. Desde luego, olvidar eso de la necesidad de expresarnos. No nos expresemos tanto, que te den, Jean-Jacques. Y, ni mucho menos, pensar que la escritura es una manera de contribuir a nuestro equilibrio interior, para eso está la duloxetina, mano de santo. Centrarnos en lo importante, quisimos ser escritores para ganar la admiración de las mujeres, no siempre su amor. También forma parte de nuestra labor maravillar al joven, conmover al adulto, hacer brotar la compasión, crear de nuevo el mundo, dar testimonio de lo que fuimos.

Para eso, paradójicamente, hace falta humildad, ¿somos humildes, Perpiñá?

Leonid Pasternak (1862-1945) «La pasión de la creación»

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