Día incierto, tentativo, discretamente aburrido. El año empieza con las calles vacías y un bostezo. Aquejado de inexistencia, es un día sin planes, sin dirección, un día que no cuenta.
Sus mañanas vienen marcadas por una extraña liturgia. Desde que tengo uso de razón las televisiones públicas emiten en directo dos espectáculos europeísimos y heterogéneos: el concierto de Año Nuevo desde Viena y el Torneo de los Cuatro Trampolines.
Hay algo sorprendente en esto. Han pasado décadas de cambios desmesurados en sensibilidad, gusto, percepción, moral privada. La web, esa extensión planetaria de nuestro sistema nervioso, crea constantemente formas nuevas de ficción, de espectáculo, de discurso. Sin embargo, cada año esos dos iconos centroeuropeos permanecen como dos robustos menhires en la selva digital. Si creyera en conspiraciones, vería detrás la mano del Grupo Bilderberg.
El Concierto de Año Nuevo, un portentoso anacronismo que cada año celebra con cierto encanto de bombonera un baile de origen campesino puesto de moda, entre acusaciones de indecencia, durante los oscuros años reaccionarios que siguieron al Congreso de Viena. Por primera vez en un baile de salón no hay una coreografía comunal, las parejas bailan ajenas a lo que no sea sus miradas, girando sobre sí mismas en un principio de éxtasis. El Hollywood del siglo pasado lo elevó a un símbolo de fastos de cuento de hadas, sueños de opulencia para las clases desposeídas. Si nos ponemos puñeteros, puro kitsch vienés, decadente, hipócrita y dulzón. Especialmente si lo comparamos con los saltos de trampolín. Hay ahí como un ascetismo, una mística de guerreros concentrados, una estética Leni Riefenstahl que evoca mundos totalitarios.
También son dos formas de imaginar lo que nos deparará el año. El Concierto de Año Nuevo, nos habla del cumplimiento de todo deseo, del sueño de una vida sin aristas protegidos por un inmenso invernadero donde viviremos entregados al amor y la embriaguez. Es lo que nos deseamos los unos a los otros al chocar nuestras copas.
En el mundo real de los saltos de trampolín hace un frío que pela, un frío objetivo. De pequeño me encantaba ver al esquiador deslizarse por el tobogán más grande del mundo hasta que el suelo desaparecía bajo sus pies y era arrojado a la intemperie. Como todos nosotros.
Me gusta esa imagen. Un hombre reducido a una pequeña figura inclinada en un ángulo imposible, lanzada hacia lo desconocido, un vacío de nieve y abetos emborronados a una velocidad de flecha. Los ojos bien abiertos, absorto en el vértigo, la incertidumbre, la alegría del vuelo.