«You got to tell me brave captain,
Why are the wicked so strong». TOM WAITS. “Mr.Siegal”
Podría parecer que un ateísmo de facto es la condición mental de buena parte de Occidente. Sin embargo, a poco que se medite, vemos cómo el lugar de la religión ha sido ocupado por ideologías de fuerte carga mesiánica, sacrificial, apocalíptica. No resulta difícil identificar esos nuevos cultos, que sus seguidores más acérrimos suscriben con un fervor indistinguible de la vieja fe.
Visiones del mundo totalizadoras, omnicomprensivas, cada una de ellas es un sistema articulado de hechos irrefutables, medias verdades y exageraciones gesticulantes, que aspira a una explicación integral de las incertidumbres del presente y los procesos históricos.
De irrenunciable carácter agónico, su mitología es la de una lucha continua contra un statu quo inicuo o aterrador. Es necesario amplificar la conciencia de un sufrimiento intolerable para justificar una urgente movilización. Toda idea de gradualidad, de procesos de mejora a lo largo del tiempo, es vista con desconfianza. Como en los mitos fundacionales, se anhela la derrota del mal en un único gesto que prenderá en las multitudes, como un incendio de justicia. Un despertar de las conciencias, un nuevo amanecer, son algunas de las metáforas de la epifanía revolucionaria. Se detesta lo posible, se exige la utopía, la venida del Reino. Imagine all the people.
El adepto se entrega al entusiasmo del activista, que colma de sentido la grisura y banalidad de nuestras vidas. De ahí la apelación constante al rito de la comunión colectiva. Llenar la calle de multitudes enfervorizadas no es solo una demostración de fuerza, es puro eros, un éxtasis de proporciones masivas, concentración de energías fabulosas. Se corean ideas fuerza, se siente la unión contra el enemigo, se canta, el corazón estalla de amor. También de odio. Los media publican a gran tamaño fotos de jóvenes, bellos jóvenes viviendo esa embriaguez. Los jóvenes. La humanidad ha asesinado a sus jóvenes durante toda la historia, mandándolos a empapar con su sangre los campos de batalla.
Se buscan símbolos que aglutinen la emoción. Tienen sus santos. Y sus mártires. Los seguidores deben observar una agotadora preceptiva que regula maneras, costumbres, dietas. Se es especialmente meticuloso respecto al uso del lenguaje. Cada una de estas cosmovisiones crea a su alrededor una neolengua, hecha de conceptos que una vez nombrados devienen irrefutables. Cualquiera que haya debatido con un exaltado, sabe hasta qué punto el lenguaje, lejos de ser una herramienta de indagación, de cuestionamiento, se transforma en un mantra. Un escudo y un arma.
Porque sabemos que una causa deviene credo cuando no admite el menor cuestionamiento de un discurso sin fisuras. Todo disidente pasa a ser un enemigo al que se le atribuye ignorancia y complacencia con el sufrimiento. Alguien que alberga las peores intenciones y al que podemos encasillar en ideologías inhumanas. Ante él solo cabe la vergüenza o el furor. Pero es el tibio el peor de todos. El tibio es un mal bicho, un cínico, un sombrío aguafiestas, un traidor que se ha pasado al lado oscuro.
Se me suele argumentar que se trata de quejas puramente estéticas, sutilezas hamletianas de conformista que impiden la pujanza de corrientes que nos redimirán, que hay que mancharse las manos, que no todo el mundo es capaz de un sólido juicio crítico y que es lícito engañarlos un poco, asustarlos, hablarles como a niños si con ello conseguimos mover sus conciencias. No es una cuestión que se pueda despachar con facilidad y no sé cómo responder a ella.
Sé que existen el mal y el peligro, sé que hay justos entre nosotros, sé que somos un animal sentimental y codicioso, que no hay infamia de la que no seamos capaces. Sé que los crueles se suelen salir con la suya, sé que eso desata la rabia y que nuestro futuro depende del manejo de esa rabia. Donde crece el abuso proliferan los mercaderes del miedo y la ira, que señalan, acusan y fruncen el ceño desde sus estrados. No transijamos con la injusticia, pero no nos dejemos seducir por ellos. No creamos en promesas. Aprendamos la decepción, sobrepongámonos a ella. No nos rindamos nunca.
Andrei Rublev (Andrei Tarkovsky, 1966)