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Se llama Enma y tiene dos años. Ayer se perdió en el monte y fue encontrada dormida, abrazada a su perro, un podenco joven.
Hemos pasado los días entre llamas, mentiras y presagios funestos. Grandes violencias en rincones del mundo donde el sufrimiento ejerce su señorío. Y de repente uno se encuentra con una noticia como esta, una noticia de una modestia luminosa. Como en una antigua fábula, una niña perdida ha sido encontrada.
Ha ocurrido cerca de un pequeño pueblo de Ávila. Gil-García, apenas cuarenta y un habitantes. Pudo haber ocurrido en los tiempos en que se construyó la iglesia románica que todavía se tiene en pie. Como entonces, los hombres han entrado al bosque en cuadrillas para encontrarla, porque los niños están indefensos y deben vivir. El bosque no es buen sitio para ellos, es el lugar de la libertad y el peligro, de las alimañas, el frío y el mal encuentro. Y es de noche. Emma, que apenas ha empezado a poner nombre a las cosas, camina cuatro kilómetros acompañada por su perro hasta que la vence el sueño y debajo de una zarza se aovilla junto a él. Mi amigo Arturo Cid me cuenta que ese darnos calor formaba parte del pacto perdurable que nuestros antepasados establecieron con los perros. Sus ladridos atrajeron a uno de los grupos que batían el monte. Emma devoró las barritas de regaliz que le ofrecieron y todo acabó y bien está. El mundo será algo mejor con el peso tan ligero de Enma saltando en los charcos.
Perdida y encontrada. Enma escuchará muchas veces esa historia mientras ve envejecer al buen perro que le salvó la vida. Ella misma se la contará a amantes y a hijos. Acabará creando sus propios recuerdos sobre esas siete horas legendarias, cruciales. Vivirá siempre con esa gratitud o ese peso.
Hay una foto tomada poco después del feliz encuentro. Los miembros de la cuadrilla sonríen junto a los padres y a la niña recobrada, a los que se les ha borrado digitalmente la cara. A ellos no. Los miro y me imagino cómo han debido sentirse de vuelta a casa. Mañana, la maldad y la desgracia seguirán estando ahí, nada va a cambiar, pero esa noche una niña está a salvo y para todos ellos, los ojos muy abiertos en la cama, será una noche hospitalaria, amable más que la alborada. Como si el mundo, de nuevo, comenzara.
Arthur Hughes – «The Lost Child»