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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: noviembre 2016

Exégesis de “El Jardín Prohibido”

24 jueves Nov 2016

Posted by Salvador Perpiñá in música

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Etiquetas

adolescencia, balada italiana, Sandro Giacobbe

Durante los veranos de finales de los setenta y primeros ochenta impusieron una suerte de hegemonía sexual. Invadían las playas como una maldición bíblica de los que nosotros, desangelados adolescentes, fuimos víctimas y testigos. Se llevaban a las chicas de calle. Eran más guapos, vestían mejor, tenían todos fantásticos nombres: Guido, Paolo, Giancarlo, Francesco, que evocaban un imaginario imbatible de masculinidad, elegancia y desenvoltura.

Las radios y las listas de éxitos estaban saturadas de intensas baladas heteropatriarcales cantadas en castellano por intérpretes italianos. Las detestábamos, eran la voz del enemigo. Un principio de afonía los unía a todos, desde una ronquera encanallada de ragazzo pasoliniano al terciopelo marrullero de quien te susurra mentiras al oído. ¿Es que en Italia desconocían la socorrida Juanola, el balsámico Pictolín?

Me gustaría hablar hoy de una de estas baladas, una cima de la desfachatez sentimental que en su momento sacudió como pocas el sistema hormonal de cientos de miles de muchachas y que ha sido varias veces versioneada a lo largo de los años. Compuesta a seis manos por Sandro Giacobbe, Daniele Pace y Oscar Avogadro (con la colaboración inapreciable del anónimo traductor que la volcó a la lengua de Garcilaso), la interpretaba el mismo Sandro Giacobbe. ¡Menudo nombre! Déjense llevar por las asociaciones de ideas que esas sílabas desatan. A continuación pronuncien con lento énfasis: José Luis Perales. ¿Entienden lo que quiero decir?

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 Sandro. Viril, pastoral, cercano.

 El mismo título ya tenía lo suyo. “El Jardín Prohibido”. La idea de la sexualidad como un jardín de acceso reservado era una vieja y cursi metáfora que los sacerdotes católicos utilizaban para ilustrar las excelencias de la castidad. En un jardín sin muros todo el mundo acaba entrando, pisotea las flores y aquello se vuelve un sindiós y una tristeza. La canción documenta el instante en que un hombre notifica a su amada el coito que tuvo lugar entre él y la mejor amiga de esta. La canción no explica qué mueve a nuestro infiel y canoro protagonista a esa insensata confesión.

Arrancamos con un poco de captatio benevolentiae. Sandro Giacobbe, -al que, para abreviar, nos referiremos en adelante como Sandro- pone carita y se presenta con voz exangüe y probablemente un simpático mechoncillo cayendo coqueto sobre su frente.

 Esta tarde vengo triste y tengo que decirte,

que tu mejor amiga ha estado entre mis brazos…

Y no nos parece mal el eufemismo, caramba, hay circunstancias donde cierto tacto es de rigor. Pero la empatía que nos podía causar ese prometedor arranque se dilapida en la segunda estrofa, cuando Sandro, ese vivillo, se exculpa cobardemente. Al parecer todo fue debido a la extraordinaria expresividad de la mejor amiga de su novia.

Sus ojos me llamaban pidiendo mis caricias,

su cuerpo me rogaba que le diera vida.

 “Que le diera vida”. Sandro desde luego tenía un concepto altísimo de sí mismo y su solvencia como amante. Pero sigamos.

 Comí del fruto prohibido, dejando el vestido colgado de nuestra inconsciencia.

 Lo de comer del fruto prohibido oscila entre el cliché ñoño de estampita y la cerdada. De nuevo tenemos un poco de moralina autojustificatoria y una imagen –el vestido colgado- que supone un entrar en detalles que a mí me parece cruel, la verdad. Prosigue, contrito.

 Mi cuerpo fue gozo durante un minuto, mi mente lloraba tu ausencia.

 Bueno, bueno, bueno… hombre, un minuto. Los tres versos constituyen una notoria exageración. Tan sólo imagino al hiperactivo Don Manuel Fraga culminando el acto en un minuto por ahorrar tiempo. Sandro abraza con entusiasmo cierto dualismo. Su cuerpo responde a las exigencias fisiológicas de la situación, pero su alma se desgarra. No lo rebatiremos filosóficamente, pero no nos podemos callar ante un hecho: miente, miente como un bellaco. Y entonces nos preguntamos, ¿será capaz de llegar aún más lejos? Decididamente sí.

 No lo volveré a hacer más, no lo volveré a hacer más.

 Y lo repite dos veces. Lee mis labios, amor: no-lo-vol-ve-ré-a-ha-cer-más. Y no contento con ello:

 Pues mi alma volaba a tu lado y mis ojos decían cansados que eras tú, que eras tú, que siempre serás tú.

 Esto es ya decididamente escandaloso. Ahora resulta que era necesario pasar por esto para llegar a descubrir cuánto te amo. «Oh, Jeanne, pour aller jusqu’à toi, quel drôle de chemin il m’a fallu prendre»… Anda y tira palante, Sandro. Y encima tiene la indelicadeza de hablar de ojos cansados.

Si a estas alturas no te han arreado una buena hostia es cuando ya te creces y sueltas la antológica frase que ha garantizado la inmortalidad de esta insignificante cancioncilla:

 Lo siento mucho, la vida es así. No la he inventado yo.

 Aquí uno se levanta y aplaude exaltado, ¡qué cuajo!, ¡qué tablas! Lo suelta impávido, sin que le entre la risa. Qué no daríamos por observar la expresión facial de su interlocutora en ese momento.

 El placer me ha mirado a los ojos y cogido por mano,

 (“Cogido por mano”. Ay, señor. Sin duda, la subida de testosterona le hace incurrir en solecismos.)

 y yo me he dejado llevar por mi cuerpo y me he comportado como un ser humano.

Un arbitrario Sandro, antes dualista cual campesino medieval, se muestra ahora partidario del conductismo, negando el libre albedrío y anticipando los entusiasmos de la neurociencia del siglo XXI. Y vuelve a insistir, colocando bien el mensaje.

 Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo.

 Tras un bonito pasaje instrumental para que ella medite, la canción empieza a perder fuelle. Admitamos que era difícil superarse.

 Sus besos no me permitieron repetir tu nombre y el suyo sí. Por eso cuando la abrazaba me acorde de ti.

El nivel baja. Insiste sobre una idea ya desarrollada antes y lo hace con una explicación ligeramente confusa. Realmente no sabemos qué es lo que pretende con esto. Ni nos interesa, a estas alturas. Sandro se da cuenta y por eso opta por reciclar los versos anteriores hasta el final de la canción y nosotros, ligeramente asqueados, nos alejamos lentamente de la escena, mientras se repite una y otra vez el pasaje instrumental ya mencionado,

Sería un error ceder a la nostalgia y dejarnos arrullar por la eficacia melódica de esta abominación, evocando las dulzuras del amor. No, amigos, este tema es la bandera pirata de todos aquellos que nos levantaron a las mujeres que amamos, es la banda sonora de nuestras derrotas y su recordatorio permanente. Jamás te lo perdonaremos, Sandro.

El mueble bar

17 jueves Nov 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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bebidas, infancia, sueños

Aquellos que vivimos parte de nuestra infancia durante los primeros setenta conocimos diversas formas de abominación estética en los hogares de clase media. Papeles pintados sacados de una pesadilla de malaria, porcelanas de jacarandosos pescadores orientales, depauperados como opiómanos, una triste y abigarrada pretensión de opulencia. Incrustado en bibliotecas, compartiendo espacio con enciclopedias y el Libro de la Vida Sexual del doctor López-Ibor, reinaba el mueble bar.

El mueble bar se cerraba con llave (las casas burguesas abundaban en cerraduras) y eso lo nimbaba de misterio. Cuando, aún niño, en aquellas impersonales iglesias postconciliares el sacerdote abría el sagrario para guardar los sacramentos, yo veía allí una variedad trascendente del familiar tabernáculo doméstico.

Escondían algo prohibido, inconveniente, capaz de trastornar el ánimo e intoxicarte, algo que se guardaba de la inconsciencia de los niños y la avidez de los muchachos. Se bajaba una puerta abatible, como un puente levadizo, y  entonces, por un instante, un escenario fragante de cristal y líquidos coloreados despertaba de su sueño en la oscuridad. En ocasiones un juego de espejos multiplicaba alarmantemente aquellos esplendores de cuyo poder se era consciente desde la primera vez que uno robaba algunas guindas que flotaban en un licor fuerte.

Los padres intentaban esconder la llave, pero era en vano. Raro es el mueble bar que no ha sido alegremente saqueado por los hijos y los amigos de los hijos. En las casas de los padres algo golfos la selección siempre renovada de botellas revelaba un criterio, no así en la de las familias no bebedoras, donde languidecían durante décadas botellas de horrendos licores que ni siquiera la inmensa sed adolescente osaba tocar, junto a alguna botella de Chivas Regal que alguien regaló y que se reservaba para las visitas. Mis padres y su círculo más íntimo de amigos eran abstemios, por lo que el mueble sólo se abría para algunos conocidos ocasionales de los que recuerdo sus gafas de pasta a lo Henry Kissinger, sus manazas sosteniendo los vasos de güisqui y sus opiniones vigorosas.

Hace unos años tuve que desmantelar la casa de mis padres. Es una labor triste. Entre tantos testigos del pasado que fueron a parar a rastrillos o a contenedores estaba el interior paupérrimo del mueble bar: algunas botellas de Licor 43, Cointreau, Cynar o Calisay, de antigüedad bíblica. Cuando bajaba a tirarlas a la basura era consciente de que aquellas botellas que nadie quiso jamás beber suponían el fin, no por trivial menos amargo, de una época.

A veces vuelvo a la casa de mi infancia en sueños. Sus habitaciones, donde siempre es de noche, tienen algo de almacén abandonado donde se acumulan libros entre los que rebusco sin fruto, intentando encontrar algo de interés. Los muebles de la cocina amarillean y están abarrotados de comida a un paso de la caducidad que no oso tocar. La comida de los muertos. Mis padres aparecen ocasionalmente, en una semiexistencia melancólica, pálida, precaria, como gatos de Schrödinger. Ahora pienso que el mueble bar debe seguir allí, cerrado con llave. En la próxima visita nocturna voy a intentar abrirlo. A ver qué me encuentro.

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