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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos mensuales: diciembre 2018

Sobre la conquista de pequeñas ciudades en invierno

31 lunes Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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ciudades, invierno, tiempo

Madrugar muchísimo en los solsticios con un deseo perentorio de luz y abandonar aún de noche las calles vacías de tu ciudad atravesadas por grupos de borrachos que esperan la dádiva del amor. Qué gran cosa es despedir el año haciendo kilómetros de carretera a través de paisajes benévolos hasta llegar a esa ciudad en la que uno nunca ha estado.

Todavía con los andrajos del sueño en los ojos romper los círculos de polígonos industriales, líneas de ferrocarril, estaciones, fábricas y bloques de viviendas que protegen el viejo corazón de la ciudad y arrebatarle sus secretos, acechar la sustancia del tiempo en los juegos de la luz sobre callejas, muros y tejados, el tono tan particular de otra posible vida, de otras posibles dulzuras y tediosas tardes en sus aceras y tras ventanas y visillos, pues no hay dos ciudades iguales. Ver estuarios, puertos y puentes, ríos y arenales donde se pudren las algas, policías a caballo por las playas, gaviotas y gabarras, puertos y mercados, comer bajo un sol cordial los alimentos que esa tierra da, de la manera en que allí es costumbre, escuchar a tu alrededor las amables inflexiones que adopta la lengua familiar, esa música del alma.

Recorrer luego, saciado y ebrio, la trama de sus misterios, templos, palacetes, plazas y parques públicos —los hombres llenan las ciudades de réplicas civiles del paraíso, los jardineros, ejército admirable de hombres justos, dan forma a sus setos, podan sus viejos árboles y siembran la tierra de rosas, palmeras y limones—  mientras las campanas convocan la tarde que opera su magia en una placidez ensimismada de gorriones, niños y lavanda. Tras los heroísmos panorámicos del atardecer las muchachas y los gatos desaparecen en los viejos portales que guardan patios ajedrezados en sombra y cuando las estrellas se despliegan uno siente que en definitiva todo eso estaba a ti destinado y que de un modo especial ya te pertenece y que, con todo, el mundo es bueno y merece perdurar.

westminster-palace-of-whitehall

Stille Nacht

24 lunes Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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Apolo 8, luna, Navidad

Frank Borman, James Lovell y William Anders, los tripulantes de la expedición Apolo 8, pasaron la Nochebuena de 1968 dando vueltas alrededor de la luna, el astro de amistosos silencios de Virgilio, Diana cazadora y los lobos, el primer misterio de la niñez, que aparece en nuestros sueños y también en los versos de malos poetas y que Borman describiría bellamente como «a vast, lonely, forbidding expanse of nothing».

Ellos rompieron amarras por primera vez con nuestra casa natal, con ese pequeño planeta ―separado apenas por un tenue manto gaseoso de los espantos del helado vacío y de radiaciones que harían hervir nuestra sangre― donde un azar benévolo y acaso único propició el nacimiento de la vida, el momento inaugural del proceso por el que la materia llega a conocerse a sí misma.

La víspera de la Navidad, cuando se disponían a cumplir la novena órbita lunar, antes de desaparecer detrás del satélite y perder la comunicación con la Tierra, los tripulantes se dirigieron a la humanidad (por una vez esa palabra excesiva no resultaba enfática) en una transmisión televisiva donde leyeron los primeros versículos del Libro del Génesis. Un par de años después Madalyn Murray O’Hair, atea y activista, demandó a la NASA por el uso de simbología religiosa.

Los imagino tras el apagón radiofónico, enfrentados durante una hora escasa a la cara oculta de ese astro muerto que los ojos humanos veían por primera vez. Protegidos de la destrucción por un leve, fragilísimo caparazón, conscientes de que cualquier pequeño error al navegar ―sabemos que Lovell hizo en ocasiones uso de un sextante― podría hacer que sus cuerpos orbitaran alrededor de la luna o se perdieran en las inimaginables profundidades del espacio hasta el fin de los tiempos.

¡Qué desamparo! Tras leer las viejas palabras del mito, ¿sintieron la presencia abrumadora de ese dios que sintiéndose solo creó un mundo para su recreo o acaso comprendieron que su presencia heroica en un lugar prohibido para el hombre asestaba el golpe de gracia definitivo al relojero de los planetas?

Con cuánto alivio recibirían la aparición sobre los mares lunares de la superficie azul de nuestro hogar, donde muchos insomnes pensaban en ellos y tres esposas escrutarían el cielo en esa noche buena (qué simple y bella etimología) en que la guerra por unas horas deja de ejercer su ley porque se celebra un nacimiento que es todos los nacimientos, la entrada en el ser, el mayor de los misterios. Esa patria fragante de bosques, olas y pájaros, de volcanes y grandes vientos, el lugar de Treblinka, Bach y el Dante, donde toda infamia y todo espanto, toda bondad y toda belleza tienen su asiento.

Los tres siguen vivos. Son ya muy ancianos.

Earth-Rise-1968 (2)

Loving Pla

15 sábado Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Libros

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Josep Pla

Cuando era más niñato que ahora y con la desenvoltura que dan el prejuicio y la ignorancia, consideraba a Josep Pla un gañán reticente y sentencioso, dado a fumar tabaco de hebra y a perorar sobre la frescura del salmonete. Gran error, porque esa figura de payés socarrón, epicúreo y antirretórico fue una de las máscaras ―como la del pequeño burgués sensual, prosaico― tras la que se escondió un espíritu tan pudoroso como refinado, un gigante. Su deliberada ironía de aldeano, su regodeo en una aurea mediocritas hecha de trivialidades de casino comarcal son en él una provocación y un refugio y uno de los rasgos que pueden echar para atrás al lector del siglo XXI. Del mismo modo que rechazó una vida de acción o las turbulencias de la pasión, del mismo modo que tras una juventud viajera decide esconderse en los abismos de la provincia interior, Pla opta por negarse a toda forma de sentimentalismo o énfasis, empezando por borrase a sí mismo hasta devenir observador puro, el memorialista por excelencia.

Pla es lo que los anglosajones denominan un acquired taste, no es autor para todas las sensibilidades y, si me apuran, diría que el gusto por sus textos es una alarmante señal de que se dejó atrás la juventud. Que nadie espere encontrar en sus páginas historias “que enganchen”, ni las seducciones de lo excepcional, ni malditismo alguno. Él es un escéptico, un conservador en la tradición de los grandes autores reaccionarios. Su mundo es la tranquila, irónica disección de lo humilde y lo pasajero, el dulce hábito del desencanto, que es una forma de felicidad. Su obra extensa, inagotable, no es otra cosa que un prodigioso dispositivo verbal destinado a reconstruir los misterios del instante, a la redención del tiempo.

Pla ve, oye, percibe como nadie. Poseedor de una vasta cultura de la que muy raras veces alardea, lector de The New Yorker o Le Monde, Pla sabe además de todo lo esencial: conoce todos los vientos, todos los pájaros, todos los frutos terrestres, las fiestas del país, los hábitos del campesino, del pescador, del artesano y del sol, las tiernas minucias de un viejo mundo que desaparece ante sus ojos tras los espantos bélicos del siglo. No se cansa jamás ―ni nos cansa― de levantar ante nuestros ojos asombrados, con una delicadeza, una intensidad sensorial y un grado de detalle alucinatorios, vastos paisajes y tramas de olores, de grandes lentitudes, de ilimitados matices de la luz. La eternidad en los misterios del alumbrado nocturno, el silencio de las habitaciones y el apacible tedio rural. Una mitología que necesariamente resultará atroz a los entusiastas del postureo.

Josep Pla es uno de los secretos mejor guardados de nuestra literatura (no veo por qué no habría de considerar nuestra la literatura catalana), es nuestro Montaigne, nuestro gran escritor taoísta. Al lado de su escritura todos los que lo intentamos somos unos bárbaros balbucientes, unos cursis, unos mediocres. Tal es su virtud.

pla

Melancolía y misterio de Almuradiel

08 sábado Dic 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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Casa Marcos, Madrid, viajes

Anoche soñé que volvía a Casa Marcos. Durante años los autobuses de línea que comunicaban Granada con Madrid hacían una pausa de media hora en un establecimiento a las afueras de Almuradiel, pequeña localidad de Ciudad Real. Situado apenas a unos kilómetros del truculento paisaje transilvano de Despeñaperros, límite entre Andalucía y Castilla, la llegada a la explanada que hacía las veces de parking, anunciada por la brusca megafonía del vehículo, era como doblar el Cabo de Hornos del viaje.

No conduzco, así que durante toda una vida me he trasladado a Madrid en autobús. Viajaba a Madrid cuando era muy joven, ávido de explorar sus vastas extensiones capitalinas y sus laberintos, deslumbrado por aquella mezcla de miseria valleinclanesca y esplendor ministerial. Los años del descubrimiento de sus mitologías nocturnas, un festín de museos,  conciertos y películas en versión original a la medida de un insaciable apetito. Luego llegó el tiempo en que Madrid fue para mí un lugar de trabajo y hasta un hogar. En sus calles me enamoré, me emborraché, gané mucho dinero y alimenté vanos sueños de éxito y reconocimiento. Daba igual, el tránsito de los confortables placeres provincianos al fervor de la metrópoli incluía invariablemente—como una descompresión—  una pausa obligatoria en ese no lugar.

Las calles de Almuradiel, incluso de día, aparecían siempre despojadas de toda presencia humana, como en un De Chirico, pero son las paradas nocturnas las que quiero recordar aquí. A esas horas el lugar adquiría una ominosa densidad metafísica. Los viajeros, en un torpor en el que todavía se desprendían de un sueño incómodo, salían por las puertas del autobús, el paso vacilante, con un fatalismo y un estupor inerme de víctimas. Opositores, emigrantes, novios, gente que iba a Madrid a correrse una juerga, a ver a su amante o a hacer sus modestos negocios, arrancados de la trama de afectos y costumbres que conformaban sus días, fumaban cigarrillos sin placer en la oscuridad del exterior, observando con aprensión la silueta de un asilo cercano, donde a esas horas dormían ancianos demenciados con la memoria devastada, en un deplorable último acto. Otros entraban en la cafetería: allí, igualados todos por la luz estéril consumían insípidas colaciones o evacuaban fluidos en unos aseos que olían a orina y a fresa sintética.

He sido testigo generación tras generación de cómo actores, escritores, directores de cine, compañeros míos, venidos de todos los rincones de España a comerse el mundo, han acabado consiguiéndolo, conquistando  esa ciudad que alguna vez fue para ellos una seductora desconocida. No puedo evitar pensar que es como si yo me hubiera quedado para siempre varado en Casa Marcos, en ese lugar sin historia, puro presente, viendo envejecer a sus inexpresivos camareros.

Hace años que los autobuses ya no paran allí y no es improbable que haya cerrado, alguna vez he pensado en la presente existencia fantasmal de ese lugar que nunca volveré a ver. Pero anoche regresé en sueños. Todo seguía igual. Reconocí las caras semiborradas de los camareros que me daban la bienvenida y sentí piedad por ellos. Entendía su cansancio. Sentado en una mesa, sin remordimientos y sin esperanzas, tomé una bebida humeante. En una pantalla de televisión en la esquina se sucedían escenas inarticuladas, rostros y lugares que alguna vez conocí y que había olvidado. Ya no significaban nada. Luego salí fuera, era de noche y las estrellas giraban lentamente sobre todos nosotros. Y hacía frío.

Almuradiel

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