Madrugar muchísimo en los solsticios con un deseo perentorio de luz y abandonar aún de noche las calles vacías de tu ciudad atravesadas por grupos de borrachos que esperan la dádiva del amor. Qué gran cosa es despedir el año haciendo kilómetros de carretera a través de paisajes benévolos hasta llegar a esa ciudad en la que uno nunca ha estado.
Todavía con los andrajos del sueño en los ojos romper los círculos de polígonos industriales, líneas de ferrocarril, estaciones, fábricas y bloques de viviendas que protegen el viejo corazón de la ciudad y arrebatarle sus secretos, acechar la sustancia del tiempo en los juegos de la luz sobre callejas, muros y tejados, el tono tan particular de otra posible vida, de otras posibles dulzuras y tediosas tardes en sus aceras y tras ventanas y visillos, pues no hay dos ciudades iguales. Ver estuarios, puertos y puentes, ríos y arenales donde se pudren las algas, policías a caballo por las playas, gaviotas y gabarras, puertos y mercados, comer bajo un sol cordial los alimentos que esa tierra da, de la manera en que allí es costumbre, escuchar a tu alrededor las amables inflexiones que adopta la lengua familiar, esa música del alma.
Recorrer luego, saciado y ebrio, la trama de sus misterios, templos, palacetes, plazas y parques públicos —los hombres llenan las ciudades de réplicas civiles del paraíso, los jardineros, ejército admirable de hombres justos, dan forma a sus setos, podan sus viejos árboles y siembran la tierra de rosas, palmeras y limones— mientras las campanas convocan la tarde que opera su magia en una placidez ensimismada de gorriones, niños y lavanda. Tras los heroísmos panorámicos del atardecer las muchachas y los gatos desaparecen en los viejos portales que guardan patios ajedrezados en sombra y cuando las estrellas se despliegan uno siente que en definitiva todo eso estaba a ti destinado y que de un modo especial ya te pertenece y que, con todo, el mundo es bueno y merece perdurar.