Hay un motivo por el que prolifera el lujo insensato de cubrir extensiones con césped en los países meridionales. Cuando el sol cae sobre él a mediodía se produce una sensación exaltante de irrealidad. Al llegar nos topamos con sombrillas blancas y niños corriendo entre las mesas. Una copa de vino aparece en tus manos. Cegado por la luz te encuentras a decenas de personas que conoces, algunas han formado parte de una etapa de tu vida. Un gigantesco plátano de sombra extiende bíblicamente sus ramas sobre todos nosotros. Abrazos, reencuentros, una euforia generalizada tras las gafas de sol, la misma vestimenta algo diferente a la habitual, todo contribuye a crear una absurda sensación de experiencia post mortem. Al fondo, más allá del césped, hay un camino flanqueado por árboles a lo Fra Angelico, una hilera de mujeres jóvenes, vestidas de negro con delantales blancos, marcha por él portando bandejas, buenas chicas, trabajadoras esperando el fin de su jornada y la vuelta a su vida mientras nosotros nos creemos en la eternidad.
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Bien es verdad que no fue una boda típica, pero más adelante la novia arrojó al aire el ramo de flores y una chica lo recogió entre risas. En esa mezcla granítica de narcisismo y sentimentalidad que podemos llamar pensamiento adolescente, se desprecian los ritos nupciales, somos demasiado listos, demasiado complejos para repetir esas convenciones, esa representación de afectos, para consentirnos compartir con el común de los mortales y todos aquellos que nos precedieron esos tiernos simulacros, reflejos degradados de gestos más antiguos que el plátano que a estas horas, todo hay que decirlo, está majestuoso. Luego, curiosamente se acaba creyendo en la energía o, como oscuros clérigos medievales, oponiéndose con espanto a los transgénicos. A mi me entra una risa. Los niños corren por el césped en un tiempo que no es el nuestro, entregados a sus asuntos. Los adultos, de momento, seguimos bebiendo.
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Mis amigos tienen un grupo de rock, simplemente para divertirse y bien entrada la tarde, cuando la luz lo doraba todo, cogieron los instrumentos. Un vientecillo hacía volar pequeños vilanos desde la copa del plátano. Él también quiere perdurar.
Standin’ in the sunlight laughin’
Hidin’ behind a rainbow’s wall
Slippin’ and a-slidin’
All along the waterfall
With you, my brown eyed girl
You my brown eyed girl
Do you remember when we used to sing?
Sha la la, la la, la la, la la, la te da
Just like that
Sha la la, la la, la la, la la, la te da
La te da
¿Y sabéis?, en ese momento todo era perfecto, bailar sobre el césped rodeado de niños y vulanicos, corear las canciones a grito pelao, olvidar la existencia del miedo y del mal en el día de la boda de nuestros amigos, porque como dijo el gran Ángel “su felicidad multiplica la nuestra”. Sí, joder, sí.
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La noche acaba por caer. Se encienden hileras de bombillas como en una vieja verbena. La luna asoma entre las ramas del plátano, que se va haciendo más antiguo a pasos agigantados. Vamos quedando menos. Desde el corazón negro de los surcos de la vega, el olor heroico del estiércol se extiende entre las mesas con vasos a medio vaciar. Algunos seguimos haciendo el camino hacia la barra de las bebidas, en ese momento de las fiestas en que hay una sensación de naufragio, un algo desesperado, como si fuera de allí una guerra acabara de empezar. Las pobres camareras estaban ya cansadas, intentando mantener el tipo. Me encontré con un conocido en la barra, no sabemos demasiado el uno del otro, creo que en ese momento nos percibimos mutuamente como unos crápulas. Llevaba un tosco ramillo de flores. Hice las bromas de rigor. Él me explicó.
– Me lo han dado antes unos niños.
– Eso es muy bonito, hombre.
– Y no voy a tirarlo.
– Ni se te ocurra.
– Claro que no. Está bendecido.
Y me lo dice así, como quien no quiere la cosa. Qué clarividencia. Los niños, que le pintan una cara al sol y saludan a los barcos al pasar
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A una amiga se le fue un poco la mano con las copas. Mareada, se deslizó entre unos arbustos, se acurrucó y se quedó dormida. Cuando despertó, todos nos habíamos ido. No sé como las arregló para llamar un taxi y volver a casa. Y allí, en la oscuridad, solo quedaron para siempre el plátano imperturbable y sus zapatos.