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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: septiembre 2019

Los desterrados hijos de Eva

28 sábado Sep 2019

Posted by Salvador Perpiñá in política

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causas, dogmas

«You got to tell me brave captain,
Why are the wicked so strong». TOM WAITS. “Mr.Siegal”

Podría parecer que un ateísmo de facto es la condición mental de buena parte de Occidente. Sin embargo, a poco que se medite, vemos cómo el lugar de la religión ha sido ocupado por ideologías de fuerte carga mesiánica, sacrificial, apocalíptica. No resulta difícil identificar esos nuevos cultos, que sus seguidores más acérrimos suscriben con un fervor indistinguible de la vieja fe.

Visiones del mundo totalizadoras, omnicomprensivas, cada una de ellas es un sistema articulado de hechos irrefutables, medias verdades y exageraciones gesticulantes, que aspira a una explicación integral de las incertidumbres del presente y los procesos históricos.

De irrenunciable carácter agónico, su mitología es la de una lucha continua contra un statu quo inicuo o aterrador. Es necesario amplificar la conciencia de un sufrimiento intolerable para justificar una urgente movilización. Toda idea de gradualidad, de procesos de mejora a lo largo del tiempo, es vista con desconfianza. Como en los mitos fundacionales, se anhela la derrota del mal en un único gesto que prenderá en las multitudes, como un incendio de justicia. Un despertar de las conciencias, un nuevo amanecer, son algunas de las metáforas de la epifanía revolucionaria. Se detesta lo posible, se exige la utopía, la venida del Reino. Imagine all the people.

El adepto se entrega al entusiasmo del activista, que colma de sentido la grisura y banalidad de nuestras vidas. De ahí la apelación constante al rito de la comunión colectiva. Llenar la calle de multitudes enfervorizadas no es solo una demostración de fuerza, es puro eros, un éxtasis de proporciones masivas, concentración de energías fabulosas. Se corean ideas fuerza, se siente la unión contra el enemigo, se canta, el corazón estalla de amor. También de odio. Los media publican a gran tamaño fotos de jóvenes, bellos jóvenes viviendo esa embriaguez. Los jóvenes. La humanidad ha asesinado a sus jóvenes durante toda la historia, mandándolos a empapar con su sangre los campos de batalla.

Se buscan símbolos que aglutinen la emoción. Tienen sus santos. Y sus mártires. Los seguidores deben observar una agotadora preceptiva que regula maneras, costumbres, dietas. Se es especialmente meticuloso respecto al uso del lenguaje. Cada una de estas cosmovisiones crea a su alrededor una neolengua, hecha de conceptos que una vez nombrados devienen irrefutables. Cualquiera que haya debatido con un exaltado, sabe hasta qué punto el lenguaje, lejos de ser una herramienta de indagación, de cuestionamiento, se transforma en un mantra. Un escudo y un arma.

Porque sabemos que una causa deviene credo cuando no admite el menor cuestionamiento de un discurso sin fisuras. Todo disidente pasa a ser un enemigo al que se le atribuye ignorancia y complacencia con el sufrimiento. Alguien que alberga las peores intenciones y al que podemos encasillar en ideologías inhumanas. Ante él solo cabe la vergüenza o el furor. Pero es el tibio el peor de todos. El tibio es un mal bicho, un cínico, un sombrío aguafiestas, un traidor que se ha pasado al lado oscuro.

Se me suele argumentar que se trata de quejas puramente estéticas, sutilezas hamletianas de conformista que impiden la pujanza de corrientes que nos redimirán, que hay que mancharse las manos, que no todo el mundo es capaz de un sólido juicio crítico y que es lícito engañarlos un poco, asustarlos, hablarles como a niños si con ello conseguimos mover sus conciencias. No es una cuestión que se pueda despachar con facilidad y no sé cómo responder a ella.

Sé que existen el mal y el peligro, sé que hay justos entre nosotros, sé que somos un animal sentimental y codicioso, que no hay infamia de la que no seamos capaces. Sé que los crueles se suelen salir con la suya, sé que eso desata la rabia y que nuestro futuro depende del manejo de esa rabia. Donde crece el abuso proliferan los mercaderes del miedo y la ira, que señalan, acusan y fruncen el ceño desde sus estrados. No transijamos con la injusticia, pero no nos dejemos seducir por ellos. No creamos en promesas. Aprendamos la decepción, sobrepongámonos a ella. No nos rindamos nunca.

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Andrei Rublev (Andrei Tarkovsky, 1966)

 

Mitología y alabanza de los tendederos

19 jueves Sep 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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ropa, tendederos

Casi no hay pequeña actividad de nuestras horas que no esté contaminada de íntimas grandezas. En algún momento, probablemente bajo los rigores de una glaciación, los hombres dimos en cubrir nuestra desnudez de bestia desamparada, desnudez que pasó de condición a anomalía. El mito registra ese momento sustancial («fueron abiertos los ojos de ambos y conocieron que estaban desnudos y cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales») en que el cuerpo despojado pasa a ser emblema del deseo y de lo impropio.

El hombre es el animal que se viste y que lava sus ropas. El acto de lavar fue metáfora del perdón de los pecados y, durante siglos, oficio destinado a las mujeres. Considerarlo labor menor y subalterna es una curiosa forma de ceguera. En las riberas la corriente de las aguas se llevaba río abajo el polvo y los fluidos que impregnaban las toallas que envolvieron niños, las sábanas donde dormían los amantes y los vestidos de las muchachas. Expuestas allí a violencias, asaltos y secuestros, llevaban a sus crías, que quedarían para siempre marcadas por el recuerdo de un mundo primero de canciones, risas, viejas historias, intimidades y chismorreos, palabras tiernas o mordaces, olores fragantes, gateando entre la luz de la ropa limpia puesta a secar sobre los juncos. Los lavaderos de las ciudades conservaron esa atmósfera mitológica. Una vez leí que a los aún no nacidos y a los bebés les complace sobremanera el bordoneo repetitivo de la lavadora. Una adecuada justicia poética.

En los barrios populares se exhibe sin pudor, palpitante, viva, la ropa tendida al sol, cataclismo ensimismado que en su lejana, irascible soledad ignora tan humilde función. La ropa pequeña de los niños, la camisa limpia de las camareras, el calzoncillo del albañil, calcetines y pijamas desteñidos, las tripas de la vida. Alguna vez escribí que cada línea de ropa tendida es una historia. ¿Dónde tienden la ropa los poderosos?

Ahora vivo solo y de mi tendedero está ausente la alegre ligereza de la ropa de una mujer, pero me sigue complaciendo el acto monótono de tender la colada. Es mi comunión diaria, una de mis formas de acuerdo con el mundo. Impregnadas de un olor artificial que evoca los antiguos jabones, mis prendas, trozos de tela teñida que me contienen, fijadas con pinzas a un cable tenso y que el viento menea suavemente como hojas de un árbol, las mangas colgando rendidas, resumen sucinto de mi existencia, anticipos de mi imagen deambulando por calles, despachos y tabernas. Imagino qué hermoso sería verlas una mañana echando a volar. No concibo un paraíso de las almas sin vastas columnas de ropa tendidas entre las nubes.

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El marco incomparable

09 lunes Sep 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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alhambra, monumentos

Casi todas las ciudades conservan restos de su pasado. Sus habitantes los consideran algo especialmente valioso y digno de ser preservado, salvo durante las revoluciones y las grandes crisis de furia. La autoridad erige patíbulos y monumentos, pues tales son sus prerrogativas. Lugares donde el poder se administra, arcos que conmemoran la sangre joven derramada, templos y palacios, torres y paramentos. Tiranos y arquitectos los concibieron, generaciones de hombres se rompieron las espaldas entre poleas y andamios para elevar sus muros hasta las nubes. Vigías de la ciudad y vastos organismos de los que emanaba un aire de fuerza y permanencia. Las casas donde los hombres comunes engendran, comen y duermen son efímeras, pero en los grandes edificios (hoy meras cristalizaciones resplandecientes del dinero) había por el contrario una voluntad de inmortalidad.

Los niños los visitan desde pequeños y así un conjunto de cantos y argamasa queda investido del aire sagrado de los primeros recuerdos. La piedra de sus fachadas, dorada bajo la luz naranja del alumbrado público, formará parte del paisaje de nuestros sueños toda una vida. Los mercaderes del patriotismo conocen la fuerza movilizadora de las viejas ruinas.

En mi caso el marco incomparable que me tocó en suerte goza de cierta fama. Su nombre, Alhambra, cargado de insinuaciones de exotismo y lujo oriental, no era infrecuente en hoteles y clubs nocturnos de otros países en los años de entreguerras.

De pequeño, en las primeras visitas, la Alhambra era fiestas de la luz y del espacio al comienzo del día, era tiempo suspendido en atrios, columnas y galerías por donde volaban los pájaros, era huertos fragantes, estanques y la frescura del agua corriendo entre las flores. Una imagen justa del paraíso. Un orden sin simetría. Aquel carácter orgánico, acumulativo, imprevisible, la hacia adecuada al gusto del niño.

La Alhambra encarna varias paradojas. La primera de las cuales es el choque entre su radical otredad y su aire familiar. Cumbre refinadísima del arte de una cultura diferente, fortaleza y palacio del placer, fragmento de oriente, con sus insinuaciones de hedonismo y languideces, incrustado en una ciudad cristiana, árida y ferozmente conservadora. Una leyenda de intoxicante romanticismo, patrimonio de una burguesía prosaica y desprovista de entusiasmo. Un excelente resumen de las contradicciones de la ciudad. Recordatorio constante de un pasado esplendoroso y por tanto de un fracaso, nos hemos criado con la conciencia de una caída. Todo monumento, despojado del poder que en él residía es un cadáver, un decorado, y sin embargo aún puede irradiar.

Durante una época pensé que viviría y moriría en otra parte. Pero regresé. Y allí estaba de nuevo, el animal totémico de mi ciudad, encaramada sobre una colina, entre el dragón y el velero. Ahora vivo aún más cerca de ella que nunca. Prácticamente no pasa un día sin que la vea en el escandaloso esplendor de su vista frontal o a la vuelta de una esquina, asomada, tutelar, al fondo de una calle. Algunos afortunados la saludan cada mañana cuando despiertan, desde amplios balcones o a través de pequeños ventanucos. El tamaño de la vista no disminuye su poder.

Todo lo pensaba ayer en casa de una amiga, que también ha decidido abandonar su vida en una gran ciudad e instalarse bajo la advocación de esas piedras. Bebíamos vino, la tarde caía con las ventanas abiertas, por donde entraba el sonido de la lluvia y el frescor que exhalaban los jardines cercanos. Ante nosotros, lavada y borrosa, estaba ella, esperando la caída de la noche y la secreta comunicación entre sus salas y las estrellas. Siempre la misma, siempre otra. Entendí que nos sobrevivirá a ambos y hallé en esa idea un cierto consuelo.

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Loa y pervivencia del churro

02 lunes Sep 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones, Oficios

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churros, domingos

Ya me habréis leído por aquí cómo siempre erramos en nuestra percepción del futuro. El churro era un residuo indigesto de la España profunda, como los tricornios, las bandurrias, el rostro del cejijunto y las monjitas, algo que la Unión Europea, la socialdemocracia y la expansión del universo digital borrarían del mapa. La obstinada, imprevista permanencia de la pequeña churrería en un mundo dominado por las franquicias debería alegrarnos.

El gusto por el churro se adquiere en la infancia. Como una impronta. Es, pues, un gusto conservador y sentimental. Churro del obrero y de las clases medias, churro de la juventud voraz y del anciano, churro transversal, civil. En las mañanas de los días de fiesta se forman colas en las churrerías. Padres, amantes, niños a los que mandan a comprar churros (la compra de churros es acaso el primer voto de confianza del adulto hacia la autonomía del niño). Casi nadie lleva ya la prensa bajo el brazo, que era un socorrido rasgo costumbrista, pero la clientela está ahí. Una serie de ciudadanos que un domingo cualquiera han sentido el capricho ligeramente pecaminoso de entregarse al churro. «Me comía yo ahora unos churros» dice la mujer amada aún medio dormida, con una sonrisa. Y ahí que va el tío.

Hablo del churro de mi tierra, no ese lacito afrancesado y pretencioso o esa oquedad estriada y fría, de una tristeza oficinesca, que consumen en las cafeterías de Madrid. El churrero meridional, a la luz de un tubo fluorescente, dibuja en una tina de aceite hirviendo una espiral ―la forma de los ciclones, las conchas y las galaxias― que una vez dorada rescata con la ayuda de dos diestras varillas para depositarla humeante y, como quien dice, recién parida sobre un papel basto donde la quebranta a tijeretazos. Te entregan un paquete áspero que llevas entre las manos con manchas delatoras de grasa. Su calorcillo es agradable en invierno y te entran ganas de silbar.

Suena un timbre y alguien se presenta con churros, se pone la mesa, los durmientes saltan de sus camas, surge una sencilla jovialidad. Cuando comes churros con alguien se caen las máscaras.

En los diccionarios lo definen graciosamente como fruta de sartén. Sacramento dominical, el agua y los trigales, olivos, girasoles y bombonas de butano lo hacen posible. Sus oficiantes suelen ser parejas, un hombre y una mujer que duermen juntos y comparten las sofocantes temperaturas y una angostura de sala de máquinas, las salpicaduras y el sacarse del pelo los olores de la fritanga. Uno ha conocido a veteranos del gremio y a jóvenes casados ataviados con mandiles blancos, que empiezan en un oficio no menos singular que dedicarse al circo. En el caso especial del churrero feriante, sus destinos están vinculados. Y permanecen y sobrevivirán al circo y a las salas de cine, sin interés como franquiciados, moviéndose en los intersticios, anacrónicos y libres.

Comamos churros de vez en cuando, aunque nos sienten como un tiro. Contra la uniformidad del mundo levantemos un muro de triglicéridos y dispepsia, porque cuando te das al churro no solo estás salvando al niño que hay en ti, estás salvando a los bondadosos churreros, a los que Borges no incluyó en su poema Los Justos porque era un poquito snob.

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Francesc Català–Roca

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